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especial

publicado el 16 de agosto de 2010

Second Life: The movie

Alberto Romo | El argumento de Origen (Inception, 2010) es, pocos días después de su estreno, ya de sobra conocido. Cobb -Leonardo DiCaprio, rentabilizando el magro repertorio de registros ofrecido en Shutter Island (Id.2010)- es un peculiar ladrón cuyo trabajo consiste en adentrarse en los sueños de sus víctimas para sustraerles valiosa información que almacenan en el subconsciente. En sus oníricas misiones es respaldado por colaboradores con los que experimenta una suerte de sueño compartido.

El guionista y director del film, Christopher Nolan, emplea un modus operandi similar a la hora de abordar su misión de asalto a las taquillas de todo el mundo: se adentra, junto a su equipo técnico y artístico, en el inconsciente fílmico colectivo para apropiarse de hallazgos visuales y conceptuales brillantes. Y es que el despliegue de alusiones, más o menos directas, es cuantioso: desde el hombre anciano y moribundo de 2001: Una Odisea del Espacio, hasta los diferentes planos de realidad de Desafio Total; de las escenas de acción sobre la nieve de Al Servicio de su majestad, a las misiones imposibles de Brian de Palma y John Woo; pasando por el totémico Rosebud de Ciudano Kane, el nemotécnico artilugio de Olvídate de mí… y así ad infinitum. Pero dentro de este conglomerado de evocaciones probablemente sea Matrix (The Matrix, 1999), aquel aparatoso artefacto perpetrado por los hermanos Wachowski, el principal referente. Origen guarda con Matrix evidentes similitudes de planteamiento y, lo que es peor, estilísticas: misticismo de saldo, batiburrillo de referencias culteranas (Freud, Jung o Escher), personajes de nula profundidad y sentimentalismo abochornante; debilidades que se pretenden enmascarar en vano con un trabajo de puesta en escena dominado por un mareante frenesí, resultado de confundir ritmo con velocidad, siempre más pendiente de epatar con lo último en efectos especiales que de mostrarse verdaderamente consistente y coherente. No obstante, y muy por encima de Matrix y sus coyunturales efectos bullet time, no puede negarse que Nolan logra orquestar aislados momentos de una arrebatadora intensidad plástica que rozan lo memorable -a destacar las calles de París plegándose sobre sí mismas a voluntad de la protagonista femenina, Ariadne (Ellen Page)-. Además, al igual que su álter ego Cobb, Christopher Nolan se encuentra arropado por el excelente trabajo de un equipo de fieles colaboradores más que solvente: la columna sonora compuesta por la épica música de Hans Zimmer y el magistral diseño de sonido de Richard King; la sombría y sutilmente irreal fotografía de Wally Pfister; todos ellos de reconocido prestigio y presentes en varios de los trabajos cinematográficos del realizador.

Puestos a equiparar Matrix con Origen, observo que ambos suponen raros ejemplos de films de ciencia ficción que no responden a fenómenos socio-tecnológicos exitosos, como suele ser habitual, sino que, bien al contrario, se basan en fenómenos que han acabado siendo fracasos estrepitosos. Matrix se realizó cuando se constató el fracaso de la realidad virtual como medio de entretenimiento; mientras que Origen se estrena cuando se ha certificado la debacle de Second Life, debacle que siega de raíz otras iniciativas de creación de metaversos en Internet. La onírica ciudad gestada por Cobb y su difunta esposa Mal (Marion Cotillard), parece evocar los inhóspitos mundos virtuales creados y abandonados en el limbo internaútico de Second Life. Contemplado como la adaptación de un producto de entretenimiento, no sería yo el que pusiera en duda que Origen superaría en interés a las versiones cinematográficas de Super Mario Bros (Id., 1993) o las anunciadas del Monopoly o Hundir la Flota. Ahora bien, como obra de ciencia ficción pretendidamente revolucionaria, francamente, se queda en agua de borrajas.

Siendo en esencia un blockbuster eminentemente comercial (sus 260 millones de dólares de presupuesto, 100 de ellos destinados a propaganda, pesan como una losa), a nadie debería sorprender que Origen sea un fiel reflejo de una realidad social marcada a fuego por la sobrecarga de información y la sobrestimulación audiovisual. Una sociedad que se suele denominar del conocimiento, pero a la que habría que llamar sociedad de la velocidad, cuando no de la prisa. En lógica consonancia, Origen es una película que funciona (hablamos en términos comerciales), no sólo por acumulación, sino por abrumadora saturación. A nivel narrativo esta saturación se traduce en un febril sentido de la progresión dramática (gran parte del film parece un climax estirado como un chicle) y un atropellado montaje que provocan que, por momentos, parezcamos asistir simultáneamente al largometraje y a su tráiler… e incluso a su conversión en videojuego (superación de niveles incluido).

Al hilo de la saturación como razón de ser, ya comentábamos al inicio del artículo la abrumadora acumulación de referencias cinematográficas esparcidas a lo largo del dilatado metraje. Siendo esta intertextualidad un rasgo distintivo de lo que ha venido en llamarse la postmodernidad, y que numerosos cineastas (Tarantino, Tim Burton etc.) han sabido explotar fructíferamente, no tenemos nada que objetar al respecto. Convencidos de la máxima de que “todo lo que no es tradición, es plagio”, no seremos nosotros los que declaremos a Nolan como punible “enemigo de lo ajeno”, siempre que su furor cleptómano hubiera estado al servicio de una obra honesta y con verdadero sentido autoconsciente. El reproche viene dado por el modo en que Nolan irrumpe en el nutrido muestrario de alhajas (y algo de bisutería barata) cinematográficas que él mismo ha usurpado del inconsciente cinematográfico: a lomos de una mastodóntica producción, como embriagado elefante en una cacharrería. Así las cosas, el resultado es fácil de imaginar: Origen es un film de impecable acabado técnico, que parte de ideas prometedoras y atesora pasajes deslumbrantes, pero que a la postre deviene fallido al verse lastrado por su condición de operación hollywoodense de prestigio y de frenético action movie con pretensiones autoriales. Y francamente, me parece una verdadera lástima, porque entre las ideas rebosantes de sugerencias está el sugestivo planteamiento de vivir sueños compartidos. Algo aparentemente inalcanzable, pero que la magia del cine convierte en realidad subjetivizada al inducir en el espectador, que asiste a contemplar una película en una gran sala oscura, una experiencia de reconocido carácter onírico y que comparte con el resto de espectadores. ¿Es necesario recordar que a Hollywood también se le conoce con el sobrenombre de “fábrica de sueños”? [1] Premisas similares, pero atravesadas por el filtro surrealista y el hábil discurso metacinematográfico de David Lynch, dieron lugar a las magníficas, libérrimas y desafiantes Mulholland Dr. (Id, 2001) e Inland Empire (Id, 2006). Sin embargo, en manos de Nolan, no son más que el desilusionante enunciado de lo que pudo haber sido y no fue. En otras palabras, la disléxica miopía de Christopher Nolan convierte lo que debería ser un fascinante sueño lúcido en un sueño lúdico razonablemente entretenido.



  • [1]En su indispensable ensayo "Las raíces del miedo" (Tusquets Editores, 1979), concretamente a partir de la página 18, Román Gubern escribe que “críticos, cineastas, sociólogos y psicólogos han señalado, de mil maneras diversas, las analogías que existen entre el proceso de comunicación cinematográfica y la experiencia onírica”, para a continuación realizar un repaso de las principales aportaciones al tema y concluir con la descripción de los diez factores principales en los que se asienta dicha analogía.


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