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publicado el 9 de noviembre de 2010

Barbarie y civilización

Pocas películas de terror de la década de 1930 pueden presumir no sólo de haber envejecido bien con el paso del tiempo, sino de mantener todo su poder de sugestión y fuerza expresiva: casi ochenta años después de su realización, El malvado Zaroff sigue sorprendiendo a propios y extraños por su arrebatada atmósfera de horror gótico y la plena vigencia de un argumento situado a años luz de la candidez y mágica ingenuidad de las producciones Universal de esos años. Adaptación de un popular pero no especialmente relevante relato publicado por Richard Connell en 1924 filmada a modo casi de divertimento por el mismo equipo de King Kong (Id., Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933), anticipa con inusitada madurez elementos que hará furor en décadas posteriores –el cine de psicópatas, sin ir más lejos– y constituye una de las más afiladas reflexiones de la historia del cine sobre los difusos límites que separan civilización y barbarie, humanidad y animalidad, placer y dolor.

Pau Roig | “A la bestia de la selva que mata para sobrevivir la llaman salvaje, y al hombre que mata por placer lo llaman civilizado”, exclama el médico interpretado por Landers Stevens casi al final de la larga escena dialogada que ejerce de prólogo, explicitando de manera diáfana la dualidad, la lucha irresoluble que guiará el desarrollo posterior de la trama. Junto con un grupo de amigos, realiza un crucero de placer a bordo de un yate de lujo que no tardará en naufragar frente a una isla del Pacífico aparentemente desierta. Sólo uno de los tripulantes sobrevivirá, precisamente el experto cazador al que iba dirigida la reflexión del doctor, Robert Rainsford (Joel McCrea), que conseguirá llegar a tierra firme tras contemplar cómo el resto de supervivientes del naufragio eran cazados por una manada de tiburones hambrientos. El plano general en el que camina tambaleante por una playa filmada en un ominoso contraluz indica su entrada en un mundo de pesadilla perdido en la noche de los tiempos –aspecto visual que comparte con títulos míticos como Drácula (Dracula, Tod Browning, 1931) y El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale, 1931)–, su inmersión en un lugar irreal y tenebroso, sí, pero mucho más cercano de lo que puede parecer a primera vista. A diferencia de la mayoría de producciones terroríficas de la época, el escenario del filme firmado al alimón por los casi debutantes Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack [1] potencia hasta límites inauditos su condición de artificio, de receptáculo simbólico de un terror terriblemente real, utiliza las constantes estilísticas y visuales propias del mal llamado “cine fantástico” para subvertirlas al poner al espectador cara a cara con sus propios demonios. Rainsford no tardará en localizar una suntuosa fortaleza que se levanta inquietante sobre una selva enmarañada sumida en la niebla, a cuyo interior se accede a través de una gruesa puerta de madera: su picaporte es una escultura de un centauro con el corazón atravesado por una flecha, figura mitológica mitad humana y mitad animal que ya hemos contemplado en unos títulos de crédito que constituyen una de las mejores invitaciones al horror de la historia del cine. Es la residencia del Conde Zaroff (Leslie Banks), un noble ruso que acogerá al superviviente con los brazos abiertos igual que había hecho con los supervivientes de un naufragio anterior, los hermanos Eve y Martin Trowbridge (Fay Wray y Robert Armstrong), que hace días que esperan la reparación de la única lancha motora de la isla. Zaroff es un experto cazador que vive sólo por el placer de cazar y reconocerá inmediatamente en Rainsford más que a un amigo a una alma gemela, alguien de su mismo nivel y condición: “He inventado una nueva sensación”, le dirá poco después de su primer encuentro casi a modo de confesión, “Necesitaba un nuevo animal para jugar al juego más peligroso de todos”, aunque detendrá bruscamente su relato al constatar la diferente concepción que su invitado tiene de la nobleza y del placer; sus diferencias de criterio y pensamiento son subrayadas magistralmente por la puesta en escena de Pichel y Schoedsack, probablemente siguiendo las indicaciones del modélico guión de James Ashmore; de aspecto a la vez elegante e inquietante, Zaroff va vestido siempre de negro y su aspecto no difiere demasiado del de un vampiro: duerme de día y caza de noche, vive completamente aislado de una civilización que lo aburre porque no tiene nada emocionante que ofrecerle. Rainsford, siempre vestido con colores blancos o claros, ejerce en cambio de prototipo perfecto de hombre civilizado y hasta cierto punto previsible, aunque deberá renunciar a sus convicciones y a sus ideales para poder competir en igualdad de condiciones con su depravado adversario, una idea profundamente subversiva que algunos, quizá en un exceso de celo, han calificado de premonitoria [2]. Zaroff representa, probablemente más que ningún otro personaje del cine clásico, el monstruo interior, el Mal (entendido en un sentido tan literal como metafísico) que anida en lo más profundo del ser humano y que forma parte indisociable de él, un Mal que no se explicita físicamente ni se encuentra necesariamente oculto esperando el momento para salir a la superficie. Es el reverso de los trágicos protagonistas de El hombre y el monstruo (Dr. Jeckyll and Mr. Hyde, Rouben Mamoulian, 1931) y El hombre invisible (The invisible man, James Whale, 1933); no ha descubierto ninguna fórmula que libere las instintos más inconfesables de su mente, ni ha adquirido ningún poder superior que le coloque por encima del resto de los mortales, justo al contrario: ha renunciado a cualquier tipo de atadura moral, social o de cualquier otra clase para rebajar la humanidad a su eslabón más primitivo, a un estado prácticamente animal en el que el afán de supervivencia y superioridad no es un riesgo sino un placer verdadero, incontestable.

Eve pronto reclamará la atención de Rainsford para explicarle sus temores: hace varios días que los dos marineros que sobrevivieron al naufragio junto a ellos han desaparecido sin dejar ni rastro y sospecha que Zaroff oculta un terrible secreto, al mismo tiempo que teme por la vida de su hermano, progresivamente hundido en las botellas de vodka que el conde le proporciona gustosamente, una idea propuesta por el productor Merian C. Cooper en desacuerdo con la imagen positiva que hasta entonces el cine había ofrecido del alcohol(ismo). Martin y Zaroff permanecerán en la inmensa sala de estar de la fortaleza cuando Eve y Rainsford vayan a descansar a sus respectivas habitaciones a través de una colosal escalera semicircular situada al fondo, pero los temores de la chica serán confirmados por un extraordinario travelling de aproximación hacia un primer plano del noble ruso que cumple a la vez una función dramática y expresiva: “Sólo después de la matanza el hombre podrá experimentar el éxtasis verdadero del amor”, había dicho poco antes el conde frente a sus invitados, y Eve y Rainsford descubrirán el verdadero significado de sus palabras cuando, esa misma noche, bajen a escondidas a las tenebrosas mazmorras del castillo en busca de la sala de trofeos de su inquietante anfitrión. Es un lugar de inequívoca atmosfera gótica dominado por sombras amenazantes, una penumbra tan literal como metafórica (la idea del descenso hacia la oscuridad remite inequívocamente a un viaje hacia los impulsos más atávicos del inconsciente) que el reflejo de una antorcha a duras penas puede penetrar. Allí descubrirán la verdadera naturaleza de las piezas de caza que colecciona Zaroff y conocerán “el juego más peligroso de todos” que practica, las cacerías humanas. El cadáver de Martin, su última presa, reposa en una camilla que cargan los sirvientes del conde; “Dígame que cazará conmigo” le dirá entonces Zaroff a Rainsford, iluminado por una imposible luz contrapicada que certifica a la vez su locura y su monstruosidad, pero la negativa de Rainsford a participar en su “partida de ajedrez al aire libre” será su sentencia de muerte y también la de Eve. Inexistente en el relato de Connell, el personaje femenino ejerce de brillante –y erótico– contrapunto a los dos antagonistas masculinos a la vez que muestra en toda su crudeza la visión masculina / machista del cine clásico de Hollywood: Zaroff la contempla como un apetitoso trozo de carne, Rainsford como un ser frágil e indefenso que necesita su protección.

La improvisada pareja dispondrá de algo de comida, un cuchillo y unas horas de ventaja antes que el conde salga a cazarlos si no quieren ser salvajemente torturados por el imponente cosaco que ejerce de imperturbable brazo derecho del conde (Noble Johnson), pero una vez en el exterior no tardarán en darse cuenta de lo desesperado de su situación: el reducido tamaño de la isla, poco más que una espesa selva rodeada de escarpados acantilados, reduce sus posibilidades de escapar con vida prácticamente a cero. Es una carrera a contrarreloj, no sólo contra Zaroff, sus inhumanos sirvientes y sus perros adiestrados, también contra los elementos, en especial “El agujero de niebla”, un paraje inhóspito y pantanoso del que nadie nunca ha conseguido escapar con vida y que la contrastada fotografía de Henry Gerrard y el brillante trabajo de dirección artística de Carroll Clark dota de un inequívoco hálito sobrenatural (que no mágico o legendario, como ocurrirá poco después en King Kong, rodada en los mismos escenarios de estudio). La modélica puesta en escena de Pichel y Schoedsack, aumenta si cabe esta sensación de terror indescriptible, convirtiendo el paisaje y la naturaleza en un agente activo del Mal, una extensión del poder maléfico de Zaroff, idea ejemplificada en el impresionante travelling hacia adelante que simula la visión aterrorizada de los dos fugitivos a través de la niebla y una espesa vegetación que parece dotada de vida propia. Las rudimentarias trampas preparadas por Rainsford para despistar a Zaroff no darán resultado pero le permitirán ganar algo de tiempo, aunque pocos minutos antes de la hora fatal –las cuatro de la madrugada– el cazador conseguirá acorralar a sus dos presas en una profunda gruta escondida detrás de una cascada, dónde Rainsford luchará contra uno de sus perros hasta ser abatido de un disparo y desaparecer en el agua. El posterior juego de miradas cruzadas en primer plano de Eve y el conde (la lujuria infernal de él, el terror indescriptible de ella) presagia el negro futuro que aguarda a la pobre muchacha, aunque Zaroff ignora que Robert sigue vivo. El enfrentamiento final entre ambos personajes tendrá lugar en la lujosa sala de estar del castillo: el cazador victorioso toca el piano con una terrorífica expresión de lascivia y satisfacción marcada en su rostro mientras espera que uno de sus sirvientes aparezca con Eve; de espaldas al balcón, no se percatará de que Rainsford se acerca sigilosamente hacia él… Sorprendido y a la vez defraudado, el conde reconocerá inmediatamente su derrota, pero segundos después (de)mostrará su falta de escrúpulos y de honor al intentar dispararle a bocajarro con una pistola que tenía escondida: los papeles de cazador y presa se intercambian por última vez y tras un violento forcejeo Rainsford conseguirá herir de muerte a su oponente con una flecha que iba destinada a él. El prodigioso plano que cierra la película muestra a Zaroff moribundo, recostado en un gran ventanal apuntando con su arco de madera a la pareja de supervivientes que se alejan hacia el horizonte a borde de una lancha motora; vencido con sus propias armas, ya sin ningún aliciente por el que vivir, se desplomará antes de disparar la flecha y será pasto de sus perros hambrientos al pie de una de las torres de su fortaleza.

  • [1]. El malvado Zaroff es la primera película como director del actor Irving Pichel (1891-1954), recordado sobre todo por su papel de criado de la Condesa Marya Zaleska en La hija de Drácula (Dracula’s daughter, Lambert Hillyer, 1936). Por su lado, Ernest B. Schoedsack (1893-1979) había participado en tres exóticas producciones a medio camino entre el documental y la ficción –Grass: A nation’s battle for life (1925), sobre el pueblo nómada persa de los bakhtari, Chang (firmada junto a Merian C. Cooper, 1927), centrado en las vivencias de una familia nativa en la selva de Siam, y Rango (1931), aproximación a las relaciones entre hombres y animales rodada en Sumatra–, así como en la (super)producción de aventuras Las cuatro plumas (The four feathers, codirigida por Merian C. Cooper y Lothar Mendes, 1929).

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  • [2]. Carlos Losilla considera que el filme es el reflejo fiel de una época de terribles convulsiones políticas, económicas y sociales y, más allá, que prefigura los horrores del nazismo y de la Segunda Guerra Mundial al presentar “el misterio insondable del mal, de la hecatombe moral que se avecinaba, investigado hasta sus mismísimas raíces” (Dirigido por, Barcelona, mayo del 2000, pág. 39).

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    FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:

    Estados Unidos, 1932. 63 minutos. B/N. Dirección: Ernest B. Shoedsack y Irving Pichel Producción: Merian C. Cooper y David O. Selznick, RKO Pictures Guión: James Ashmore, sobre el relato “La más peligrosa de las cazas” de Richard Connell Fotografía: Henry Gerrard Música: Max Steiner Dirección artística: Carroll Clark Montaje: Archie Marshek Intérpretes: Joel McCrea (Robert Rainsford), Fay Wray (Eve Trowbridge), Robert Armstrong (Martin), Leslie Banks (Conde Zaroff), Noble Jonson (Ivan), Steve Clemento (El tártaro), William Davidson (El capitán).


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