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publicado el 29 de septiembre de 2010

Nostalgia de la vida perdida

Considerada por lo general como una “obra menor” dentro de la inabarcable obra de Michael Curtiz –fue filmada entre dos de los títulos más representativos de su carrera: Capitán Blood (Captain Blood, 1935) y La carga de la brigada ligera (The charge of the light brigade, 1936)–, Los muertos andan es una de las producciones más extrañas y fascinantes del horror clásico estadounidense. No tanto por la sequedad / sobriedad expositiva característica de la compañía Warner Bros (son los años de apogeo del cine de gángsters), ni por la estrafalaria mezcla de géneros que propone (el thriller carcelario, el drama criminal, la ciencia ficción y el terror sobrenatural se dan de la mano en una trama que a duras penas supera los sesenta minutos de duración y que brilla pese a todo por su homogeneidad), sino por su insólita atmósfera de ominosa fatalidad, realzada, magnificada por Boris Karloff en una de las mejores interpretaciones de su carrera.

Pau Roig | Cuando Michael Curtiz llegó a Estados Unidos en 1926 contaba con tan sólo cuarenta años de edad pero tenía una amplia experiencia en el campo de la realización cinematográfica: desde su debut en la dirección en 1912 en su Hungría natal había firmado ya cerca de un centenar de títulos de los más diversos géneros y en pocos años se convertiría en uno de los realizadores de confianza de Jack Warner, firmando para su compañía una media de cuatro o cinco películas al año y consiguiendo el Oscar al Mejor Director por su trabajo en Casablanca (Id., 1942). Adicto a un trabajo que lo apasionaba, firmó en cincuenta años de dedicación / obsesión al cine la friolera de ciento setenta y tres filmes de diversos géneros y presupuestos, desde westerns de serie B hasta superproducciones históricas y lujosos filmes de aventuras, pasando de comedias musicales a dramas generacionales, de películas religiosas y biopics a cintas policíacas, siendo especialmente recordado por su exitosa relación profesional con Errol Flynn, a quién llegaría a dirigir en doce ocasiones (aunque cuenta la leyenda que no se llevaban especialmente bien). La excesiva prolijidad de filmografía, en menor medida también su dispersión estilística y genérica (más allá quizá también algunas habladurías que nunca han podido ser del todo demostradas, como su nefasta pronunciación del inglés o su condición de mujeriego empedernido), le procuraron la calificación de aplicado artesano, de realizador eficaz pero impersonal, consideración que en los últimos años ha empezado a ser convenientemente matizada: como bien señala Pablo Mérida, “Curtiz fue mucho más que Casablanca (…) Permaneció en activo más de cincuenta años, lo que le obligó a convertirse en un superviviente de la industria cinematográfica, capaz de amoldarse a distintos sistemas de producción, afrontar los avances tecnológicos más insólitos y resistir a terribles crisis políticas y económicas” [1]. La visión en la actualidad de una producción de serie B tan modesta como la que nos ocupa, bastante menos conocida que sus dos anteriores incursiones en el horror, El Doctor X (Doctor X, 1932) y Los crímenes del museo (Mystery of the wax museum, 1933), revela con diáfana claridad si no la maestría sí el enorme talento del realizador, que la rodó en apenas veinte días con un exiguo presupuesto de 217.000 dólares.

Una de las principales estrellas del ciclo terrorífico de la compañía Universal, Boris Karloff, es el protagonista indiscutible de una historia que difícilmente hubiera tenido cabido en el contexto de la gran U, primero por su alejamiento de la concepción digamos mítico-fantasiosa de las producciones protagonizadas por Drácula, Frankenstein, la momia y el hombre lobo, pero también por su marcado carácter urbano (decir moderno quizá no sería del todo exacto): Los muertos andan incluye referencias explícitas a la corrupción de las altas esferas políticas y económicas y a la pena de muerte y la degradación del sistema penitenciario estadounidense, elementos o ingredientes presentes en buena parte de las películas policíacas y de gángsters popularizadas por la Warner a principios de la década y pronto convertidas en “marca de fábrica” de la compañía pero que el propio Curtiz se encargaría de matizar: “No queremos predicar con imágenes, ni tomar partido políticamente ni descubrir un gran mensaje, solamente estamos aquí para entretener” [2]. Los primeros compases de Los muertos andan, de hecho, obedecen más al estilo y al desarrollo del cine de intriga y el drama carcelario que al de una película de terror; podrían formar parte con ligeros matices de cualquiera de los thrillers firmados en esa época por cineastas tan dispares como Lloyd Bacon, Anatole Litvak, William Keighley o el propio Curtiz –20.000 años en Sing-Sing (20.000 years in Sing-Sing, 1932), con Spencer Tracy de protagonista–. Un arranque menos rutinario que previsible pero de ritmo cortante que sirve para presentar a los principales protagonistas de una trama que utiliza un material de sobras conocido por el gran público de la época para convertirlo con inaudita facilidad en algo sensiblemente distinto. La trama gira alrededor de la desgraciada figura de Joseph Ellman (Karloff), un reputado –y afable– pianista que acaba de cumplir una larga condena por un crimen que no cometió y que será utilizado como chivo expiatorio de un grupo de empresarios / mafiosos sin escrúpulos en el asesinato del juez que está investigando sus actividades, precisamente el mismo que lo llevó a la cárcel años atrás. Engañado por su abogado (Ricardo Cortez), en realidad uno de los conspiradores, Ellman será juzgado y condenado a muerte por el asesinato del magistrado sin que una pareja de científicos que han sido testigos accidentales del asesinato y que conocen su inocencia (Warren Hull y Marguerite Churchill) pueda hacer nada para evitar su ejecución. Para subsanar su error, recorrerán al jefe del laboratorio en el que trabajan, el Dr. Beaumont (Edmund Gwenn), que solicitará el cuerpo del finado con la excusa de realizar la autopsia; su objetivo, sensiblemente diferente, es devolverle la vida gracias a un revolucionario tratamiento de su invención, hecho inaudito –y totalmente imposible, claro está– que conseguirá sin demasiados problemas. Éste es el principal punto de inflexión de la trama, situado un poco antes de la mitad del metraje, pero mostrado por Curtiz de manera poco espectacular, quizá pretendidamente plausible, si bien en la escena culminante de la “resurrección” la influencia de El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale, 1931) resulta más que evidente (el científico incluso exclama la misma frase que exclamaba Colin Clive en aquél filme: “It’s alive!” / “¡Está vivo!”). Mucho menos ambicioso y arrogante que el personaje de Mary Shelley, Beaumont se aleja hasta cierto punto de la concepción habitual del personaje del mad doctor o científico enloquecido que hará furor en el horror y la ciencia ficción de la década posterior; es un hombre honrado y de buen corazón, sin duda, pero hierve en su interior un afán de conocimiento y notoriedad no del todo bien medido: su principal obsesión / preocupación, más que la captura de los verdaderos responsables de la muerte del magistrado, será descubrir qué hay en el más allá, qué vio, qué le ocurrió a Ellman durante la “transición” de la vida a la muerte (y de la muerte a la vida). La actitud bienintencionada, hasta cierto punto ingenua, tanto del científico como de la pareja que trabaja para él, junto con la aséptica visualización del laboratorio, contrastan de manera sorprendente con la estilización prácticamente abstracta de las escenas inmediatamente anteriores, ambientadas en la prisión y en el corredor de la muerte, con un uso extraordinario tanto de los choques de luces y sombras y los planos inclinados como de los movimientos de cámara: véase en este sentido las fantasmagóricas sombras marcadas sobre el rostro vencido de Ellman mientras espera su ejecución acompañado de la triste pieza de violoncelo que ha pedido como última voluntad, o el impresionante travelling a través de la sala de ejecución hasta llegar a un primer plano de los ojos de Karloff mirando la horca con una extraña mezcla de temor y triste resignación. Con una maestría técnica fuera de toda duda y bien apoyado en la extraordinaria dirección de fotografía de Hal Mohr [3], Curtiz seguirá insistiendo en esta simbólica utilización del claroscuro de inequívoca influencia europea en las escenas posteriores a la resurrección, cediendo un protagonismo creciente a la oscuridad para reflejar la angustia no-existencial del personaje. Pese al revuelo mediático mundial que provoca la noticia, Ellman regresará del más allá más muerto que vivo: siente que ya no pertenece al mundo real y no recuerda casi nada de su vida anterior (sólo parece encontrar algo de paz tocando el piano), pero algo en su interior le empujará a vengarse de aquellos que provocaron su ejecución, aunque ni siquiera los conozca, aunque nunca los haya visto. Su poder sobrenatural, por llamarlo de alguna manera, es revelado / visualizado de manera tan sencilla como efectiva en la escena que sirve de presentación en sociedad del “resucitado”, acaso la más importante de todas, un concierto de piano en el que la mirada oscura, amenazadora de Karloff se irá posando lenta pero irremisiblemente sobre los culpables de la muerte del magistrado y motivará su salida de la sala, contemplada por las autoridades que investigan el crimen prácticamente como una confesión. Ellman se arrastra de un sitio a otro como un alma en pena, como un hombre sin alma, carente de la chispa de la vida; es, según sus propias palabras, un “instrumento de poderes sobrenaturales”, brazo ejecutor de una venganza de connotaciones más divinas que sobrenaturales que adquiere su sentido último y definitivo en la cita final, “Dios, nuestro Dios, es un Dios celoso” (por más que trataran temas socialmente comprometidos o polémicos, ni siquiera las más arriesgadas producciones de Jack Warner escapaban del moralismo y la corrección política derivados del rígido código de censura autoimpuesto por la industria de Hollywood).

La segunda mitad de Los muertos andan se erige de esta manera en fascinante visualización tanto del sentimiento de culpa y de la venganza como de la imposibilidad de vivir una nueva vida después de la muerte, cuyo estilo y voluntad se revelan diametralmente opuestas a los de los primeros veinte minutos de metraje, más estereotipados. Con una increíble mezcla de delicadeza y rabia, indefensión y amenaza, la interpretación de Karloff dota a su personaje de una fuerza tan estremecedora que resulta imposible imaginar a ningún otro actor en un difícil papel que ofrece, además, nuevas perspectivas de estudio sobre el mito de los zombies o muertes vivientes; poco o nada desarrollado por el género en sus orígenes con la extraordinaria excepción de La legión de los hombres sin alma (White zombie, Victor Halperin, 1932), tendría en la propia Warner Bros. una aproximación posterior sospechosamente similar a la que ahora nos ocupa: en The return of Dr. X (Vincent Sherman, 1939), Humphrey Bogart interpreta a un científico revivido por otro médico después de ser ejecutado y obligado a asesinar a personas de un determinado y muy raro grupo sanguíneo para alimentarse con su sangre para seguir viviendo muerto. Curtiz retrata la venganza de Ellman sin la más mínima tentación truculenta o efectista: los verdaderos responsables del asesinato por el que fue condenado mueren en su presencia –el personaje aparece como por arte de magia y de repente en los sitios más insospechados– pero de manera accidental, sin violencia: el primero se disparará a sí mismo al intentar matarlo por segunda vez, el segundo será arrollado por un tren tras huir de Ellman en una solitaria estación de tren hundida en la niebla, el tercero morirá de un ataque al corazón en presencia del revivido (“¡No me mires así!” serán sus últimas y escalofriantes palabras), mientras que los dos restantes morirán en un accidente de coche tras haberlo acribillado a balazos en una destartalada cabaña situada en medio de un cementerio, el lugar solitario y tranquilo en el que el personaje interpretado por Karloff se ha refugiado porque siente que es el lugar al que verdaderamente pertenece.

  • [1]. Michael Curtiz, Madrid: Cátedra, 1996, pág. 12 y ss. Según el autor, Curtiz es el tercer realizador más prolífico de la historia, sólo superado por William Beaudine (responsable de 182 títulos) y Richard Thorpe (179).

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  • [2]. Véase CORTIJO, Javier: Boris Karloff, el aristócrata del terror”, Madrid (2000): T & B Editores, p. 84.
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  • [3]. Hal Mohr acaba de ganar un Oscar por su prodigioso trabajo en El sueño de una noche de verano (A midsummer night’s dream, William Dieterle y Max Reinhardt, 1935); curiosamente, poco después ingresaría en las filas de la Universal, compañía con la que obtendría otra vez la preciada estatuilla por El fantasma de la ópera (Phantom of the opera, Arthur Lubin, 1943).

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    FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:

    Estados Unidos, 1936. 63 minutos. B/N. Director: Michael Curtiz Producción: Louis F. Edelman, para Warner Bros Guión: Ewart Adamson, Peter Milne, Robert Andrews, Lillie Hayward, según un argumento de E. Adamson y Joseph Fields Fotografía: Hal Mohr Música: Bernhard Kaun Montaje: Thomas Pratt Intérpretes: Boris Karloff (John Ellman), Ricardo Cortez (Nolan), Marguerite Churchill (Nancy), Edmund Gwenn (Dr. Evan Beaumont), Barton MacLane (Loder), Warren Hull (Jimmy).


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