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publicado el 12 de noviembre de 2005

La naturaleza cruel de la infancia

Tras la estela de la referencial ‘El experimento del doctor Quatermass’ (‘The Quatermass Experiment’, 1955), de Val Guest, ya en la recta final de la década de los cincuenta, surgieron una serie de filmes británicos de ciencia ficción (abanderados por productoras como Eros Film o la mismísima Hammer) que supusieron un punto y aparte respecto a las películas de invasiones extraterrestres rodadas en Estados Unidos bajo la sombra omnipresente de la Guerra Fría. Filmes como ‘Without a Face’ (1957) de Arthur Crabtree , ‘The Strange World of Plane X’ (1957), de Gilbert Gunn o ‘The Trollenberg Terror’ (1958), de Quentin Lawrence, intensificaron sus dosis de sordidez y comenzaron a apostar por un discurso más truculento y menos contextualizado (parcialmente alejado de lecturas sociopolíticas) que el de referenciales obras fantacientíficas como ‘La invasión de los ultracuerpos’ de Don Siegel (‘Invasion of the Body Snatchers’, 1956) o la más modesta movimonster ‘La humanidad en peligro ’ de Gordon Douglas (Them!, 1954)

Lluís Rueda | El proceso de regeneración de la nueva Sci-Fi [1] estuvo ligado a su encuentro con el cine de terror. Pronto filmes como La morte viene dallo spazio (1958), de Paulo Heusch, El criminale de la Galaxia (1960), de Mario Bava o El pueblo de los malditos (The village of the damned, 1960) de Wolf Rilla, apostarían definitivamente por la hibridación de géneros, aunque en este caso el filme dirigido por Rilla, al contrario que los trabajos próximos a la ciencia ficción de los directores italianos, se caracterizaría por su estética elegante, austera y bastante alejada de la grandguingolesca puesta en escena de la mayoría de los exploits italianos.

La vía británica poco tenía en común con la mutación comercial, que al igual que en el caso de la industria transalpina, muchas veces mejoraba el producto original. Aspectos como el tono intimista, los paisajes de calles o páramos desolados y una cierta sensación de amenaza intangible, se convertirían pronto en señas de identidad de una nueva manera de abordar la ciencia ficción dajando atrás la aparatosa iconografía estadounidense (platillos, grandes catástrofes, bestiario intergaláctico…) y desmarcándose de la desacomplejada space opera incipiente en Italia.

El pueblo de los malditos es paradigmática como película de serie B. La puesta en escena sobria, los trabajados elementos dramáticos y un gusto indisimulado por lo sugestivo, hacen de ella una obra meritoria que disimula su condición humilde con gran solvencia creativa. Podríamos definirla como un cinta de horror constumbrista o como una película que funciona en los márgenes de la ciencia ficción, aunque lo que realmente la hace única, y casi una obra adelantada a su tiempo, es su valentía a la hora de adentrarse en terrenos tan escabrosos como el desorden ético materno-filial e incluso la finalidad última del papel de la familia [2].

El pueblo de los malditos es paradigmática como película de serie B, la puesta en escena sobria, los trabajados elementos dramáticos y un gusto indisimulado por lo sugestivo, hacen de ella un trabajo meritorio que disimula su condición humilde con gran solvencia creativa.

La película fue producida por la división inglesa de la MGM, y el guión lo firmaron Stirling Slliphant, Wolf Rilla y George Barclay (Roland Kinnoch) según la novela Los cuclillos de Midwich, escrita por John Wyndham.Los acontecimientos se centran en Midwich, un pueblo tranquilo de la campiña inglesa, donde de pronto se suceden una serie de desmayos: todos los habitantes caen en un profundo sueño durante horas. Midwich queda aislado por una cúpula invisible que supone la pérdida de conciencia para aquel que la atraviese, bien por tierra o por aire. Un aparatoso accidente de autobús, un grifo abierto que inunda una pila o un tractor dando vueltas en círculo alrededor de un árbol, son algunas de las imágenes que Rilla elige para subrayar la desolación de la aldea. Al cabo de un tiempo los habitantes de Midwich se despiertan y todo aparentemente vuelve a la normalidad: los afectados no recuerdan nada de lo ocurrido. El ejército retira su contingente y todo vuelve a su cauce hasta pasados unos días. Posteriormente los acontecimientos se precipitan y todas las mujeres fértiles del pueblo quedan misteriosamente embarazadas. La sordidez de la secuencia nocturna donde decenas de mujeres deambulan para visitar el hospital es simplemente espeluznante. Particularmente dura es la secuencia de una de las adolescentes que llora desconsolada. La joven perjura su castidad ante la mirada atónita del médico; ni tan siquiera el sacerdote encuentra una explicación para su embarazo, y es que lo que podría presumirse como un masivo milagro mariano, queda rápidamente aparcado en aras de lo científico: el enfoque del filme no lleva a engaños y rápidamente el Dr. Zallaby (George Sanders), cuya mujer Anthea (Barbara Shelley) también ha quedado encinta, asume el protagonismo desde una postura científica descartando otros planteamientos argumentales de índole metafísica o religiosa.

Una vez las mujeres dan a luz, quedan aparcados los miedos sobre la naturaleza monstruosa de las criaturas; aparentemente son niños sanos de aspecto ario, aunque pronto el Dr. Zallaby halla en su hijo David los suficientes elementos de juicio para diagnosticar que los niños son especiales: extremadamente inteligentes, independientes, fríos y con extraordinarios poderes telequinésicos. Apenas siendo un bebé, David atenta contra su madre manipulándole la voluntad y escaldándole brutalmente el brazo con agua hirviendo. Desde ese momento, Anthea desconfía de su hijo y comienza a tenerle miedo. A medida que los niños crecen se reagrupan en una especie de guetto y atentan contra todo ser que consideren una amenaza para sus planes; unos planes de los que nunca llegamos a saber detalles, de hecho resulta un secreto que va paralelo a la naturaleza de los niños (cuya procedencia podría ser de orden interplanetario, e incluso diabólico).

La gran virtud del filme de Rilla está en su depurado guión, centrando su particular apocalipsis en la perturbada realidad de una familia culta y acomodada (a la manera de la posterior La profecía, The Omen, 1976) de Richard Donner y renunciando a un discurso coral que empobrecería la fuerza que transmiten unos protagonistas con los que es fácil identificarse. La simpleza y la efectividad del filme en planos como aquellos que aislan a madre e hijo en una habitación, donde ella disfraza su miedo de forzado cariño tras una mirada terrorífica (a resaltar la capacidad gestual de Barbara Shelley, portentosa), denotan el equilibrio de contención, la capacidad metafórica de las imágenes de El pueblo de los malditos. Y es que Rilla no necesita más que apoyarse en la gélida presencia de los niños para trasmitir terror: sus miradas, sus cínicas sonrisas o su modo de caminar hacia la escuela, con paso firme bajo sus abrigos negros ante la mirada de estupor de los habitantes de Midwich.

Un ejemplo de la desazón que produce la impotencia de los protagonistas ante la violencia arbitraria de los "cuclillos" queda patente en una secuencia a la salida del juzgado, donde uno de los habitantes que ha acusado con el dedo a los niños albinos es obligado literalmente a volarse los sesos en un fuera de campo que pone los pelos de punta a través del rostro desencajado de Barbara Shelley. La intriga está hábilmente dosificada y nos conduce hasta un extraordinario final en el que los niños encerrados en la escuela pondrán a prueba la capacidad mental de el Dr. Zellaby, momento bien ejemplificado por Rilla a través de la idea visual de un muro de piedra que ha de aguantar las envestidas telequinésicas de los niños.

Aún hoy en día sigue siendo un filme efectivo cuyo mensaje apocalíptico, nihilista y brutal nos sigue dejando literalmente helados. La capacidad de los niños para comunicarse como un solo ente de voluntad inquebrantabe pone en tela de juicio todos y cada uno de los modelos familiares e incluso sociales; la maternidad pasa a ser un mero proceso fisiológico y deviene aséptico.

El pueblo de los malditos no ofrece efectos especiales, ni forzadas piruetas argumentales; su mérito principal se halla en la sabia combinación de humildad y un escrupuloso trabajo actoral. Aún hoy en día sigue siendo un filme efectivo cuyo mensaje apocalíptico, nihilista y brutal nos sigue dejando literalmente helados. La capacidad de los niños para comunicarse como un solo ente de voluntad inquebrantable pone en tela de juicio todos y cada uno de los modelos familiares e incluso sociales; la maternidad pasa a ser un mero proceso fisiológico y deviene aséptico, el padre se convierte en un enemigo contra el que competir y los pequeños "cuclillos" encarnan a una raza superior para la que los sentimientos no suponen una ventaja convivencial, sino un obstáculo. Y es que los niños crecen a un ritmo acelerado, y su edad mental es claramente adolescente, lo que nos llevaría una lectura de conflictos generacionles para la ocasión disfrazada de amenaza intergaláctica.

La crítica está ahí. Más allá de el rostro de los querubines infernales, hay un mensaje que pone en tela de juicio los férreos modelos sociales, y si se me apura una clara (y obscena) provocación que engarza con la naturaleza del diferente, con la apariencia frágil y distanciada de los ‘cuclillos’. Algo así como la venganza de aquellos niños que en todas las aulas han sido objeto de burlas y crueles comentarios, una sublevación de los ‘raros’. Este último aspecto, entre otras ambigüedades que rodean el filme, lo convierten en una pieza proclive a la enumeración de interpretaciones. Otro elemento a destacar es el papel de los otros niños del pueblo, brutales y desafiantes, que provocan a los cuclillos en una secuencia concreta con rostros de ira y balonazo incluido, y a diferencia de sus padres, atemorizados, parecen no tenerles miedo: Rilla vuelve a reiterar la crueldad de los niños en general, tanto la de los pequeños ‘normales’ como la de unos seres autónomos que sólo ven peligro real en el egoísmo de los adultos.

En 1995 el director estadounidense John Carpenter realizaría un remake de El pueblo de los malditos, mucho más visceral que su precedente, e incidiendo en los aspectos más turbios de la novela de Wyndham: el tono es algo más caústico que el de su predecesora e introduce una variante en la historia: uno de los ‘cuclillos’ pierde a su hermana en el parto y sobrevive al final gracias a su empatía con los humanos. Por lo demás, estamos ante un digno remake que genera cierta distensión con respecto al original sin renunciar a la sofisticada textura de serie B que Carpenter sabe imprimir incluso a sus proyectos más caros.

Entre las variantes que El pueblo de los malditos generaría en el futuro, me gustaría destacar el homenaje inconfeso que Narciso Ibañez Serrador realizó en su segunda y última obra para la gran pantalla, ¿Quién puede matar a un niño? (1976), un filme extraordinario que obvia la variante Sci-Fi y sitúa a una comunidad de niños asesinos en una isla perdida de la costa levantina y que fue estrenada en el mercado estadounidense precisamente bajo el título de Island of the Damned. Mucha menos incidencia tendría la comercial y anodina Los chicos del maíz (Children of the Corn, 1984) de Fritz Kiersch, obra que generaría una saga francamente prescindible.

Tras el filme de Wolf Rilla, en 1963, Anton M. Leader realizaría otra variante del libro de John Wyndham bajo el nombre Childrem of the Damned; en ella seis niños de diferentes razas y gran poder destructivo serán tutelados por cientifícos de la Unesco con la intención de sacar réditos militares. El filme tiene una lectura política indisimulada (volvemos a retomar los avatares de la Guerra Fría), y como única e interesante novedad ofrece una escenografía más gótica y una mayor insistencia en el plano fijo y el ritmo acompasado con el fin de enfatizar la fantasmal figura de los niños.

  • [1].La ciencia ficción en los años cincuenta es todavía un género en construcción que imita otros modelos: tal y como apunta Gerard Lenne en su libro Cine fantástico y sus mitologías existe un carácter híbrido del género que oscila principalmente entre el terror, el western y el cine de aventuras. Su "teoría heteróclita" define la ciencia ficción como como un género inevitablemente especulativo.

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  • [2]. En el futuro, el cineasta canadiense David Cronenberg abordará sin tapujos las relaciones insanas entre padres y "criaturas" utilizando las herramientas de la ciencia-ficción en su película Cromosoma 3. Como resultado, el director crearía una de sus películas más radicales e hipnóticas insistiendo en el aspecto "saturniano" de las relaciones paternofiliales. Las lacerantes relaciones de ciertas "criaturas" con su madre humana, podrían interpretarse como una interesante vuelta de tuerca a El pueblo de los malditos.

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    Bibliografía:
    Rumbo al infinito: las películas de ciencia-ficción. Pablo Herranz. Ed. Middons
    Ciencia-ficción Europea, Revista de cine Nosferatu (n.34, 35).


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