publicado el 9 de noviembre de 2010
En la mayoría de listas publicadas sobre las peores películas nunca realizadas el horror, en menor medita también la ciencia ficción, ocupa(n) un lugar sobresaliente, más aún cuando alguien que no tenía ni idea de cine consagró a Plan 9 from outer space (Id., Ed Wood, 1959) como la peor producción de la historia. Cuando eso ocurrió Batman y Robin (Batman & Robin, Joel Schumacher, 1997) y Armaggedon (Id., Michael Bay, 1998), por citar sólo dos títulos recientes de gran presupuesto, aún no se habían filmado, pero… ¿Qué es una película espantosa? ¿Cómo se valora su nivel de mediocridad? ¿Existe una escala que determine la mayor o menor incompetencia de una producción o de un realizador? ¿Es verdad que existen películas tan espantosas que ni siquiera invitan a la risa histérica? Sin ánimo de exhaustividad, ofrecemos a continuación algunas consideraciones que pueden ayudar a resolver (o no) algunas de estas dudas existenciales.
1. Intenciones, objetivos y recursos versus resultados
Por más que en el biopic firmado por Tim Burton pueda parecer lo contrario, Ed Wood sabía que no era Orson Welles y lo admiraba precisamente por lo que él no era y quería ser: un gran director. Quizá no fuera del todo consciente de su torpeza (o de su incompetencia, siempre que no consideremos este término como un insulto), pero sólo por la ausencia radical de presupuesto y de recursos técnicos de sus películas podríamos aventurar que en el fondo de su corazón sabía que nunca realizaría una obra maestra del séptimo arte. La verdad es que nunca lo pretendió, o si lo hizo su ingenuidad fue tan grande que sus delirios de grandeza no se trasladaron de ninguna manera a la gran pantalla. La película de Michael Bay citada anteriormente, en cambio, sería el ejemplo opuesto perfecto: el temible director estadounidense quería hacer la película yanqui de acción definitiva y con miles de millones de presupuesto, los mejores técnicos de Hollywood y un reparto de campanillas sólo consiguió realizar un truño apoteósico, imposible de analizar con un mínimo rigor desde ninguna perspectiva, repleto de tópicos gastados y maniqueos hasta el vómito y con un tufo reaccionario-fascistoide insoportable. Si aplicáramos una regla proporcional sobre la relación entre las intenciones, los objetivos y los recursos utilizados para una producción y los resultados finales obtenidos, Bay sería peor director que Wood; según el Profesor, el hecho que sus producciones multipliquen por diez o por cien su coste en la taquilla poco o nada tiene que ver con este punto, ya que la reacción de los espectadores difícilmente se puede prever, o sí, cuando está mediatizada / subnormalizada por campañas publicitarias de presupuesto infinito. Bay no ha dirigido ninguna película de terror, es cierto (aunque ha producido una espantosa serie de remakes): sirva entonces como ejemplo Van Helsing (Id., Stephen Sommers, 2004), superproducción de acción y fantasía que pretendía resucitar / renovar la galería clásica de monstruos de la Universal pero que no consiguió trasladar a la gran pantalla ni uno solo de sus potenciales elementos de interés, elevando de paso a la saga Underworld (Id., Len Wiseman, 2003) a la categoría de obra maestra. Hay grandes producciones, no obstante, que se han perdido en la sala de montaje o se han olvidado en un cajón porqué nadie sabía qué hacer con ellas: movidos por las envidias y el rencor y por unas políticas de producción que sólo pueden calificarse de desastrosas, es frecuente que los propios estudios dinamiten algunas producciones de primera línea cuyos resultados no son los esperados (generalmente no se pueden coger por ningún lado), relegándolas a un segundo o tercer plano y / o llegando incluso a impedir que se estrenen en salas comerciales. En estos casos resulta casi imposible desentrañar cuál era la versión definitiva pensada por el director, ya que éste acostumbra a ser un pelele que sólo tiene que decir “acción” y “corten”: trabajadores a sueldo se encargan de remontar y desmontar el material filmado siguiendo las indicaciones del ejecutivo empanado de turno. Sin llegar a la condición de pestiños inenarrables, estas películas suelen ser pálidas, torpes sombras de lo que pudieron haber sido, sin tensión, sin vida propia y en la mayoría de los casos sin mucho sentido: ahí están Hellraiser: Bloodline (Id., firmada por Kevin Yagher con el seudónimo Alan Smithee, 1996), Supernova: El fin del universo (Supernova, Thomas Lee, 2000) –participaron en ella Walter Hill, Jack Sholder y Francis Ford Coppola–, El devorador de pecados (The order, Brian Helgeland, 2003) o la todavía inédita Open graves (Álvaro de Armiñán, 2009) para corroborarlo.
2. Accidentes, caídas en desgracia y afán de polémica
Otro elemento importante a tener en cuenta deriva de la relación entre el prestigio y la calidad que se le presupone a un determinado realizador o realizadora y los resultados más o menos fallidos de algunas de sus propuestas. Los ejemplos que podrían ilustrar esta particular ecuación son numerosos (el Profesor cita siempre el nombre de Dario Argento), aunque recientemente se han añadido a la lista por deméritos propios M. Night Shyamalan y Tim Burton, y no precisamente por su sentido del riesgo: un realizador tiene todo el derecho del mundo a equivocarse, pero su error o sus fallos se deberán valorar en función de su valentía, de la voluntad de experimentar cosas nuevas y otras vías de expresión, por más lejos que estén o parezcan de sus obsesiones particulares y de sus universos personales. Contrariamente, la desidia, la falta de interés, el estancamiento sin sentido, en algunos casos incluso asumido, debería merecer la más despiadada de las críticas. ¿Es posible que el responsable de Rojo oscuro (Profondo rosso, 1975) e Inferno (Id., 1980) haya firmado calamidades de la altura de Trauma (Id., 1993) o La madre del mal (La terza madre, 2007)? ¿Se le debe valorar más negativamente por ello que a otro realizador que nunca ha hecho una película decente? ¿Se dio Shyamalan un golpe muy fuerte en la cabeza? ¿Tim Burton acabará dirigiendo una entrega de la saga Crepúsculo? Hay otros cineastas, sin embargo, cuyo voluntad digamos autoral los ha llevado a transitar por el camino inverso: nublados por un afán desesperado de notoriedad y controversia –consecuencia en la mayoría de los casos de la adulación crítica más miope y desequilibrada–, han creído erigirse en Dioses del celuloide, en Mesías del séptimo arte: es el caso del ya de por sí poco frecuentable Ken Russell, que abordó el horror como si no estuviera a la altura de su genio y de su (dudoso) prestigio y convirtió Gothic (Id., 1986) y La guarida del gusano blanco (The lair of the white worm, 1988) en sendos catálogos de unas obsesiones / perversiones sexuales más que preocupantes. También la inenarrable La posesión (Possession, Andrzej Zulawski, 1981) y Anti-Cristo (AntiChrist, Lars von Trier, 2009) casan a la perfección en esta sección. La primera, por su insufrible pedantería y por su ininteligible desarrollo, también por su indecisión a la hora de abrazar abiertamente el terreno en el que se debería haber situado de entrada, la parodia grotesca y de mal gusto. La segunda, por constituir el más bochornoso, misógino y truculento reflejo visto nunca en la gran pantalla de una mente enferma de verdad: los espectadores puede que sean más o menos tontos, que les guste o no sufrir en una sala de cine, pero nunca son ni serán culpables de los problemas psicológicos y trastornos mentales de un determinado director.
3. Cuestión de talento y dignidad
La mayoría de títulos situados en los primeros puestos de las listas más horrorosas, es verdad, nada tienen que ver con los grandes estudios y sus abrumadoras campañas de marketing, tampoco con el “cine de autor”, son producciones situadas más allá de la serie Z rodadas con una cuarta parte del presupuesto de cualquier filme de Ed Wood pero –apunte importante– sin la menor noción de la técnica y la narrativa cinematográfica, y lo que es peor, en muchos casos de manera consciente y deliberada. La candidez inicial de Wood (no estará de más recordar que acabó firmando algunas películas pornográficas de tercera regional) nada tiene que ver con la desfachatez de cineastas sin escrúpulos, sin talento, sin ideas, sólo interesados en la rentabilidad económica y especialistas en dar gato por liebre y vender motos: probablemente no es el caso del autoproclamado padre del cine gore Herschell Gordon Lewis, cuyas realizaciones eran espantosas pero ofrecían al menos toda la sangre que prometían, pero sí de William Beaudine, Jerry Warren, Ray Dennis Steckler, Al Adamson, Ted V. Mikels, Andy Milligan, Joel M. Reed, Umberto Lenzi, Joe D’Amato, René Cardona Jr. o, por citar tres realizadores aún en activo, Ulli Lommel, Jim Wynorski y David DeCoteau (nuestro Jesús Franco también entraría en esta lista, aunque por respeto a sus realizaciones de la década de 1960 y teniendo en cuenta que sus últimas producciones, de carácter inequívocamente amateur e indignas de un profesional del séptimo arte, ya ni siquiera se estrenan en dvd, el Profesor ha decidido no incluirlo). Son realizadores, en efecto, que traspasaron o han traspasado en demasiadas ocasiones esa línea roja tan delgada pero tan difícil de alcanzar que separa un truño digno de un bodrio infumable, una película asquerosa de un monumento al mal gusto. De entre todos ellos nos quedamos por el momento con Adamson, y no sólo por su manifiesta incompetencia, también por su caradura: el director estadounidense ni siquiera trataba de disimular su falta de talento, de recursos y de todo con la adopción del tono digamos irónico-festivo que suelen emplear aquellos cineastas conscientes (aunque sólo sea hasta cierto punto) de su nulidad, caso del tándem formado por Michael Herz y Lloyd Kaufman y de las producciones de la compañía Troma, y contemplaba o trataba de vender sus productos como si fueran obras serias y profesionales. Veamos el título preferido del Profesor, elegido con todo cariño dentro de una filmografía sin desperdicio: Monstruos hambrientos (Horror of the blood monsters, 1970) alterna escenas de una oscura producción filipina de 1965 sobre cavernícolas caníbales titulada Tagani y firmada por un tal Rolf Bayer con planos tomados sin permiso de Hace un millón de años (One million B.C., Hal Roach y Hal Roach Jr., 1940), Unknown island (Jack Bernhard, 1948) y The wizard of Mars (David L. Hewitt, 1965), rematando la faena unas pocas secuencias en las que John Carradine capitanea una imposible expedición científica enviada a una galaxia lejana para investigar las causas de una terrible plaga vampírica que asola la Tierra. No satisfecho con el desastroso “corta y pega” obtenido, Adamson viró los planos en blanco y negro a distintos colores con la excusa de que el planeta en cuestión estaba contaminado por unas radiaciones altamente nocivas para el cuerpo humano, llamadas Spectrum.
4. Más allá del límite
Algo similar, pero a la vez distinto, ocurre con las películas comerciales procedentes de países hasta cierto punto subdesarrollados, alejados a distintos niveles y maneras de la cultura occidental. ¿Se puede valorar de la misma manera una producción de Hollywood que un filme turco, tailandés o filipino de la década de 1970? ¿Y una producción estadounidense de serie B que una cinta española o europea de serie Z sin otra razón de ser que la más desesperada explotación comercial? ¿La respuesta debería ser que no, aunque en los últimos años la reivindicación desmesurada del llamado cine thash o bizarro procedente (en su mayor parte) de Asia ha provocado la celebración de títulos tan penosos como Seytan (Metin Erksan, 1974), desopilante plagio turco de El exorcista (The exorcist, William Friedkin, 1973), Ratu Ilmu Hitam (Liliek Sudjio, 1979), coproducción entre Indonesia y Filipinas editada en vídeo en nuestro país como La reina de la magia negra y conocida internacionalmente como Queen of black magic, o Mo tai / Devil fetus (Hung Chuen Lau, 1983). Puestos a reivindicar truños exóticos que más que de otro país parecen proceder de otra dimensión, el Profesor ha sentido siempre una gran simpatía por la producción filipina La furia de Satán (Lumaban ka, Satanas, Efren C. Piñon, 1983), una surrealista historia de satanismo y magia negra que no sólo no se aguanta por ningún lado ni de ninguna manera (no se puede ni hablar de interpretaciones, el desarrollo de la trama es ininteligible, la puesta en escena no existe, los efectos especiales parecen de patio de escuela), sino que encima se revela encima terriblemente fascista y machista en su defensa del (ultra)catolicismo. Incluso Dios y el niño Jesús realizan una breve aparición, pero quedan pequeños al lado de una visualización del infierno que parece sacada de una representación de Els Pastorets.
4. No intente hacer esto en su casa (por favor)
Un último aspecto a tener en cuenta –y en este caso a repudiar con fervor–, por desgracia más recurrente en el horror que en cualquier otro género cinematográfico, es la condición amateur de muchas producciones, obra de un realizador –si es que puede llamarse así– que ha reunido a un grupo de amigos borrachos, alcoholizados o simplemente idiotas durante uno o más fines de semana para hacer una película sin haberse dignado siquiera a ojear (leer sería pedir demasiado) un libro o una revista sobre cine o televisión. Estas producciones casi nunca dan cuenta del cachondeo y el buen rollo que teóricamente se vivió durante su improvisada producción y provocan de manera sistemática el cabreo y el trauma psicológico de los espectadores. La culpa, hace falta matizarlo, puede que no sea de los responsables directos de uno u otro engendro sino de distribuidoras sin escrúpulos ni moral, ya que el hecho de que muchas de estas producciones hayan trascendido el ámbito digamos familiar al que estaban destinadas sólo puede calificarse de vergonzoso. Algunas incluso han llegado a editarse en nuestro país: Al caer la noche (The dead of night, Paul Duncan, 2004), Corpses (Cuerpos) (Corpses, Rolfe Kanefsky, 2004), Ghost lake (Id., Jay Woelfel, 2004), Hobgoblins (Id., Rick Sloane, 1988), Last slumber party (Id., Stephen Tyler, 1988), La legión de la noche (Legion of the night, Matt Jaissle, 1995), La masacre del microondas (Microwave massacre, Wayne Berwick, 1979), Masacre en el autocine (Drive in massacre, Stu Segall, 1976), Mutant man (Id., Suzanne de Laurentiis, 1995), Night vision (Telemensaje mortal) (Night vision, Michael Krueger, 1987), Síndrome Plutonio (Plutonium baby, Ray Hirschman, 1987), Terror azul (The barbaric beast of Boggy Creek, Charles B. Pierce, 1985)… La lista es meramente indicativa, aunque el Profesor siempre ha sentido debilidad por realizadores amateurs más o menos profesionalizados que llegaron a desarrollar una filmografía más o menos extensa, como Bill Rebane –responsable de The alpha incident (Id., 1977) o El demonio de Ludlow (The demons of Ludlow, 1983), entre otros títulos–, también por la que con toda probabilidad sea la producción no profesional más impresentable nunca filmada: Manos: The hands of fate (Harold P. Warren, 1966). Rodada como resultado de una apuesta por un vendedor de fertilizante de El Paso con tan sólo 19.000 dólares de presupuesto y una cámara de 16 milímetros que sólo podía grabar durante 32 segundos seguidos, hecho que explica pero no justifica la acumulación de errores de continuidad, se divide en dos líneas / vertientes que nunca casan satisfactoriamente: por un lado, las absurdas e infructuosas evoluciones de la familia protagonista para escapar de la casa de una remota zona rural de Texas a la que han ido a parar ni ellos mismos saben cómo (el propio director interpreta al progenitor); por el otro, las interminables peroratas y discusiones de un misterioso personaje autoproclamado Maestro y su harén de mujeres, más aficionadas a pelearse entre ellas o con el criado medio retrasado que incorpora John Reynolds que a rendir culto a la deidad diabólica representada por dos manos rojas pintadas sobre la túnica negra del líder de la secta / comuna.