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publicado el 5 de julio de 2011

Carrusel Cinematográfico

Alberto Romo | Un portentoso pórtico nos introduce de lleno en la atribulada vida de Bazil (Dani Boon), protagonista absoluto de la función. Son apenas diez minutos de secuencia precréditos, en los que el director Jean-Pierre Jeunet se vale de una precisa (y preciosa) caligrafía cinematográfica, y una inusitada capacidad de síntesis narrativa, para concatenar dos sucesos que marcarán a fuego la vida de Bazil: el primero, acontecido cuando todavía es un niño, acarrea la muerte de su padre artificiero a causa de una mina que intentaba desactivar; y el segundo, cuando ya es adulto, en el que una escaramuza entre delincuentes armados acabará con una bala alojada en su cerebro, amenazando con liquidar su vida en cualquier momento. Sin diálogos, y sin apenas música, esta secuencia -que bien podría constituir en sí misma una impecable película en formato cortometraje- evidencia el innegable talento de Jeunet para facturar sofisticadas filigranas visuales de ritmo huracanado y vocación hiperbólica, capaces de entroncar con el humor físico del slapstick añejo de los cartoons de Tex Avery, o del cine silente de Buster Keaton, Harold Lloyd o su admirado Charles Chaplin. Éste último es homenajeado por Jeunet de manera más que evidente en las escenas que siguen, en las que nos muestra a un Bazil “charlotado”, sin hogar ni dinero, vagando por las calles parisinas.

Estos pasajes que suceden a los créditos, de una ingenuidad y cursilería que llegan a ser insultantes –Bazil sonríe complacido y saluda a los acomodados pasajeros de una embarcación que recorre el Sena, mientras él apenas puede paliar el frío inclemente en la rivera del río-, nos devuelven al Jeunet más empalagoso (y temible) de Amelie (Le fabuleux destin d'Amélie Poulain, 2001). Son escenas que ya empiezan a revelar las habituales dificultades del cineasta galo a la hora de acometer largometrajes con el mismo poder de convicción y fascinación con el que asombraba en los ochenta mediante sus reputados cortometrajes – y que conserva en secuencias “autónomas” dentro de sus largos, como la comentada de precréditos-. Las sospechas de estar asistiendo a una mera sucesión de elaboradas set pieces, cuidadosamente envueltas en un recargado diseño de producción, apenas hilvanadas por una tenue línea argumental y conducidas por unos personajes que no son más que estrambóticos títeres mecidos por las azarosas turbulencias del relato, no hacen más que acrecentarse a medida que avanza la película.

Podría decirse que Jeunet traslada a los espectadores a un frenético carrusel de feria, en el que se encuentran rodeados por imágenes fulgurantes e hipnóticas, y arrastrados por su endiablado sentido del tempo cinematográfico. Algunos de estos espectadores pueden sentirse engañados al pensar que, a pesar de la sensación de incesante movimiento percibida en el tiovivo regentado por Jeunet, no están en realidad dirigiéndose hacia ningún lado sino dando vueltas en círculo. Estos detractores no dudarán en acusar a Jeunet de astuto vocero de feria cuya principal intención es atraer a los incautos a su artefacto que, pese a sus pretensiones de denuncia social (dirigida contra los grandes negocios de venta de armas), y su relumbrón esteticista, resulta a la postre banal, errático y predecible. Pero también habrán otros, entre los que me incluyo, que afirmarán todo lo contrario: aun considerando las ínfulas sociales del film, Jeunet es honesto, no pretende engañar a nadie al reivindicar el cine entendido como un medio de entretenimiento, como una evolución, por la vía del refinamiento estético, del viejo espectáculo de feria o de un circo que, en su caso, se diría de cinco pistas. Según este razonamiento, cabe considerar al francés como un sucesor remoto de pioneros, compatriotas suyos, como los hermanos Lumière o George Mèliés, personalidades para las que el cinematógrafo era un espectáculo de ilusionismo, de magia –en el sentido más amplio de la palabra-, destinado a disparar la capacidad de asombro del espectador, y doblegar su voluntad de racionalizar lo que está contemplando. Intentar mantener la inocencia infantil de un arte que demasiadas veces parece (prematuramente) envejecido, a vueltas de todo, no es tarea fácil y está llena de peligros difíciles de esquivar, pero debe ser estimada en su justa medida.

Alberto Romo


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