publicado el 24 de enero de 2011
William Castle (1914-1977) fue, con perdón de Roger Corman, el productor independiente más avispado de la década de 1960, probablemente también el más famoso / polémico, aunque más por sus estrategias comerciales y campañas de marketing (los llamados gimmicks) que por los valores intrínsecos de sus baratísimas producciones de terror. La primera, Macabre (1958), incluía con la entrada un seguro de vida de 1.000 dólares para los espectadores que murieran de miedo durante la proyección y marcaba ya de manera diáfana el camino a seguir. Descaradamente imitativo y rabiosamente independiente, puede parecer que el verdadero objetivo de su cine era la conversión del patio de butacas en una suerte de barraca de los horrores, en un particular “tren de la bruja” para disfrute de un público juvenil, pero Castle fue algo más que un empresario tramposo cuya imaginación desaparecía en el momento en el que se apagaban las luces de la sala y empezaba alguna de sus películas. Mr. Sardonicus es, quizá, la mejor prueba de ello.
Pau Roig |
Cuenta la leyenda que la visión por televisión de Las diabólicas (Les diaboliques, Henri-Georges Clouzot, 1955) fue determinante para que Castle y su principal colaborador de entonces, el guionista Robb White, se decantaran por el thriller y el horror. El éxito de Macabre tendría continuidad pocos meses más tarde con dos títulos populares que encasillarían para siempre a Vincent Price en el género: el primero es La mansión de los crímenes (House on haunted hill, 1959), para el que el director mandó instalar un esqueleto de plástico –el “Emergo”– que se deslizaba colgado de un hilo por encima de la platea en uno de los momentos de mayor tensión de la trama; para el segundo, The tingler (1959), hizo colocar debajo de algunas butacas un sistema llamado Precepto que generaba una pequeña descarga eléctrica sobre los incautos espectadores en ellas sentados. Su siguiente incursión en el género, 13 fantasmas (13 ghosts, 1960), no estaba a la altura de las circunstancias pero cosechó un éxito tan grande o más gracias a un nuevo sistema bautizado como Illusion-O: el espectador podía elegir si quería ver los fantasmas del título utilizando unas gafas parecidas a las de las proyecciones 3D –rebautizadas para la ocasión como “ghost viewers” (algo así como “detectores de fantasmas”)– que se entregaban con la entrada. Meses después Castle estrenaba su particular explotación de Psicosis (Pyscho, Alfred Hitchcock, 1960), Homicido (Homicidal, 1961), cuyo máximo reclamo comercial era el llamado “Fright Break” (“La pausa del miedo”), momento en el que se detenía la proyección y los espectadores que estuvieran demasiado asustados para seguir viendo la película podían salir de la sala y pedir el dinero de la entrada; a cambio, tenían que esperar hasta el final en el llamado “Coward’s Corner” (“El rincón de los cobardes”). Ya sin la colaboración de White, el realizador estrenaría ese mismo año Mr. Sardonicus, cuyo gimmick consistía en dejar en manos del público el destino final del villano protagonista mediante un rudimentario sistema bautizado como “Punishment poll” (“Voto de castigo”): antes del final, el propio Castle aparecía en la pantalla y preguntaba a la audiencia qué suerte debía correr el protagonista utilizando unas tarjetas fosforescentes con un dedo pulgar hacia arriba y otra con un dedo pulgar hacia abajo, aunque parece ser que sólo filmó un final. Tras una incursión en el cine británico saldada con un estrepitoso fracaso crítico y comercial –la parodia The old dark house (1963), remake del filme de idéntico título firmado por James Whale en 1932 auspiciado por la Hammer Films–, Castle volvería a su terreno para copiar sin rubor el estilo y las características de ¿Qué fue de Baby Jane? (What ever happened to Baby Jane?, Robert Aldrich, 1962) en uno de los vehículos más delirantes nunca construidos para lucimiento de Joan Crawford, El caso de Lucy Harbin (Strait-jacket, 1964): falto de ideas con las que asustar a los espectadores, el reclamo consistió esta vez en la distribución entre el público de hachas de cartón manchadas de sangre. Curiosamente (o no), su siguiente incursión en el terror digamos psicológico, The night walker (1964), estrenada sin campaña promocional de ninguna clase pero con Barbara Stanwyck y Robert Taylor de protagonistas, se convertiría en un sonoro fracaso comercial y ejercería en cierto modo de punto de inflexión en su carrera: los tiempos ya estaban cambiando y sus posteriores incursiones en el género –Jugando con la muerte (I saw what you did, 1965), Let’s kill uncle (1966) y The spirit is willing (1967)– pasarían bastante desapercibidas.
A primera vista, puede resultar extraño que en el momento de máxima popularidad como director y productor Castle se uniera al escritor Ray Russell (1924-1999) para la adaptación de uno de sus primeros y más celebrados relatos, “Sardonicus”, publicado en el número de enero de 1961 de la revista Playboy [1], dando cuenta no tanto de su versatilidad y buen ojo comercial como de unas inquietudes no tan inéditas en su filmografía como pudiera parecer: el realizador y productor ya había sido uno de los principales impulsores de la obra maestra de Orson Welles La dama de Shanghai (The lady from Shanghai, 1947), igual que algunos años más tarde sería el productor de La semilla del Diablo (Rosemary’s baby, 1968), aunque en esta ocasión fue obligado a ceder la dirección a Roman Polanski por orden de la distribuidora Paramount. Su última realización generaría aún más dudas sobre sus verdaderas inquietudes y objetivos: Shanks (1974) es un fascinante –aunque fallido– cuento macabro sin apenas diálogos protagonizado por el mimo Marcel Marceau, y supuso un auténtico suicidio comercial en la época en la que El exorcista (The exorcist, William Friedkin, 1973) arrasaba en la taquilla. Tras el fin de su relación profesional con el guionista Robb White, lo cierto es que el “fichaje” de Russell puede entenderse como un salto cualitativo en su filmografía pero sin renunciar al estilo y las características de sus anteriores producciones, dotándolas, eso sí, de una mayor densidad y de una base narrativa y dramática más sólida y elaborada, aspecto que por desgracia no tendría la deseable continuidad en su obra posterior. La trama ideada por el escritor no deja de ser una truculenta puesta al día de algunos de los recursos y temas recurrentes de la novela gótica de finales del siglo XVIII (aunque la acción transcurre en el XIX), con su mansión siniestra repleta de secretos, habitaciones cerradas y pasadizos oscuros y su doncella inocente en peligro, y conecta perfectamente con títulos como Macabre, House on haunted hill o 13 fantasmas. Al mismo tiempo, Mr. Sardonicus es también una recreación perversa, llevada al extremo, de 'El hombre que ríe' / 'L’homme qui rit' de Victor Hugo (publicada por primera vez en 1869) que entronca, más a nivel estético-ambiental que narrativo, con las exitosas adaptaciones de relatos de Edgar Allan Poe realizadas por Roger Corman en la misma época. La diferencia substancial respecto al drama francés estriba en la naturaleza malvada y depravada de su protagonista: el Barón Sardonicus (Guy Rolfe) era años atrás un humilde campesino llamado Marek que pagó muy caras sus ansias de riqueza; al desenterrar el cuerpo de su padre fallecido para recuperar un billete de lotería premiado su rostro quedó perpetuamente descompuesto en una horrible mueca, la misma mueca de espanto que un terrible rigor mortis había conferido al cadáver (“los labios muertos extendidos en una sonrisa constante que congelaba el alma”). Aunque pudo volver a hablar, ningún médico pudo ayudarle a recuperar la apariencia normal y oculto tras una máscara tan inexpresiva como inquietante –más cercana a la de Christine de Ojos sin rostro (Les yeux sans visage, Georges Franju, 1960) que a la de 'El fantasma de la ópera' de Gaston Leroux– se fue volviendo más cruel y terrible con el paso de los años. Millonario pero solo, adquirió el título de Barón, se cambió el nombre [2] y se instaló en una inmensa mansión aislada en la que poder dar rienda suelta a las vejaciones y las torturas más inimaginables con la complicidad de su criado Krull (Oscar Homolka), a quién llegaría a arrancar un ojo en un ataque de furia.
Perfectamente construido y menos efectista de lo que puede parecer en un primer momento, el guión de Russell retrata con precisión la mente enferma de Sardonicus y el universo tenebroso e incluso terrorífico que ha construido a su alrededor, contrapuesto en todo momento al amor que su esposa Maude (Dalton), obligada a casarse con él por las deudas de su padre, y un médico recién llegado al castillo para curar la deformidad de su rostro, Sir Robert Cargrave (Ronald Lewis), sienten el uno por el otro desde que se conocieron años atrás. Precisamente una carta de ella ha motivado el viaje del cirujano a una remota villa de Europa bautizada con el nombre imaginario de Gorslava, un lugar inhóspito y de ecos legendarios que remite, quizá a modo de homenaje, a la localidad ficticia de Visaria en la que transcurrían El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale, 1931) y sus continuaciones. En su única incursión en el género, Oscar Homolka ofrece el contrapunto a ambos mundos con su extraordinaria interpretación más de esclavo que de criado: “Hago todo lo que me ordena, sin importarme lo que sea”, le dirá al recién llegado poco antes que éste haya encontrado a la doncella de Maude (Lorna Hanson) atada de pie en su habitación con la cara llena de sanguijuelas porque Sardonicus quería experimentar con ella los resultados de la “medicina natural”. Toda la trama gira alrededor de la lucha desigual entre el horror exterior pero también interior que representa el Barón y la pureza y la honradez que representan el médico y Maude, una mujer que odia a un hombre que hace tiempo que renunció al amor y a la felicidad para encerrarse en las sombras de su alma podrida. Sardonicus no dudará en utilizarla como moneda de cambio para chantajear a Robert, que descubrirá finalmente la manera de curar al personaje: enfrentándolo a sus propios demonios, al cadáver putrefacto y desencajado de su progenitor, escondido en una habitación cerrada con un candado del que sólo el Barón tiene la llave (“Mi recordatorio de la avaricia terrestre y de la mortalidad, mi némesis, mi demonio”). Tras haber engañado al Barón durante días haciéndole creer que trabajaba en una fórmula basada en un veneno indígena capaz de provocar la muerte instantánea por la total relajación de los músculos, le inyectará agua en el rostro con una aguja hipodérmica y lo encerrará a oscuras en la habitación maldita tras haberlo atado a una silla frente al cadáver. Sardonicus no podrá soportar el horror de la situación y el horrible rictus de su rostro desaparecerá. Robert y Maude podrán escapar así de sus garras, aunque el personaje constatará pocas horas después que no puede abrir la boca, decisión mayoritaria de la votación (ficticia) del público: Castle estaba convencido que los espectadores fustigarían sin piedad al malvado personaje con el antes mencionado “voto de castigo”, una molesta e innecesaria interrupción / intromisión en el desarrollo de la trama que precede el precioso pero terrible plano final: Krull come vorazmente los deliciosos manjares preparados para Sardonicus, delectándose en la derrota definitiva de su amo, que trata en vano de abrir su boca con las manos mientras un pavor indescriptible se va apoderando de su rostro.
FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:
EUA, 1961. 89 minutos. B/N. Dirección y producción: William Castle, para William Castle Productions Guión: Ray Russell, sobre su relato homónimo Fotografía: Burnett Guffey Música: Von Dexter Dirección artística: Cary Odell Montaje: Edwin Bryant Intérpretes: Oscar Homolka (Krull), Ronald Lewis (Sir Robert Cargrave), Audrey Dalton (Maude Sardonicus), Guy Rolfe (Barón Sardonicus), Vladimir Sokoloff (Henry Toleslawski), Erika Peters (Elenka), Lorna Hanson (Anna).