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publicado el 15 de julio de 2013

Sueño y sofisticación

Caso único e irrepetible en la historia del cine, la primera película sonora del danés Carl Theodore Dreyer (Copenhagen, 1889-1968) es, al mismo tiempo, un fascinante experimento sobre las posibilidades oníricas, fantásticas del medio cinematográfico, y una aproximación hipnótica –y radicalmente moderna– al mito vampírico. Coetánea en el tiempo a la primera adaptación cinematográfica oficial de la novela 'Drácula' de Bram Stoker, La bruja vampiro va mucho más allá de cualquier producción terrorífica en su afán de representar algo tan inasible, pero al mismo tiempo tan identificable, como el horror metafísico. Avanzada aún a nuestro tiempo, su importante fracaso comercial mantendría al cineasta alejado del cine durante más de una década –aunque regresaría en 1943 con una obra maestra tan rotunda como Dies irae (Id., 1943)– y su influencia en el cine de terror posterior tardaría muchos años en empezar a ser asimilada.

Pau Roig |

Dreyer se encontraba en uno de los momentos más dulces de su carrera tras la impresionante acogida de La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc, 1927) y acometió la realización de su siguiente filme, su primer filme sonoro, con total libertad. La bruja vampiro, pese a todo, no hubiera existido sin la financiación de un noble ruso aficionado al cine –y gran admirador de la obra de Dreyer–, Nicolas Louis Alexandre de Gunzburg (1904-1981); a cambio de producir la película, el quinto Barón de Gunzburg pudo ver realizado el sueño de convertirse en un actor, oculto bajo el seudónimo de Julian West para evitar problemas con su familia, aunque no participaría en ninguna otra producción cinematográfica, convirtiéndose con el paso de los años en un afamado editor de revistas de moda en Estados Unidos. “La bruja vampiro es un tema original que mi amigo Christen Jul sacó de nuestra imaginación, partiendo de algunos elementos preexistentes. Lo que para empezar me atrajo más de este tema fue una imagen que yo tenía; algo en blanco y negro. Pero no estaba aún tan definida como un estilo, y este estilo es lo que Rudolph Maté y yo tratábamos de encontrar” [1]. Dreyer se refiere al principio de esta cita a la obra del escritor holandés J. Sheridan Le Fanu (1814-1973), concretamente a la antología 'In a glass darkly' [En un cristal misterioso, 1872], que incluye algunos de sus relatos sobrenaturales más conocidos, como “Carmilla”. Fascinados por el particular, ominoso estilo literario de Le Fanu, el guionista Christen Jul (1887-1955) y el realizador trataron de captar su particular atmósfera entre onírica y fantasmagórica llevándola a un terreno cercano a la pura abstracción, contando para ello –detalle nada baladí– con actores en su mayor parte no profesionales (sólo Sybille Schmitz y Maurice Schutz contaban con experiencia delante de las cámaras) y con un largo plan de rodaje en riguroso orden cronológico para el que se desestimó el sonido directo para otorgar la máxima libertad de movimientos posible a la cámara.

En un sentido estricto, La bruja vampiro no adapta ningún relato de Le Fanu en concreto, trata de capturar su esencia buscando un determinado efecto artístico definido por el propio Dreyer con estas palabras, que según Tomás Fernández Valentí dirigió a su equipo antes de haber rodado ningún plano del filme: “Imagínese que estamos sentados en una habitación, una habitación ordinaria, normal. De pronto nos enteramos que detrás de la puerta hay un cadáver. Al instante la habitación en la que nos encontramos queda totalmente alterada; todo en ella tiene otro aspecto; la luz, la atmósfera han cambiado, aunque físicamente sean las mismas. Esto es porque nosotros hemos cambiado y los objetos son como nosotros los concebimos. Este es el efecto que yo quiero conseguir para mi película” [2]. Toda una declaración de intenciones, una invitación hacia lo desconocido, evidente ya en los rótulos que nos invitan a adentrarnos en el filme: “Esta es la historia de las extrañas aventuras del joven Allan Grey. Sus estudios sobre el satanismo y el vampirismo de siglos pasados hicieron de él un soñador para el que la frontera entre lo real y lo sobrenatural se volvía cada vez más tenue. Una tarde, en uno de sus paseos sin rumbo, se encontró delante de una posada solitaria próxima a la villa de Courtempierre”.

Allan Grey (Julian West), de hecho, es visualizado más como una suerte de alma en pena, de fantasma, que como una persona real de carne y hueso: su presencia se adivina etérea, observa, contempla, pero nunca llega a intervenir directamente en los misteriosos hechos de los que vamos a ser testigos. En palabras de David Pirie, La bruja vampiro “está construida a la manera de un ritual hermético del que el protagonista está continua y absolutamente excluido. Es como un autor, rodeado por los fantasmas de su propia imaginación, vestido de manera formal y discreta, lo que le distingue inmediatamente de los demás personajes. Nada de lo que él haga o diga parece tener efecto en ellos, y significativamente, la escena en la que tiene una intervención más directa (el entierro) resulta ser una pesadilla (…) En otras circunstancias, esta técnica podría haber provocado un distanciamiento, pero en este caso contribuye enormemente al carácter extraño y envolvente de la historia: el hecho de que el héroe no parezca tener ninguna relación definida con lo que está pasando sirve para que el efecto total sea aún más perturbador” [3]. El horror, parece decir Dreyer, está más directamente relacionado con la mente del individuo (del espectador en este caso) que con los acontecimientos que tienen lugar a su alrededor.

Allan Grey, en efecto, parece flotar por los escenarios de la acción, testigo mudo de la influencia progresiva que un Mal apenas esbozado pero terrible ejerce a su alrededor. La misma noche de su llegada a la posada, sin ir más lejos, recibirá la extraña e inesperada visita de un hombre mayor que parece aterrorizado (Maurice Schutz): “Ella no debe morir” serán sus únicas y enigmáticas palabras, mientras sus desplazamientos por la habitación van acompañados por el deslizamiento imposible de su propia sombra por el techo; seguidamente, entregará al protagonista un sobre que sólo puede ser abierto después de su muerte. Es el principio de un viaje tenebroso a las profundidades de la noche, conformado a partir de una sucesión de imágenes sin aparente relación entre sí pero que lenta e inexorablemente empiezan a adquirir sentido en la mente de los espectadores: siguiendo misteriosas sombras que sólo él parece poder ver, almas que quizá han abandonado sus cuerpos para siempre, Allan Grey será testigo esa misma noche de la inquietante aparición de un granjero que lleva una enorme guadaña (¿la Muerte?), transportado por un barquero a través de un río oscuro que bien podría ser la laguna Estigia que marca el paso del mundo de los vivos al mundo de los muertos en la mitología griega. Las misteriosas evoluciones de un médico siniestro que sólo realiza sus visitas de noche (Jan Hieronimko), la muerte del misterioso “invitado” de la habitación de Grey de un disparo, la misteriosa enfermedad que padece una de sus atractivas hijas sin que nadie pueda hacer nada para ayudarla... Un cúmulo de visiones, sueños o premoniciones que llevarán al protagonista a abrir el sobre, entregándose inmediatamente a la lectura del libro que contiene: 'Die seltsame geschichte der vampyre' ['La extraña historia del vampiro'] de Paul Bonnard: “Durante las noches de luna llena, los muertos, atormentados a causa de los actos atroces que habían cometido a lo largo de su vida, salían de sus tumbas para chupar la sangre de criaturas y jóvenes para así prolongar su sombría existencia. El Príncipe de las tinieblas es su aliado y compañero y les otorga su poder”. A partir de este momento, el misterioso libro irá puntuando toda la trama, y a través de él, nunca de los diálogos entre los personajes, conoceremos la existencia de Marguerite Chopin (Henriette Gérard), una bruja que murió años atrás sin arrepentirse de sus terribles pecados y que fue enterrada en tierra sin consagrar. Su malvada influencia amenaza ahora la vida de las dos hijas del hombre fallecido, Giséle (Rena Mandel) y sobretodo Léone (Sybille Schmitz), incapaz de deshacerse de su influjo (“Si al menos pudiera morir…”).

A diferencia de Drácula (Dracula, Tod Browning, 1931), el vampirismo es contemplado pues como una suerte de posesión diabólica no muy alejada de un enfermizo estado mental, como una invitación irrefutable al Mal que todos llevamos dentro. Bien y Mal, de hecho, en ningún momento chocan en la gran pantalla, ni el protagonista alcanza ni por asomo la condición de héroe, y con ella de férreo defensor del orden moral y social imperante, al que parecía destinado igual que el Profesor Van Helsing imaginado por Bram Stoker. Para conseguir mostrar aquello que no se puede mostrar porqué no existe, Dreyer convierte el espacio diegético en un laberinto sin lógica aparente: las referencias espacio-temporales y el tiempo de las imágenes no coinciden siempre con el desarrollo del argumento, muchos montajes en paralelo muestran acciones desconcertantes que quizá no están teniendo lugar de forma simultánea, aquí y allá aparecen sombras y reflejos que no responde a ninguna presencia física que podamos identificar... Ningún detalle es dejado al azar: todo en el filme (la duración concreta de cada plano, los movimientos de los actores a través de unos decorados en su mayor parte situados en escenarios reales, los desdoblamientos recurrentes de los personajes y de sus sombras, los movimientos parsimoniosos pero envolventes de cámara, la elaborada partitura musical de Wolfgang Zeller) va encaminado a insinuar un horror indefinible, aunque su poder de sugestión no sería el mismo sin la fotografía de Rudolf Maté (nacido Rudolf Mayer, 1898-1964). En activo desde 1920 y desde finales de la década de 1940 convertido en uno de los más solventes realizadores de la serie B estadounidense, Maté ya había colaborado con Dreyer en La pasión de Juana de Arco, aunque es en este filme dónde su colaboración llega a la máxima expresión, a una simbiosis irrepetible que se sitúa a la vanguardia estética de la época, trascendiendo los logros “expresionistas” conseguidos años atrás por directores de fotografía alemanes como Fritz Arno Wagner o Karl Freund. Tratando de captar la luz adecuada para cada secuencia, el rodaje transcurría en su mayor parte a primera hora de la mañana coincidiendo con la salida del sol, factor que explica en buena medida por qué La bruja vampiro tardó cerca de un año en ser filmada.

La posible herencia del mal llamado “cine expresionista”, referente estético ineludible del cine de terror norteamericano de esa década, además, pronto se desvanece, los violentos choques de luces y sombras de títulos como El gabinete del Dr. Caligari (Das cabinet des Dr. Caligari, Robert Wiene, 1920) o Nosferatu, el vampiro (Nosferatu, eine symphonie des grauens, F. W. Murnau, 1922) se disuelven en una inmensa gama de matices gris. El propio Dreyer explica cómo él y Maté consiguieron el particular, y único estilo del filme: “Por lo general, se encuentra el estilo definitivo de un filme al término de pocos días. Aquí lo encontramos en seguida. Empezamos a rodar el filme –empezando por el principio– y en uno de los primeros visionados de tomas noté que una de ellas estaba en gris. Nos preguntamos por qué, hasta que me di cuenta de que provenía de una falsa luz que se había proyectado sobre el objetivo. El productor del filme, Rudolph Maté y yo estudiamos esa toma en relación con el estilo que buscábamos. Finalmente nos dijimos que todo lo que había que hacer era repetir, cada día, el sencillo accidente. Desde entonces, para cada toma dirigimos una falsa luz al objetivo proyectándola a través de un velo que devolvía la luz a la cámara” [4]. Los planos, con la cámara en continuo movimiento, tienen un inequívoco valor narrativo pero al mismo tiempo que contribuyen a realzar la atmósfera de extrañeza del conjunto, otorgándole su simbolismo definitivo, como puede apreciarse en su progresivo subjetivismo, pero dejando al mismo tiempo una duda irresoluble en la mente del espectador: ¿estamos siendo testigos de las ensoñaciones del protagonista, viendo hechos que realmente sólo están teniendo lugar en su cabeza, o por el contrario nos estamos adentrando realmente en un mundo situado más allá de la realidad tangible?

Dreyer rompe de forma abrupta el punto de vista digamos objetivo, onírico si se quiere pero objetivo, que había mantenido durante los primeros minutos del metraje en la que probablemente sea la secuencia más recordada e impresionante de toda la película: tras quedarse dormido en el banco de un parque, Allan Grey será testigo de su propio entierro, y no sólo eso, sino que la propia cámara, y con ella los espectadores, experimentarán el indecible horror del entierro en vida en una secuencia que sólo Roger Corman se atrevería a recrear, y treinta años más tarde, en La obsesión (Premature burial, 1962). Mediante una sencilla pero muy efectiva sobreimpresión vemos cómo la imagen del protagonista se desdobla: su cuerpo físico permanece sentado en el banco (en forma translúcida, igual que su doble), durmiendo plácidamente, mientras que “su cuerpo espiritual” se levanta para iniciar un viaje a la oscuridad, una suerte de proyección astral que le llevará a una habitación misteriosamente desnuda con un ataúd en el suelo; al abrirlo, se encontrará cara a cara con sí mismo. Los criados (o esclavos) de la bruja vampiro cerrarán rápidamente la caja, que cuenta con una mirilla de cristal que deja ver perfectamente los ojos abiertos pero muertos del cadáver, momento en el que Dreyer corta a un plano subjetivo radical que nos muestra la visión descentrada desde el interior del ataúd, alternada en los instantes siguientes con un primer plano del rostro de Allan visto a través de la mirilla. El sueño, pesadilla, o visión se desvanece cuando la comitiva fúnebre pasa precisamente al lado del banco en el que Allan está durmiendo; el protagonista vuelve a estar despierto (o despierto dentro del sueño que podría ser todo el filme), ya es consciente, al fin, de la naturaleza del Mal al que se enfrenta y conoce también la manera de destruirlo, un honor que, siguiendo la caracterización fantasmal de su personaje, no le corresponderá a él sino a uno de los criados de Giséle y Léone (papel interpretado por Albert Bras). Tras ayudarlo a apartar la gruesa lápida de piedra que cubre la tumba de Marguerite Chopin, Grey ayudará al sirviente a clavar una larga estaca de hierro en el corazón de la bruja vampiro, destruyendo para siempre la terrible amenaza que representaba: su cuerpo privado del descanso eterno se convertirá en pocos instantes en un esqueleto, momento en el que Dreyer corta a un plano medio de Leóne incorporándose sobre su cama, hasta hace poco su lecho de muerte, con una indescriptible sensación de alivio y felicidad marcada en su rostro. “Mi alma está libre” exclamará en lo que parece un éxtasis místico de claras connotaciones religiosas. Las nubes negras que hasta ese momento cubrían el cielo empiezan a disiparse, la tumba de la bruja está sellada de nuevo y para siempre, y sus criados / esclavos tienen las horas contadas: el rostro de la bruja aparecerá de repente sobreimpresionado en la ventana de la casa del siniestro médico, reclamando que lo acompañe al infierno al que pertenece. Su ayudante, un centinela / soldado con pata de palo que tiene un papel más que enigmático en la trama, morirá de forma casi inmediata al caer por las escaleras en una escena que transcurre fuera de campo (Dreyer muestra el resultado de la venganza final de la vampira, nunca sus ataques); peor suerte correrá el doctor, que se ha escondido en un molino de harina en el que no tardará en perecer sepultado, una escena de una contundencia estremecedora que no por casualidad es mostrada de forma paralela al feliz viaje en barca de Allan y Giséle a través del río y después a través de un bosque en el que la niebla se levanta para dar paso a los rayos del sol. “Nuestra primera idea fue hacer desaparecer al viejo médico en la tierra, tragado por arenas movedizas, pero no podíamos usar esa idea, pues era demasiada peligrosa para el actor. Teníamos que encontrar alguna otra cosa. Un día, volviendo a París después de la jornada de rodaje, mientras hablábamos de lo que haríamos, pasamos por una casita que parecía llena de llamas blancas. Como no teníamos nada que hacer y no habíamos encontrado cosa alguna, entramos en la casita y dentro comprendimos que era una pequeña fábrica de yeso. Todo el interior era blanco, todas las cosas tenían un baño de polvo blanco y también los obreros eran blancos. Todo participaba de una atmósfera extraordinariamente blanca. Esto lo utilizamos como punto de partida para otro elemento estilístico del filme. La fotografía gris, la luz blanca; así quedó, definitivamente, la tonalidad del film. Porque de cada uno de estos estilos hicimos un tercer estilo: el del mismo filme” [5].

  • [1]. “Carl Dreyer” en SARRIS, Andrew, Entrevistas con directores de cine, Madrid: Editorial Magisterio Español, 1971, págs. 29 y ss.

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  • [2]. Véase FERNÁNDEZ VALENTÍ, Tomás, “Cine fantástico: la desnaturalización del género”, en Dirigido por, núm. 191, Barcelona (Mayo de 1991), pág. 64.

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  • [3]. El vampiro en el cine, Madrid: Centropress, 1977, pág. 47.

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  • [4]. Entrevistas con directores de cine, Op. Cit., pág. 30.

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  • [5]. Entrevistas con directores de cine, Op. Cit., pág. 30.

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    FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:

    Alemania / Francia, 1932. 73 minutos. B/N. Dirección: Carl Theodor Dreyer Producción: Carl Theodore Dreyer y Julian West [Nicolas Louis Alexandre de Gunzburg], para Tobis Filmkunst Guión: Christen Jul y Carl Theodore Dreyer, sobre relatos de J. Sheridan Le Fanu Fotografía: Rudolph Maté Música: Wolfgang Zeller Dirección artística: Hermann Warm Montaje: Tonka Taldy Intérpretes: Julian West (Allan Grey), Maurice Schutz (El señor), Rena Mandel (Gisèle), Sybille Schmitz (Léone), Jan Hieronimko (El médico), Henriette Gérard (La anciana del cementerio), Albert Bras (El sirviente).


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