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film malade

publicado el 20 de septiembre de 2011

Devaneos con la serie B de un cineasta de categoría A

Las errantes (y algo erráticas) trayectorias profesionales del recientemente fallecido Raúl Ruiz y el veterano Jesús Franco han discurrido por sendas tan distantes, en cuanto a estatus derivado del dictamen de la intelligentzia cinematográfica, como paralelas en lo que respecta a intenciones, influencias o modus operanti. Comparten ambos cineastas una férrea voluntad de aunar cultura popular (particularmente el folletín decimonono) y “alta cultura” (las vanguardias artísticas, con el surrealismo como estandarte); directores y escritores de cabecera (Luís Buñuel, Orson Welles, Robert Louis Stevenson…); un afán casi compulsivo por rodar -cuando sea, donde sea y como sea- que les ha llevado a encadenar producciones de manera frenética; su exilio a París (más voluntario en Franco, más forzoso en Ruiz) o una impronta fílmica que bascula entre lo refinado y lo indolente. Como dos gemelos separados al nacer y posteriormente uno criado en una “buena cuna” y el otro por una familia marginal, Jesús Franco no tardó en ser relegado a la condición de outsider (comercial y artístico) tanto en su país de origen como en Francia, mientras que Raúl Ruiz (rebautizado en el país galo como Raoul Ruiz) se convertía paulatinamente en una figura central del cine francés con pedigrí autorial, con una presencia casi contínua en la sección oficial del festival de Cannes a modo de corolario.

Alberto Romo | Empero, en un momento determinado las carreras de ambos cineastas estuvieron próximas a la intersección. Ocurrió con The territory (1981), insólita incursión del intensamente personal universo de Raúl Ruiz en los arrabales cinematográficos del cine de terror de Serie B lindante con la explotation, los mismos en los que se vio abocado a habitar Jesús Franco. Para que el cruce de caminos se produjera resultó decisivo la imprevisible colaboración de dos productores radicalmente distintos amparando la película: por un lado, el portugués Paulo Branco, incansable auspiciador del cine de autor europeo más arriesgado; y por otro lado, Roger Corman, conocido como “rey de la serie B” y productor de un número prácticamente incalculable de películas, la inmensa mayoría de bajo presupuesto y decididamente genéricas.

La impulsividad de Raúl Ruiz ante la perspectiva de arrancar un proyecto, aun sin unas mínimas garantías de llevarlo a buen puerto, le llevó a emprender precipitadamente el rodaje del guión de The territory con un presupuesto insuficiente, confiando en la promesa de Roger Corman de que le facilitaría nuevos recursos. En el guión se relatan las penurias de un grupo de amigos urbanitas en una excursión por un bosque. La persona que debía guiarles fallece y, escasamente preparados, no tardan en perderse y desorientarse. La fatiga, el hambre y la desesperación empiezan a hacer mella en su moral y condición física, conduciéndoles a adoptar medidas tan drásticas como el canibalismo. Sin llegar a esos extremos, el equipo de rodaje de The territory también pasó grandes penurias. Una de las actrices, Isabelle Weingarten, escribe en pleno rodaje a su novio, el cineasta Wim Wenders, para lamentarse amargamente de las dificultades que atraviesa la producción: no solo empieza a escasear el dinero, sin que llegue el capital que esperan, sino que además las reservas de película virgen también están próximas a agotarse. Al parecer, Wenders acudió en auxilio de la producción (o de su pareja) y salvó del naufragio a la producción de The territory al proporcionar la tan necesaria película virgen. Wenders recrearía las inclemencias del rodaje en El estado de las cosas (Der stand der dinge, 1982), una suerte de making of ficcionado y experimental que contaría con prácticamente el mismo equipo técnico y artístico con el que dispuso Ruiz.

Las adversas condiciones de rodaje a las que es sometido el pequeño equipo de filmación trasladado a la localidad portuguesa de Sintra, donde se rodó el film, repercutieron en el resultado final en pantalla. Evidentemente para mal, pero también para bien. Salta a la vista que las interpretaciones se resienten, parecen en no pocas ocasiones distraídas y sonámbulas, quizás como consecuencia de la exigencia de rodar pocas tomas por plano. Esto también pudo inducir un ritmo irregular a las imágenes, a veces abrupto, y un desarrollo errático que parece dar algunas vueltas en círculo, a la par que los propios personajes de la película mientras vagan por el bosque. No obstante, las azarosas vicisitudes que rodean la producción también pudieron aportar -tal como sucede en la célebre Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972) de Werner Herzog, rodada en condiciones similares- una frescura, credibilidad y ambigüedad extra a una trama que se dirime entre el realismo y el surrealismo, el patetismo y la épica, lo hilarante y lo severo, lo ridículo y lo sublime. Y es que el cine según Raúl Ruiz se asienta en extremos antagónicos, provocando reacciones igualmente opuestas: te apasiona o te enoja. Se trata de un cine arriesgado y nada acomodaticio que se desliza por el mismo filo de la navaja, y por ello está lejos de alcanzar (y buscar) la perfección, pero en ningún caso puede ser tachado de conformista, previsible o cortado por ningún patrón que no sea el del propio cineasta.

A medida que pasan los días errando a través de un entorno abrumador, los protagonistas del relato asumen su incapacidad para poder escapar de una naturaleza que les subyuga y atrapa -siempre de una manera persuasiva, casi seductora- sin la carga de violencia y hostilidad que el medio natural acostumbra a exhibir en el cine de terror. La película muestra en varias ocasiones que los excursionistas se encuentran a escasa distancia de pueblos y carreteras, sin que esté claro qué les impide realmente volver a la civilización y su confortable forma de vida, como si de una versión campestre de El Ángel exterminador (1962) de Luis Buñuel se tratara. La fotografía del francés Henri Alekan, que baña en una luz y unos colores fascinantes los ya de por sí bellos escenarios del film, deviene fundamental a la hora de expresar esta noción de naturaleza cautivadora (literalmente: convierte en cautivos a sus moradores). Unos escenarios emplazados en Francia, es decir, en pleno corazón de la “desarrollada” Europa, que albergan misteriosos objetos ancestrales como tótems o fetiches, propios de sociedades primitivas, y que parecen ejercer un extraño influjo sobre sus intrusos. De esta manera, a través de esta ascendencia, el director de La comedia de la inocencia hace aflorar la naturaleza agreste, salvaje, telúrica del ser humano que subyace oculta bajo una impostada capa de civilidad. Asimismo, es significativa la mención al pasado sanguinario de una región azotada con continuas guerras y atrocidades cometidas en nombre de tiranos y falsas creencias.

El canibalismo -una práctica considerada tabú en las sociedades contemporáneas pero ampliamente extendida en tribus primitivas- es adoptado por los caminantes con aparente naturalidad constituyendo una metáfora, no por obvia, menos acertada. Son los dos niños, menos condicionados culturalmente que los adultos, los que menos remilgos tienen a la hora de incorporar estos nuevos hábitos alimentarios; todo lo contrario que el personaje interpretado por Isabelle Weingarten, la única persona francesa del grupo, que se inhibirá de hacerlo, lo cual acabará acarreándole su muerte por inanición. ¿Una broma pesada a costa de la reputación de los franceses de sofisticados y refinados? Es más que posible, ya que la ironía impregna toda la película, cristalizando en algunos pasajes cargados de mala uva y que sobresalen en un conjunto algo irregular: la superposición de una calavera sobre el rostro agónico de Isabelle Weingarten (anticipando un plano similar en Misterios de Lisboa, la excepcional última película del director); el encuentro con dos lugareños en el que la impaciencia de los protagonistas les impide obtener algún tipo de ayuda; o el sardónico epílogo, en el que se revela que uno de los sobrevivientes ha logrado hacerse rico tras plasmar su experiencia en el bosque escribiendo un best seller.


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