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publicado el 28 de febrero de 2011

Allanamiento de mirada

Alberto Romo | El díptico La herencia Valdemar (2010) y La herencia Valdemar II: La sombra prohibida (2010) de José Luís Alemán, que reseño en este mismo número, aspiraba a propiciar un resurgimiento de la tradición fantaterrorífica ibérica en su versión más canónica (incluida presencia de su más reconocible factótum, el finado Jacinto Molina), si bien sus paupérrimos resultados artísticos y comerciales bien podrían cavar su propia fosa mortuoria -al menos a la espera de un nuevo intento de resurrección, cada vez más improbable-. La que indudablemente sí parece bien muerta y enterrada tras el fiasco de la película, y no seré yo el que lamente la pérdida, es la reciente ola de goticismo ultraortodoxo que arreció el género fantástico nacional la pasada década, siguiendo la estela del fulgurante éxito de Los otros (2001) de Alejandro Amenabar. Apenas tres años han transcurrido entre el estreno del melodrama goticista El orfanato (2007) de Juan Antonio Bayona, último gran éxito de la tendencia, y el estrepitoso fracaso de La herencia Valdemar. Un breve lapso de tiempo que constata la radical metamorfosis del cine de terror español, transformado de manera camaleónica para adaptarse a una situación de crisis profunda que está gestando una sociedad resentida y ávida de catárticas emociones extremas. Secuestrados (2010) de Miguen Ángel Vivas se suma a propuestas renovadoras como Rec (2007) de Jaume Balagueró o Buried de Rodrigo Cortés (2010) que, espoleadas por la crisis y conciliando a público y crítica, parecen confabular para generar un furibundo y renovador torbellino de cine de género destinado a barrer la espesa y mortecina niebla de hálito gótico que reposaba sobre el escenario genérico patrio e impedía apreciar y desarrollar aquellas visiones más heterodoxas y estimulantes.

A diferencia de la convención del relato gótico clásico, reverencialmente respetada en películas como las antes citadas de Alemán o Bayona, en la película que nos ocupa ningún atribulado personaje se dirige a perturbar el reposo de una etérea entidad maligna que espera, acechante, en una enorme y vetusta mansión. Aquí acontece justo lo contrario: es lo maligno quien invade, sin ser invitado, otra mansión de proporciones igualmente desmesuradas, pero tan plausible y creíble como el mal que la violenta. La mansión es un lujoso chalet, los protagonistas una familia burguesa (Guillermo Barrientos, Manuela Vallés y Ana Wagener) y lo ominoso poco tiene de sobrenatural: se trata de un trío de desalmados malhechores cuyo fin es hacerse con la máxima cantidad de dinero secuestrando a la desdichada familia. Una audaz inversión de las convenciones genéricas en consonancia con una propuesta rupturista que transgrede muchos de los tópicos asociados al cine de terror, pese a no renegar de un buen número de referentes dentro del género y de partir de un argumento que poco tiene de novedoso. Tal vez su más claro antecedente fílmico sea el de Funny Games (Id., 1997), la obra maestra de Michael Haneke, un film que relata sucesos similares. Como Haneke, Miguel Ángel Vivas evita los artificios propios del cine de consumo contemporáneo y frustra sistemáticamente las expectativas del espectador, aquellas conformadas por el excesivamente complaciente y adocenado cine estadounidense, dejándole desamparado ante el carrusel de atrocidades que desfila ante sus atónitos ojos. Tampoco se proporciona una explicación psicológica o social a lo acontecido, lo cual ha enervado los ánimos de aquellos que consideran que el cine debe incluir un mensaje aleccionador al abordar cuestiones de calado social. Pero Vivas va más lejos que el Haneke de Funny Games en su búsqueda de la máxima verosimilitud y pureza al no apelar como él al metalenguaje (con aquel personaje que se dirigía directamente al espectador o el momento en que la película es “rebobinada”...). De esta manera induce una experiencia de inmersión completa que ya quisieran alcanzar los oportunistas impulsores de las costosas tecnologías tridimensionales y demás ingenios digitales. En este sentido, y con gran acierto, el film ha sido comparado con la mentada Buried al ser ambas películas de bajo presupuesto pero capaces de ofrecer intensas experiencias que se perciben como vividas en directo, casi en primera persona.

El recurso del plano secuencia –doce de ellos, ejecutados con milimétrica precisión, articulan la película- no está al servicio de un exhibicionismo gratuito. Es la herramienta que permite a Vivas afianzar la total implicación del espectador. Puede decirse que secuestra durante el tiempo que dura la proyección la mirada de los espectadores, que se apropia de ellas para forzar a la audiencia a visualizar lo narrado mientras permanece atrapada en el incesante flujo de imágenes, sin posibilidad alguna de huida. Los intentos de fuga a través de la elipsis o el cambio de plano son abortados de raíz. El espectador se convierte de esta forma en un testigo directo y mudo de los acontecimientos, pero también en un perverso voyeur que no puede apartar la mirada de unos hechos que le cautivan de manera enfermiza. Habrá quien reproche a la película, y seguramente no le falte algo de razón, la búsqueda del morbo y un sensacionalismo más bien facilón empleado como señuelo con el que llamar la atención de espectadores y medios de comunicación. También puede tildarse de xenófoba la decisión de que el único delincuente con el que los secuestrados –y por consiguiente los espectadores- sean capaces de sentir una cierta empatía sea, “casualmente”, el único de nacionalidad española. Pero, a mi modo de ver, prima una total honestidad y la férrea voluntad de mostrar a una audiencia insensibilizada por unos mass media sin escrúpulos ni principios éticos, una incómoda realidad en toda su descarnada crudeza, sin filtros morales, estéticos e ideológicos.

Los principales méritos de Secuestrados, controversias argumentales o conceptuales aparte, deben buscarse en su impecable factura y en la gran habilidad de Vivas como inconmensurable narrador cinematográfico. Música, interpretaciones, dirección o fotografía funcionan como los engranajes de un mecanismo que marcha con la precisión de un reloj suizo. El director se muestra especialmente inspirado al plasmar en imágenes momentos que expresan cómo la cotidianidad de una familia adinerada es brutalmente desfigurada, hasta el punto de convertirse en una grotesca caricatura de sí misma, para lo cual llega a añadir algunas pinceladas de humor malsano, negrísimo, que se (con)funden con el más destilado terror que domina el metraje. Son pasajes que se encuentran entre lo más memorable no sólo de la película, sino de todo el cine de género reciente: uno de los delincuentes revisa y acicala la maltrecha apariencia del cabeza de familia antes de salir a la calle, como si de una madre y un hijo obediente se trataran, llegando incluso a limpiar con su saliva la sangre coagulada del rostro de la víctima; otro de los secuestradores se hace un hueco en el sofá, entre madre e hija, mientras ve un programa del corazón en la televisión y consume patatas chips; el mismo individuo se hace pasar por el respetable padre de familia, obligado a fingir una normalidad en imparable proceso de descomposición…



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