publicado el 9 de noviembre de 2010
Ejemplo canónico del cine de serie Z practicado por las pequeñas productoras independientes en los últimos años del sistema de estudios de Hollywood, El murciélago diabólico cuenta con todos los ingredientes para erigirse en obra de culto, del protagonismo absoluto de un Bela Lugosi en franca decadencia a un guión ingenuo y delirante a la par que bebe de múltiples géneros y acumula tópicos manidos uno tras de otro, pasando por una factura visual torpe y desaliñada. El inicio, de hecho, no puede ser peor, con una cita absurda que rompe el ya de por sí nimio potencial terrorífico de la trama antes de que ésta haya empezado a desarrollarse: “Todo Heathville quería a Paul Carruthers, su amable médico rural. Nadie sospechaba que en el laboratorio de su casa, en una ladera con vistas a la magnífica propiedad de Martin Heath, el doctor tenía tiempo para llevar a cabo ciertos experimentos privados”.
Pau Roig |
Aunque el título puede llevar a engaño, la película no tiene nada que ver con la más recordada interpretación de su protagonista, el vampiro creado por Bram Stoker de Drácula (Dracula, Tod Browning, 1931). Con su habitual mezcla de absurda gravedad y amanerada exageración, realzada por su torpe pronunciación del inglés, el actor de origen húngaro da vida a uno de los más desternillantes mad doctors o científicos locos de la época. Médico altruista y de maneras afables durante el día, creador de cremas, lociones y perfumes durante la noche, Carruthers tiene aún ratos libres para encerrarse en su laboratorio secreto y experimentar con la estimulación glandular de los murciélagos a través de la energía eléctrica, consiguiendo que los pequeños e inofensivos mamíferos multipliquen su tamaño en pocas horas y reaccionen violentamente al oler de una determinada fragancia de su invención: su objetivo es vengarse de los dos máximos dirigentes de la empresa de cosméticos que se ha enriquecido con sus fórmulas magistrales, Henry Morton (Guy Usher) y Martin Heath (Edward Mortimer), convertidos en apenas un año en dos notorias personalidades de la pequeña localidad de las afueras de Chicago en la que transcurre la acción. El guión de John T. Neville va directo al grano: después del innecesario rótulo explicativo del principio, muestra con todo lujo de detalles las evoluciones de Carruthers en unas instalaciones más propias de un bunker / fortaleza de lujo que de un modesto laboratorio de pueblo: sus esperpénticos diálogos con un murciélago gigantesco (que no diabólico) y los planos en los que contempla entusiasmado la exposición del animal a la estimulación glandular a través de una gruesa ventana de cristal tras haberse puesto unos aparatosas gafas de sol – más bien parece que lo esté electrocutando– permanecen como dos de los momentos álgidos de la propuesta, que pierde enteros con la presentación del resto de protagonistas, de manera especial un avispado periodista enviado a la ciudad para cubrir los ataques del murciélago, Johnny Layton (Dave O’Brien). Es como si en El murciélago diabólico convivieran dos películas distintas que no acaban de casar en ningún momento, no sólo a nivel dramático y narrativo, también a nivel expresivo: las evoluciones de Carruthers en su camino sin retorno a la locura tienen ritmo y atmósfera, y muestran un trabajo de puesta en escena y dirección menos descuidado que el resto de escenas, a partir de este momento ambientadas en su práctica totalidad en los jardines de la lujosa residencia de la familia Heath. Allí hacen guardia el reportero y su fotógrafo (Donald Kerr) esperando la reaparición del asesino volador, y allí tienen comienzo dos almibaradas –y molestas– relaciones amorosas que nada aportan al desarrollo de la acción, la de Johnny con Mary Heath (Suzanne Kaaren) y la del cámara y la atractiva criada francesa que interpreta Yolande Mallott.
“¿Es un poco fuerte, no?”, dice la que será la primera víctima de Lugosi tras haber probado la loción de afeitado experimental en la que está trabajando el médico, que le responde “No, no se preocupe, el aroma se evapora al poco tiempo” mientras un extraño brillo cruza por sus ojos: fabricada a partir de un perfume utilizado por los lamas del Tibet en sus ceremonias religiosas, la loción es en realidad un señuelo, el aviso para que el murciélago estimulado glandularmente clave sus garras en el cuello de la persona marcada. Abundan a lo largo del metraje diálogos irónicos –“Será la última loción que pruebe” es otro de ellos– que podrían dejar entrever, ya sea por casualidad y/o de manera involuntaria, una autoconsciencia paródica no exenta de cierta voluntad de reflexión: el momento en el que el cámara utiliza un murciélago disecado colgado de un hilo para conseguir la fotografía que el director del periódico le reclama de manera insistente también resulta reveladora de este hecho, como si el director Jean Yarbrough [1] pretendiera reírse de los mecanismos del género, o fuera consciente de la imposibilidad de llevar a buen puerto una historia demencial pero que se convertiría en el mayor éxito de la historia de la efímera productora y distribuidora Producers Releasing Corporation [2]. “Tengo una profunda aversión a los perfumes” exclamará horrorizado Carruthers cuando Tommy Heath (Alan Baldwin) se acerque hacia él para ponerle unas gotas de la loción, aunque segundos después no dudará en darle la mano con vehemencia, la misma mano que la potencial víctima había utilizado para ponerse la sustancia maldita: constituye con toda probabilidad uno de los goofs o errores de continuidad más míticos del cine de terror de todos los tiempos, aunque resulta difícil creer que ni el director ni los actores se dieran cuenta de tan calamitoso fallo. Las locuciones radiofónicas de un tal Profesor Percival Garland Rains (John Davidson), presentado por el periodista encargado del boletín de noticias como la mayor autoridad en el mundo animal (¿?), intercaladas en la acción de manera torpe e incluso arbitraria, ejercen también de involuntario break humorístico: Rains será el primero en descubrir el trucaje de la foto publicada en exclusiva por el Chicago Register al observar la etiqueta “Made in Japan” colgada en una de las alas del (falso) animal, aunque tras la captura del monstruoso animal por parte de Johnny tendrá que reconocer que el murciélago gigante existe (se trata, según él, del último ejemplar de una especie rarísima del Neolítico); tras escuchar atentamente sus palabras a través del aparato de radio de su laboratorio, Carruthers no dudará en calificar al profesor de “pedante” e “imbécil” en otra escena de antología que seguramente no habría podido escribir ni el mejor guionista de comedias de la época.
A medida que avanza el metraje, la vanidad y los delirios de grandeza de Carruthers se acentúan (“Sí, soy un soñador. Sueño con cosas que jamás podrá imaginar”, llegará a exclamar ante Martin Heath casi a modo de confesión), pero el personaje va perdiendo fuerza y peso ante la tenacidad incorruptible del periodista en su afán por descubrir al culpable de los ataques del murciélago. Excesivamente rebuscado y del todo improbable, el mad doctor de El murciélago diabólico carece en realidad del poder de fascinación de similares personajes de esa época; no es tanto un ser solitario y egoísta sin ningún atractivo especial sino un pobre desgraciado consumido por un odio injusto: el guión de Hampton revela enseguida que nunca fue engañado por los millonarios empresarios, sino que prefirió un adelanto de 10.000 dólares por sus fórmulas que formar parte en la recién creada sociedad (“Es como darle un hueso a un buen perro” se dirá Carruthers a sí mismo al recibir de Heath y Morton un cheque adicional de 5.000 dólares para que pueda proseguir con sus experimentos). La captura y muerte del murciélago, hacia la mitad de metraje, no será ningún problema para el personaje, que dispondrá de un nuevo y mejor ejemplar con la misma facilidad con la que se cambia de camisa, e incluso llegará a esconderlo en el maletero de su coche para evitar que Martin llegue vivo hasta su casa: por contraste con las notas humorísticas descritas con anterioridad (buscadas o no), el asesinato del patriarca de la familia Heath es de una truculencia tan primitiva como inesperada: el propio periodista y su hija recogerán su cuerpo moribundo al abrir la puerta de la mansión Heath intentando rescatarlo del ataque del animal. Pero Johnny ya ha empezado a dudar de Carruthers y sus sospechas se confirmarán cuando descubra que alguien ha cambiado la colonia de Mary por la loción after shave experimental. Decidirá entonces tender una trampa al médico: no dudará en ponerse unas gotas de perfume, pero seguidamente lanzará el resto del frasco encima de Carruthers y le obligará a sentarse junto a él en un banco del jardín a punta de pistola. El murciélago diabólico no tardará ni dos minutos en hacer acto de presencia y como mandan los rígidos cánones genéricos el científico loco será la última víctima de su creación.
FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:
EUA, 1940. 64 minutos. B/N. Director: Jean Yarbrough Producción: Jack Gallagher, para Producers Releasing Corporation Guión: John Thomas Neville, sobre una historia de George Bricker Fotografía: Arthur Martinelli Dirección artística: Paul Palmentola Montaje: Holbrook N. Todd Intérpretes: Bela Lugosi (Dr. Paul Carruthers), Suzanne Kaaren (Mary Heath), Dave O’Brien (Johnny Layton), Guy Usher (Henry Horton).