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la dvdteca del profesor legendre

publicado el 24 de enero de 2011

Bizarre Frankenstein

Publicada en 1818, la inmortal novela de Mary Shelley Frankenstein o el moderno Prometeo suscitó muy tempranamente el interés del séptimo arte, siendo adaptada en numerosas ocasiones durante el cine mudo antes que James Whale se encargara de su primera versión oficial, El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931). Sin embargo, igual que otro personaje mítico por autonomasia de la literatura y el cine de horror, Drácula, los dos protagonistas de la obra –el científico obsesionado con la creación de vida artificial y la criatura monstruosa pero de buen corazón resultado de sus experimentos– pronto serían pasto del cine comercial de la más baja estofa y protagonizarían algunas de las más demenciales producciones de la historia.

1. El mito (des)contextualizado: Frankenstein en la época contemporánea


La hija de Frankenstein

Con perdón de Herbert L. Strock –I was a teenage Frankenstein (1957), producción AIP que el Profesor siempre ha considerado un (pseudo)drama generacional con risible coartada fantacientífica–, Richard Cunha y Howard W. Koch serían dos de los primeros cineastas en abordar con cierto rigor pero nula imaginación una modernización que la novela de Mary Shelley parecía pedir a gritos. La hija de Frankenstein (Frankenstein’s daughter) y Frankenstein 1970 (Id.), de 1958, beben tanto del citado filme de Strock como de La maldición de Frankenstein (The curse of Frankenstein, Terence Fisher, 1957), título decisivo del horror moderno que confería a la obra todo el potencial subversivo, negro y descarnado que el cine le había negado hasta entonces, respetando su ambientación decimonónica pero traicionando en buena medida su espíritu original (igual que había hecho James Whale a otros niveles). Seguramente a causa de la falta de presupuesto y de recursos, La hija de Frankenstein transcurre en la ciudad de Los Angeles durante la época contemporánea y presenta a uno de los primeros descendientes / seguidores de los experimentos del Dr. Frankenstein que pronto invadirían las pantallas: Oliver Frank (Donald Murphy, en su única incursión en el género), ayudante de un científico anciano y afable (Felix Locher), obsesionado, como no podía ser menos, en emular y superar a cualquier precio los logros de su antepasado. Obra de un director de fotografía, guionista y realizador que firmaría seis películas en apenas cinco años –cuatro de ellas en 1958, la que nos ocupa más She demons, Giant from the unknown y Invasión a la luna (Missile to the moon)– pero que no volvería a participar en ninguna otra producción, el filme se sitúa en la órbita de los cócteles de terror, drama romántico-juvenil y música rock‘n’roll auspiciados en la misma época por la citada American International Pictures; la acción rara vez se mueve de la mansión del científico y su desarrollo es tan torpe que ni siquiera invita a la risa: ningún personaje actúa de manera lógica o sensata (tanto si opera como si utiliza un misterioso fluido de su invención los resultados de los experimentos de Frank son siempre desastrosos) y el diseño de la criatura a la que hace referencia el título, obra de Harry Thomas, es uno de los más demenciales de esos años: cuenta la leyenda que la primera vez que vio al monstruo el director salió corriendo del set de rodaje y se puso a llorar. Algo similar debió pasar por la cabeza del gran Boris Karloff al contemplar el desastroso resultado de Frankenstein 1970, una producción modesta pero con muchos más recursos que la anterior –ocho días de rodaje y 110.000 dólares de presupuesto– pero incapaz, más allá del estimulante empleo del CinemaScope, de sacar ningún provecho de sus potenciales elementos de interés. El principal, un argumento que ofrecía la posibilidad de jugar con el cine dentro del cine y de reflexionar sobre la decadencia y la evolución del horror clásico, con un equipo de televisión que rueda una adaptación de la novela de Mary Shelley en el castillo que el último descendiente de la familia Frankenstein (Karloff, interpretando por única vez al personaje) tiene en Alemania; el dinero del alquiler servirá al científico para instalar un reactor nuclear que dará vida al humanoide creado por un antepasado suyo a partir de fragmentos de distintos cadáveres. El guión de los especialistas Richard Landau y George Worthing Yates aglutina de manera ingenua y mecánica referencias a anteriores aproximaciones al personaje (la tenebrosa cripta de ecos góticos en la que reposan todos los antepasados del Barón… ¡Junto a la criatura resultante de sus experimentos!), mientras el trabajo de dirección de Koch hace aguas por todos lados tras la vigorosa escena inicial (que corresponde en realidad a una escena filmada por el equipo televisivo). Consciente probablemente del desaguisado en el que se había metido, Karloff sobreactúa de manera tan torpe y desganada que la facilidad con la que obtiene nuevos órganos para completar su experimento, llegando a hipnotizar y asesinar a su mayordomo (Norbert Schiller) y a su administrador (Rudolph Anders), sólo puede calificarse de absurda.

2. Italia se escribe con F


El castillo de Frankenstein

Tendrían que pasar aún algunos años para que la obra de Mary Shelley abandonara los terrenos de una tímida, aún desengelada evolución del horror clásico para adentrarse de lleno en el puro delirio / disparate psicotrónico, y probablemente no había mejor país para esta particular y perversa catarsis que Italia, escenario único e irrepetible de tres joyitas del cine basura, El castillo de Frankenstein (Il castello delle donne maledette, Robert H. Oliver), Lady Frankenstein (La figlia di Frankenstein, Mel Welles y Aureliano Luppi), de 1971, y Frankenstein 80 (Mario Mancini, 1972). Las dos primeras acarrean todavía hoy problemas de paternidad, hasta cierto punto lógicos teniendo en cuenta la magnitud de la tragedia. Robert H. Oliver es, según la mayoría, el seudónimo utilizado por el productor Dick Randall (a su vez nombre artístico de Irving Reuben), aunque hay quién apunta también a la participación del director italiano Gianni Vernuccio; por lo que respecta a Mel Welles, no se sabe a ciencia cierta si era un director norteamericano que hizo fortuna en la serie B y la serie Z europea o si fue el seudónimo adoptado por el productor alemán Ernest von Theumer (el otro director acreditado, Aureliano Lippi, no participaría en ninguna otra producción).

El castillo de Frankenstein
(conocida internacionalmente como Frankenstein’s castle y Frankenstein’s castle of freaks) propone una de las más subnormales variaciones nunca vistas sobre el personaje creado por Shelley (aunque en justicia hay que reconocer que en el título original el nombre de Frankenstein no aparece por ningún lado); absurda, grosera y torpe a más no poder, sigue los experimentos que un enloquecido conde (Rossano Brazzi) realiza en el sótano de su castillo con un acumulador de electricidad capaz de revivir a los muertos, pero centra también parte de su interés en las ridículas peripecias de un enano (Michael Dunn) expulsado del castillo por su falta de discreción a la hora de robar cadáveres del cementerio del pueblo y de un hombre de Neanderthal que responde al nombre de Ook (el italiano Salvatore Baccaro, escondido detrás el demencial seudónimo de Boris Lugosi) que vive en una cuevas prehistórica y es el directo responsable de una serie de violaciones y asesinatos investigados por el inspector de policía de turno (Edmund Purdom, figura recurrente y seguramente indispensable del cine comercial italiano de más baja estofa). Ni siquiera las gratuitas dosis de erotismo, con el bochornoso baño de la hija del científico (Simonetta Vitelli, oculta tras el seudónimo de Simone Blondell) y de su amiga Krista (Christiane Royce) en un manantial de agua caliente ante la mirada del enano como punto culminante, levantan el interés.


Lady Frankenstein

Mucho más interesante y truculenta resulta Lady Frankenstein, una descarada explotación comercial de los filmes sobre el personaje producidos por la Hammer Film durante esos años cuya tendencia al efectismo de brocha gorda y a la violencia gratuita aparece atenuada, magnificada incluso, por la impagable y morbosa presencia de Rosalba Neri (Sara Bay para las copias distribuidas fuera de Italia), en menor medida también por su competente acabado técnico. La atractiva actriz italiana interpreta a la hija del Dr. Frankenstein (inesperada intervención de Joseph Cotten, en un papel alimenticio que no llega a la media hora); obsesionada tras la muerte de su progenitor en crear una nueva criatura artificial a partir de trozos de distintos cadáveres, no dudará en utilizar el cerebro del que fuera su ayudante (Paul Muller), locamente enamorado de ella, para conseguir sus propósitos. Lo curioso del caso (o no), es que Tania Frankenstein no busca vengarse ni dominar el mundo: sus objetivos son más mundanos, por decirlo de alguna manera, como ejemplifica un demencial clímax final en el que creadora y creación sucumbirán a la ira de los habitantes de un pueblo cercano al castillo familiar mientras retozan lujuriosamente en una cama que será su lecho de muerte.

Frankenstein ’80 (también conocida con el título español Mosaico Frankenstein) culmina nuestro pequeño viaje a la Italia bizarra. Única incursión en la dirección del operador de cámara y director de fotografía Mario Mancini, propone como única novedad la existencia de un suero que elimina el rechazo de los órganos trasplantados y pone el acento en los contenidos eróticos y violentos que Shelley habia elidido con pudor y sensatez: privado del don de la palabra y sin el menor poder de fascinación, el monstruo creado a partir de trozos de distintos cadáveres responde aquí al nombre de “Mosaico” y es un monigote despiadado (Xiro Papas, figura recurrente de la serie Z italiana) con una enfermiza obsesión por las mujeres –incluso llegará a violar a una prostituta antes de estrangularla– y al que ni siquiera su creador (anecdótica intervención de Gordon Mitchell) podrá parar los pies. Dejando de lado las involuntariamente cómicas escenas de las muertes (la de la carnicería es de antología, con la criatura golpeando a la dependienta con un hueso enorme antes de desnudarla), el resto del metraje no puede cogerse por ningún lado, de las absurdas investigaciones del inmaculado protagonista (John Richardson) y sus evoluciones amorosas con la sobrina de Frankenstein –la atractiva Dalila Di Lazzaro, vista poco después en Carne para Frankenstein (Flesh for Frankenstein, Paul Morrissey, 1973) en la piel de una versión femenina del monstruo–, hasta las intervenciones caricaturescas de un inspector de policía (Renato Romano) que como medida de presión para resolver el caso prohibirá fumar a los policías a su cargo.

3. Frankenstein en la serie Z norteamericana


Blackenstein

Agotados los decadentes horrores góticos europeos, la obra de Mary Shelley encontraría refugio en la industria independiente de Canadá y Estados Unidos, dónde viviría una larga agonía antes que Kenneth Branagh le diera el golpe de gracia definitivo con una de las más pedantes, condescendientes y absurdamente trascendentales aproximaciones a la historia. El científico obsesionado con la creación de vida artificial, así, sería el protagonista directo o indirecto de Frankenstein on campus (también conocida como Flick, Gilbert W. Taylor, 1970), Blackenstein (William A. Levey, 1973) y La isla de Frankenstein (Frankenstein island, Jerry Warren, 1981), tres producciones de presupuesto ínfimo sin otra pretensión que la rentabilidad (¿supervivencia?) económica. Ninguna de ellas resiste ni el más caritativo de los análisis, aunque la producción de Taylor sobresale ligeramente por encima de las otras dos: ambientada en una universidad canadiense durante el final de una de las décadas más turbulentas del mundo contemporáneo, marcada por las funestas consecuencias de la guerra del Vietnam y la lucha por los derechos civiles, muestra la rivalidad de un apuesto descendiente de Frankenstein –aquí el personaje, interpretado por Robin Ward, ni siquiera ostenta el título de doctor– con uno de los profesores del campus (Sean Sullivan) en relación a unos experimentos sobre el control de la mente relacionados con la zona “tri-genital” del cerebro (?¿?). El desarrollo de la acción, con la venganza del protagonista contra los presuntos responsables de su expulsión de la universidad por un caso de tráfico de drogas, depende de manera prácticamente exclusiva de farragosos diálogos, aunque es justo señalar algunos estimulantes apuntes psicodélicos durante la celebración de una fiesta / concierto e incluso una escena de antología (la lucha entre un perro y un gato cuyos cerebros han sido manipulados por Frankenstein). Los continuos desnudos de la novia de Frankenstein (la rubia Kathleen Sawyer: en la mayoría de escenas en las que aparece va vestida únicamente con unas chillonas gafas de sol) ayudan a mantener el interés; Viktor se niega siempre a quitarse la ropa, hecho irrelevante hasta una sorpresa final inesperada y bastante imaginativa que pone en entredicho –de manera gratuita, eso sí– todo lo expuesto hasta entonces.

Blackenstein
, por su lado, constituye una pedestre explotación comercial de Drácula negro (Blacula, William Crain, 1972), inscrita en la efímera efervescencia del cine blaxploitation (películas realizadas por y dirigidas a la gente de color) junto a títulos como Grita, Blácula, grita (Scream, Blacula, scream, Bob Kelljan, 1973), La venganza de los zombies (Sugar Hill, Paul Maslansky, 1974) o Dr. Black, Mr. Hyde (William Crain, 1976). Más allá de su epatante título, no presenta relación alguna con el original literario de Mary Shelley y sigue las vicisitudes de un soldado que perdió los dos brazos y las dos piernas en Vietnam (Joe De Sue), que a petición de su novia, la Dra. Winifred Walker (Ivory Stone), aceptará someterse a un revolucionario tratamiento de cirugía descubierto por el Dr. Stein (John Hart); locamente enamorado de Winifred, el ayudante de Stein (Roosevelt Jackson) modificará la “fórmula mágica del ADN” descubierta por el científico para convertir al desgraciado exmilitar en un monstruo enorme y sediento de sangre. Imposible de analizar ni siquiera a la luz de las más básicas reglas de la narrativa audiovisual, la trama acumula situaciones absurdas una tras otra con una falta de sutileza exasperante (empezando por el la falta total de sentimientos y emociones de la criatura): nadie explica de dónde provienen las cuatro extremidades que el científico ha trasplantado al pobre tullido, y ninguno de los protagonistas se molestará en encerrarlo bajo llave ni sospechará de él tras la aparición de dos detectives que investigan una brutal ola de asesinatos. Los verdaderos protagonistas de la función son unos efectos de maquillaje pretendidamente truculentos (obra de Gordon Freed) que sólo pueden calificarse de vergonzosos.


Frankenstein 1970

Para terminar, La isla de Frankenstein es, aún con diferencia, el peor de los títulos aquí analizados. Supone la última incursión en la dirección de Jerry Warren (1925-1988), psicotrónico especialista a evitar escrupulosamente que volvió al cine tras más de quince años alejado de la dirección como si el tiempo no hubiera pasado, como si el terror y la ciencia ficción no hubieran evolucionado desde medidos de la década de 1960, época en la que incluso los productores y distribuidores independientes más rastreros e ineptos conseguían estrenar sus producciones de serie Z en circuitos independientes y pequeñas ciudades. Escrita por él mismo con el seudónimo de Jaques Lecouter, la producción –según el Profesor no puede ni debe considerarse una película– yuxtapone una tribu de amazonas vestidas con bikinis de leopardo de origen extraterrestre, un grupo de muertos vivientes (re)convertidos de guardias de seguridad y un científico que ha vivido doscientos años gracias a transfusiones de sangre y que responde al nombre de Von Helsing (George Mitchell), casado a la sazón con la hija del Dr. Frankenstein, Sheila (Katherine Victor, rostro habitual en la filmografía del director, recordada sobre todo por su papel protagonista en The wild world of Batwoman, de 1966), una científica de lo más improbable que sueña con culminar los experimentos de su desaparecido progenitor. El fantasma de Frankenstein, en forma de cabeza gigante y con los rasgos de John Carradine, aparece sobreimpresionado de repente en algunos planos dejando ir peroratas absurdas que entorpecen aún más el ya de por sí imbécil desarrollo de los acontecimientos. Actores recurrentes de la serie B y la serie Z estadounidense y europea como Robert Clarke, Steve Brodie, Cameron Mitchell y Andrew Duggan deambulan perdidos por el metraje maldiciendo el día que aceptaron participar en tamaño juego de despropósitos.


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