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publicado el 23 de junio de 2011

Cuando un thriller deviene pantomima

Lluís Rueda | Hay directores con un determinado talento para colapsar la gran pantalla de cosquilleantes sensaciones con apenas elementos, con una capacidad de síntesis acorde a la capacidad metafórica de cada instante fílmico y con la determinación de saber explicar historias de un modo diferente y revelador. Así creíamos que era Joe Wright, un director alejado de cierta soberbia hedonista o, en todo caso, un trilero refinado, refinadísimo, de mente ágil y capacidad hipnótica. Así creíamos entender a Joe Wright, el realizador de las estupendas Orgullo y Prejucio (Pride and prejudice, 2005) o Expiación, más allá de la pasión (Atoment, 2007), pero con Hanna, su nueva y radical propuesta, ha conseguido que nos replanteamos la percepción de lo que antes nos deslumbró y acaso nos pareció fuera de toda sospecha. La determinación de crear un thriller a contracorriente, provocador, e impertinentemente distanciado de toda regla estética nos conduce a señalar los desaguisados que todo autor en formación deja atrás cuando se considera intocable, inalcanzable, superdotado e, incluso, impertinente. Joe Wright se ha puesto el cine de acción por montera y ha jugado a hibridar la historia de una niña diferente, inadaptada y pseudosalvaje, con un cuento perverso cargado de alegorías, gags demenciales y saltos al vacío que se nos antojan tan suicidas como cargados de innecesaria irreverencia. Alguien me comentó al salir de la sala de cine que en Hanna convivían dos, tres o cuatro películas al unísono y que éstas nunca ligaban en algo coherente, y no le faltaba razón. Si bién nos convence el sensacional arranque del filme en el que se nos presenta a Hanna (Saoirse Ronan) como una niña asilvestrada que ha sido entrenada como una máquina de matar por su padre, un exagente de la KGB interpretado por el solvente Eric Banna, pronto el filme se ramifica en un cóctel de referencias que deja entrever títulos como Nikita (Nikita, la femme, 1990), El Caso Bourne (The Bourne Identity, 2002) de Doug Liman o Corre, Lola Corre (Lola Rennt, 2002) de Tom Tykwer pero lejos de ser fiel a los esquemas del trhiller tradicional Wrigth somete a su film a una extraña genuflexión cargada de ínfulas indies y a un estricto lifting que persigue una extrañeza poética anómala en el conjunto, casi lacerante. Esta decisión errónea malogra todo cuanto de poderoso y sincero tiene un filme que consigue sus mejores aciertos cuando distribuye con paciencia la mecánica de la acción y la poética arrebatadora de la mirada de la estupenda actriz Saoirse Ronan.

En su periplo iniciáico, Hanna, que podría pasar tanto por la soñadora niña de Tideland (Id., 2005) de Terry Gilliam tanto como por el niño robot de Inteligencia artificial (A.I. Artificial Intelligence, 2002) de Steven Spielberg, resulta un personaje maltratado por un director que cree poseer la capacidad para dominar la pantomima del absurdo y lo grotesco como si fuese un Michael Winterbotton o una Sofía Coppola, y esta circunstancia, créame sería totalmente respetable si Wrigth también asumiese que a la vez no puede ser Paul Grengass o Luc Besson.
Mala política la de anestesiar un filme trepidante y crear una odisea new age que se jacta de coquetear con algunos destellos kubrickianos e hibridarlos con parcialidad sonrojante a cierto material de derribo de los hermanos Cohen. El problema de Hanna no es su hábil idea de otorgar la banda sonora a The Chemical Brothers (elemento que funciona, y de qué manera) o de buscar un acabado exquisito con la complicidad de la fotografía de Alwin H. Kuchler. El principal error del filme de Wright, es que el periplo de Hanna por Marruecos y España (cliché bochornoso al margen) resulta tan tedioso, beodo y extraño a sabiendas (en el sentido de extrañeza como impostura autoconsciente), que cuando el filme (el thriller que el realizador a aparcado durente una hora de su película) regresa para condensarse en un tramo final sobrio y, diría, de enorme nivel, el espectador ha abandonado, ha dimitido del juego de espejos tan hiriente. Resulta un tanto injusto que el filme nos deje el poso contaminante de su elenco de villanos vergonzantes; ese trío conformado por un rubio tenista afeminado secundado por dos skin heads (sic), un Cate Blanchett que parece parodiar al personaje que ella de Irina Sapalko que ella misma interpretó en Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, 2008) de Steven Spielberg; los pasajes por una España poblada de gitanos rumanos bailando flamenco que a ratos parece diluirse en una suerte de Verano Azul bastardo; el aprendizaje zen de Hanna en la caravana de una familia hippie, broches tumafactos, impostura vácua y torticera. Entiendo que el espectador debe poner en tela de juicio ciertas decisiones de Joe Wrigth, un sólido director capaz de crear un fabuloso clímax final, como aquel en un parque de atracciones abandonado a las afueras de Berlín, pero al que cierta orgullosa tozudez le ha llevado a malograr una película que podía haber marcado tendencia en la historia el thriller moderno.


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