publicado el 14 de noviembre de 2011
Pau Roig | Con algunos paralelismos con Red state (Kevin Smith, 2011) pero un afán mucho mayor de polémica, la nueva película del director de May (Id., 2002) se sitúa en esa delgada línea roja que separa el drama más desgarrador (la tragedia, en definitiva, trastocada aquí por generosas notas de mala leche adulterada) del particular horror físico cultivado por el que puede considerarse su máximo responsable, Jack Ketchum, autor de la novela en la que se basa la historia y único guionista acreditado. The woman condensa así las principales obsesiones del escritor estadounidense (la descomposición de la familia, el conflicto entre barbarie y civilización, la violencia exacerbada, una visión nada complaciente, más bien repulsiva, de la sociedad americana de clase media), mostrando una concepción del horror que empieza y por desgracia también acaba en la más grosera provocación, en una voluntad de incomodar al espectador con una sucesión de barbaridades tan orgullosa de sí misma que acaba por perder cualquier poder de reflexión y / o de subversión.
La historia, galardonada de manera absurda con el premio al mejor guión, arranca un tiempo después del final de Offspring (Andrew van den Houten, 2009) –también escrita por Ketchum a partir de una novela suya y proyectada en la sección Brigadoon sin pena ni gloria–, aunque ambos filmes comparten poco más que el protagonismo de Pollyanna McIntosh: en la primera ejercía de líder de una especie de clan primitivo y caníbal que malvivía en las montañas, a medio camino entre Canadá y Estados Unidos, alimentándose con la carne de los incautos que se cruzaban en su camino; ahora es una mujer salvaje del bosque capturada por un abogado aficionado a la caza de una pequeña ciudad estadounidense (Sean Bridgers), que no dudará en encerrarla en el sótano de su casa con el objetivo de (re)educarla con la ayuda de su mujer (Angela Bettis) y sus dos hijos adolescentes (Lauren Ashley Carter y Zach Rand).
A Ketchum y al director Lucky McKee, sin embargo, no les interesa nada este proceso de aprendizaje por la fuerza y que parece condenado de antemano al peor de los fracasos, ni pretenden tampoco profundizar en el conflicto entre la barbarie, la animalidad que representa la mujer del título y el orden social y moral representado por una familia de clase media aparentemente normal: el personaje interpretado por McIntosh ejerce más bien de (triste) excusa para mostrar el horror, la depravación, la miseria, en definitiva, que se esconde tras la vida aparentemente modélica del matrimonio Cleek y sus hijos, representada sobre todo por el hombre, un psicópata / sociópata que maltrata a su mujer y a su hija y que educa a su hijo en los mismos valores depravados y perturbados que cultiva en sus ratos libres y a escondidas. Todo en The woman va, pues, encaminado a ilustrar el desmoronamiento, la destrucción de unos ideales y valores que no son más que una fachada, a borrar por completo la frontera entre el Bien y el Mal para (de)mostrar que la auténtica barbarie no se encuentra en un indomable estado salvaje –asociado en este caso además con la feminidad– sino que está anclada en lo más profundo de la sociedad y, más allá, forma parte indisociable de ella. McKee confunde frivolidad con amoralidad y firma la creciente sucesión de disparates en la que desemboca la trama con una extremada frialdad, sin juzgar ni mucho menos condenar las acciones y reacciones de ninguno de los personajes, una opción sin duda arriesgada pero que le lleva a traspasar en algunos momentos la frontera que separa el espanto del mal gusto, la subversión de la pura truculencia. Paralelamente a su creciente inverosimilitud, un afán de trascendencia cada vez más irritante domina la cinta, no consciente del todo, quizá, de su condición de divertimento pasado de vueltas e incapaz, por ello mismo, de aprovechar de ninguna manera los estrechos límites de su radical punto de partida: The woman incomoda y repele, sí, pero a poco que se analicen con un poco de esmero sus furibundos ataques al orden social y moral imperante se revelan huecos y escasamente perturbadores, palideciendo al lado de propuestas menos escatológicas pero mucho más dolorosas como las realizadas por dos cineastas a priori tan dispares como Michael Haneke o Todd Solondz.