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publicado el 5 de agosto de 2011

Spielbergland y el ser que cayó a la tierra

Que la ciencia ficción y, en especial, la temática ufológica vuelven con renovado interés a nuestras pantallas es un hecho y, en esa tesitura, un filme como Super 8 cae entre los aficionados al género como un maná necesario, esperado y casi bendecido desde su gestación. Pero el nuevo filme de J. J Abrams, lejos de optar por un estilo y unas texturas acordes a cierta new wave del cine de invasiones alienígenas, en gran medida saturada de tópicos efectos visuales (otrora modernidad digital) y material de derribo bélico (veáse a modo de ejemplo Skyline (Id., 2010) de Colin Strause o Invasión a la tierra (Battle: Los Angeles, 2011) de Jonathan Liebesman) ha preferido aliarse con ese sujeto que convierte el cine en alquimia y reviste nuestros sueños y pesadillas de pura emoción: desde luego, me refiero a Steven Spielberg.

Lluís Rueda | Es preclaro que Super 8 es un filme-homenaje a la obra sci-fi del realizador de Inteligencia Artificial, y tan palmaria es la influencia, la impregnación y la voluntad de reconstruir una mitología única que podemos decir que la propuesta de J. J. Abrams debe entenderse como el colofón a una obra que arranca con Encuentros en la tercera fase(Close Encounters of the Third Kind, 1977), toca la gloria con E. T.(E.T. the Extra-Terrestrial, 1982), y se dilata, ya en plena modernidad, con tres piezas maestras sci-fi para tiempos desencantados y, en cierto modo, obtusos (me refiero a la década del 2000) en los que se cuestiona la obra, talento y sentido de la oportunidad del 'Rey Midas' de Hollywood: ahí están Inteligencia Artificial (A.I. Artificial Intelligence, 2001), Minority Report (Id., 2002) y La Guerra de los mundos (War of the worlds, 2005) (obra a revindicar hasta el desaliento). Entender Super 8 como el filme que glosa la carrera de un realizador-productor superlativo es una buena manera de adentrarnos en una cinta que, ya les adelanto, se concede aromas embriagadores y texturas que podrían evocarnos la idea de una vieja película Super 8, familiar e íntima, hallada en el fondo de una antigua cómoda.

Super 8 recrea tres décadas de buen cine fantástico y coloca picas en lugares comunes con el objeto de trazar ese recorrido emocional por el que también asoman pulsiones aventurescas herederas de Los Goonies (The Goonies, 1985) de Richard Donner (escrita y producida por el propio Spielberg) y que incluso nos invita a descubrir algún que otro guiño a La Niebla (The Fog, 1980) de John Carpernter. La pericia como realizador de J. J. Abrams, maestro aventajado del suspense y garante de buen ritmo cinematográfico, asegura una capacidad contrastada para envolver el filme de grandiosidad, una grandiosidad que atesora Super 8, pero que siempre está subordinada a un ADN spielbergiano. Por ello, más allá de la aventura protagonizada por seis pequeños cineastas atrapados en un particular Roswell impera el discurso de la pérdida, del aprendizaje, la redención y de la capacidad del joven Joe Lamb (Joel Courtney) para asumir la pérdida de su madre a través del amor y la amistad. En Super 8 detectamos el bálsamo y la esperanza que el pequeño androide David (protagonista de Inteligencia Artificial) nunca tubo y ello, en términos melodramáticos, resulta extraordinario. Quizá estemos ante una cinta excesivamente narcisista en su desarrollo e incluso algo rígida por su concepto de aleación cinematográfica, pero ello no va en detrimento de una férrea determinación a la hora tocar temas universales en un contexto extraordinario.

Volviendo a J. J. Abrams, cabe reseñar su savoir faire a la hora de deslizar el elemento terrorífico y colocarlo con maestría en el corpus de una obra que esencialmente nos habla de relaciones humanas y propone un itinerario pesadillesco que toma especial relevancia en el tramo final del filme, tour de force oscuro y electrizante que precipita en secuencias como aquella del ataque al autocar donde han quedado confinados los jóvenes protagonistas, magnífica, valga decirlo. Véase la manera de Abrams de subyugar sin mostrar a su violento alien, resituando una y otra vez el tiro de cámara en un espacio claustrofóbico cuyos recovecos parecen no tener fin. La lista de secuencias colosales sería interminable, desde el espectacular accidente de tren con el que arranca la pesadilla, que hermosamente introducido por la ulterior secuencia de la escena de separación que los jóvenes ruedan en una angosta estación; la enorme batalla en el pueblo cuando la violencia del visitante se desata, una idea esta, la de convertir a 'E.T.' en máquina de matar, que funciona como contrapunto magnífico al melodrama (¡caramba!, el filme pedía a gritos un 'octavo pasajero') y otros muchos pasajes que cortan el aliento. Todo está calibrado con un sentido de la artesanía en desuso y una poética de la experiencia cinematográfica que parecía escindida y eso, justo es lo mejor de este filme que nunca pretende ser revolucionario ni argumental ni conceptualmente. Recuerden el cosquilleo que produce en el estómago el sonido de una proyección en Super 8 y piensen en aquella cinta en que ustedes son niños, aquella otra en vemos asomar por el cielo de unas remotas vaciones un objeto inquietante o aquella en la que un ser querido ausente nos lanza un beso. La premisa de J. J. Abrams y Steven Spielberg como supremo supervisor es clara, no hay peor terror que el que provoca el dolor ni mayor esperanza que su aceptación. Por último, permítanme advertirles que si la maravillosa secuencia final del filme no les provoca un lágrima es que ustedes no son de este mundo.


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