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publicado el 18 de diciembre de 2005

El principio de la desmesura

Tras el histórico éxito de la saga de "El señor de los anillos", el director neozelandés Peter Jackson regresa a la gran pantalla con una obra destinada a romper las taquillas de medio mundo: "King Kong" (2005), un remake mayúsculo y desorbitado que confirma la valía de su creador y la necesidad que siente por levantar obras monumentales cargadas de emoción formal y pasión por el género fantástico. Sin duda, un retorno por todo lo alto.

Juan Carlos Matilla | Entre lo desmesurado y lo esencial, este nuevo remake del clásico de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack despeja todas las dudas respeto al verdadero valor de la obra del cineasta neozelandés: su melancólica y megalomaníaca visión del género fantástico. En el cine de Jackson la necesidad de aumentar el valor épico y la fastuosidad visual de sus filmes nunca van de la mano de la precipitación ni de la comercialidad más gratuita. Su apuesta por las soluciones dramáticas y narrativas paroxísticas se debe más a su compromiso con la naturaleza embaucadora de la construcción cinematográfica, necesitada de un sentido del espectáculo que apabulle pero que también sea sentido y equilibrado. En este aspecto, su nuevo King Kong es un espléndido ejemplo de síntesis entre lo que se le debe pedir al cine de entretenimiento del siglo XXI (el uso de los efectos digitales con un sentido dramático) y al cine fantástico de autor (un compromiso basado en la riqueza del uso del lenguaje y no sólo en la recreación de motivos sobrenaturales).

Al igual que hicieron los cineastas estadounidenses de la generación de la década de 1970 (Steven Spielberg, Martin Scorsese o Brian de Palma), Jackson ha realizado aquí un honesto homenaje hacia el cine que amó en su juventud: el cine de terror y aventuras de la época clásica de Hollywood, por el que siente una sincera gratitud ya que fue el que le empujó hacia el ejercicio del cine y el que sin duda más le ha influido a la hora de construir su personal estilo visual (una apasionante mezcla entre el sentido de lo maravilloso y la capacidad poética). Ya El señor de los anillos demostraba la predilección de su autor por las formas narrativas clásicas (tanto en el montaje como en la limpieza de la composición de los planos) pero en su último filme está intuición se acaba revelando como un factor esencial de su cine: el respeto hacia las formas clásicas y su consciente rechazo a subvertirlas gratuitamente.

Jackson ha realizado aquí un honesto homenaje hacia el cine que amó en su juventud, por el que siente una sincera gratitud ya que fue el que le empujó hacia el ejercicio del cine y el que sin duda más le ha influido a la hora de construir su personal estilo visual.

Puede ser que la absoluta admiración que siente Jackson hacia el filme original provoque cierta decepción entre los que hubieran deseado un enfoque radicalmente distinto al utilizado por el autor de Braindead, que es eminentemente servil al original. De hecho, hay pocas diferencias estructurales entre ambos filmes: los dos comparten el mismo desarrollo narrativo y prácticamente todos los conflictos internos. Su remake dista mucho así del recientemente filmado por Spielberg en La guerra de los mundos (War of the Worlds, 2005), en el que sí aparecían diferencias conceptuales y formales muy evidentes. Pero, a mi entender, esto no debería ir en contra de la labor de Jackson ya que, si bien es cierto que su trabajo es tremendamente (o cobardemente, según algunos) respetuoso con el primer King Kong, también es verdad que es una obra consecuente dentro de su universo fílmico (casi una derivación natural de los hitos de su filmografía reciente) y está repleta de secuencias y detalles visuales que abrazan la plena excelencia y no deberían ser enturbiados por debates sobre la presunta originalidad u oportunismo del filme.

Pero, si decidimos continuar por esta peligrosa discusión, me gustaría apuntar que hay un aspecto del filme de Jackson que no posee el filme original y que le otorga una evidente pátina de obra cuanto menos singular: la humanización del relato y la intensificación de su valor lírico. El filme de Cooper era un maravilloso relato de aventuras que poseía una atmósfera poética y turbia, y una admirable escenificación (amén de unos revolucionarios efectos de animación). Además, el filme original exponía de forma convincente y sugerente ciertos vicios del ser humano relacionados con las sociedades urbanas (como la mezquindad, la sed de espectáculo, la avaricia o la necedad) que eran enclavados en un ámbito exótico tan salvaje como puro, tan peligroso como lleno de inocencia. Así, el mito de la Bella y la Bestia era una excusa para confrontar dos formas enfrentadas de ver la realidad contemporánea desde un punto de vista que primaba una visión nostálgica de un mundo perdido y primigenio al que el ser humano sólo puede aspirar a destruir. El problema es que, en el filme original, los conflictos aparecían quizás excesivamente estereotipados y la censura de la época no permitió a sus responsables ser más explícitos en la turbulenta denuncia que encerraba el filme. Por fortuna, el filme de Jackson se libra de estos lastres y ofrece un enfoque más cálido del relato, más humano y más reflexivo, en el que prima la revelación sobre la tesis (de ahí la presencia de una infinidad de planos detalles de los asombrados ojos de los protagonistas y de la importancia de los alucinados y poéticos contraplanos que observan, una sensacional idea de puesta en escena que avisa sobre las intenciones introspectivas del realizador).

Si en el filme original, los conflictos aparecían quizás excesivamente estereotipados, en el filme de Jackson el cineasta se libra de estos lastres y ofrece un enfoque más cálido del relato, más humano y más reflexivo, en el que prima la revelación sobre la tesis.

Como decía en el anterior párrafo, la intensificación del relato (tanto a nivel lírico como épico) resulta clave para apreciar el verdadero valor del filme. Una obra tan desatada como King Kong, que resume a la perfección uno de los símbolos más inmortales (y morales) del cine fantástico, demandaba de una visión extremada y pasional, más acorde con la hercúlea dimensión de Kong que la que encerraba la mediocre adaptación de 1976 dirigida por John Guillermin (más cercana a El coloso en llamas que a una aproximación al mito de la Bella de la Bestia). Así, las pasiones se exacerban, se potencia el hálito trágico y se humanizan los personajes (sobre todo en el caso de Kong que, gracias a la buena mano de los guionistas, se convierte en un elegiaco símbolo de una especie al borde de su propio ocaso).

Además, este flamante King Kong puede verse como una derivación natural de las constantes más evidentes del cine de Jackson: la confrontación entre fantasía y realidad (dicotomía en la que irremediablemente la imaginación acaba siendo devorada por lo cotidiano); la mixtura de géneros (desde el primitivo gore hasta su más reciente vocación de autor dramático); su portentosa capacidad para equilibrar la melancolía de ciertas secuencias con la atronadora épica de otros segmentos; o su personal estilo visual, a medio camino en el respeto de las formas visuales clásicas y la adopción de otras soluciones más sesgadas que acentúan el universo misterioso (como los barridos al ralentí, los planos desenfocados o las angulaciones misteriosas). Así, más que de una obra oportunista y desmesurada habría que hablar de una consecuente obra producto de su personal forma de entender el cine.

Además, este flamante King Kong puede verse como una derivación natural de las constantes más evidentes del cine de Jackson. Así, más que de una obra oportunista y desmesurada habría que hablar de una consecuente obra producto de su personal forma de entender el cine.

Por último, habría que destacar la labor de puesta en escena de Jackson que aquí vuelve a demostrar que es uno de los mejores narradores en imágenes de la actualidad: la crudeza y el tono realista de su prólogo (donde ilustra a la perfección la sordidez de la época de la Depresión americana); el extraordinario uso del fuera de campo en la llegada de la nave a la isla de Kong; el portentoso uso de la planificación claustrofóbica en el ataque de los nativos; la bella secuencia del cementerio de gorilas donde Kong y Ann Darrow (sensacional Naomi Watts) contemplan el atardecer; el impresionante trabajo de montaje en la secuencia de la estampida de los dinosaurios; y en general, todo el último acto del relato, ambientado en Nueva York, donde Jackson filma uno de los mejores clímax de la historia del cine reciente: un segmento insuperable donde cada plano es una obra maestra en sí mismo (como los que ilustran el encuentro de Anne y Kong en las calles de la ciudad, los delicados planos-contraplanos de la pareja, el delicado segmento del baile en la pista de hielo o las alucinadas tomas del ataque al Empire State Building).

Pero, a pesar de su brillantez y genialidad, no podemos catalogar a este nuevo King Kong como una obra maestra absoluta debido al tono excesivamente pirotécnico de ciertos segmentos (en concreto, los ambientados en la isla de Skull). Si bien Jackson no cae nunca en los vicios del cine de acción más estereotipado (montaje en corto y multiplicación de planos por segundo, defectos que supera por el uso de los planos generales y la ausencia de precipitación en la edición de los planos), sí que comete ciertos errores de megalomanía y apresuramiento en algunas secuencias (amén de estirar más de lo deseado un metraje ya de por sí bastante desmesurado).

En resumen, este nuevo King Kong es una obra excelente que logra triunfar en todos los campos de batalla: como obra fantástica (ya que ofrece soluciones ricas e inventivas), como remake (porque sin apartarse en exceso del original ofrece un atractivo tono fúnebre y desatado), como propuesta personal (el resultado final resume todo el ideario de su autor) y como película de entretenimiento (su capacidad de emocionar, divertir y cautivar está fuera de toda duda). La suma de todos estos elementos convierte a King Kong en toda una anomalía dentro del cine comercial estadounidense, un ámbito incapaz de aunar sensibilidad, madurez y sentido del espectáculo, conceptos que el autor de Criaturas celestiales ha vuelto a combinar en un filme admirable, intenso y sobrecogedor, destinado a cautivar a todo aficionado al género fantástico.


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