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clásicos modernos

publicado el 17 de enero de 2012

El amargo amor de los vampiros

El éxito conseguido en la pequeña pantalla con la serie de televisión Dark shadows (1966-1971), la primera telenovela de terror de la historia (se emitió de lunes a viernes durante cinco temporadas, alcanzando la desorbitada cifra de mil doscientos veinticinco capítulos), permitió al director y productor Dan Curtis dar el salto al cine con un presupuesto y unos recursos del todo impensables en la pequeña pantalla. El resultado fue una fascinante y aún demasiado poco conocida variación actualizada del mito vampírico, deliberadamente alejada del terror imperante en la época –nada que ver a ningún nivel con las viscerales producciones sobre Drácula de la Hammer Film, las mezclas de terror vampírico y erotismo de Jean Rollin u otras producciones coetáneas que trataban de modernizar la figura del vampiro, como Count Yorga, vampire (Bob Kelljan, 1970)–, concebida como una suerte de culebrón gótico que deriva de manera sorprendente hacia los terrenos de la tragedia romántica.

Pau Roig | 1. Tras los pasos de Rod Serling
Si no fuera por la alargada sombra de Rod Serling, creador y máximo responsable de la que bien puede considerarse la serie por autonomasia del terror, la fantasía y la ciencia-ficción de todos los tiempos, La dimensión desconocida (The twilight zone, 1959-1964), Dan Curtis se hubiera convertido sin demasiados problemas en el guionista, productor y realizador de la segunda mitad del siglo XX que más y mejor representa la irrepetible edad de oro que vivió la televisión estadounidense a partir de finales de la década de 1950, como mínimo por lo que se refiere al horror; a diferencia de Serling, sin embargo, Curtis se atrevería a dar el salto a la gran pantalla, estableciendo un curioso paralelismo con el más ilustre realizador televisivo de nuestro país, Narciso Ibañez Serrador.

Nacido Daniel Mayer Cherkoss en 1927 y fallecido en 2006, Curtis era menos que un desconocido cuando la cadena estadounidense ABC decidió apostar por Dark shadows, una serie modesta creada por él mismo y desarrollada través de su propia compañía independiente –Dan Curtis Productions– con la colaboración de un fiel y bastante reducido equipo técnico y artístico entre el que destacan los realizadores Lela Swift, Henry Kaplan y John Sedwick, los guionistas Art Wallace, Gordon Russell y Sam Hall y los intérpretes Jonathan Frid (Barnabás Collins), Grayson Hall (Dra. Julia Hoffman), Nancy Barrett (Carolyn Stoddard), Joan Bennett (Elizabeth Collins Stoddard), Alexandra Isles (Victoria Winters), Louis Edmonds (Roger Collins), Kathryn Leigh Scott (Maggie Evans), David Selby (Quentin Collins) y David Henesy (David Collins). Estrenada en Estados Unidos el 27 de junio de 1966, se mantendría ininterrumpidamente en antena hasta el 2 de abril de 1971 gracias sobretodo a la incorporación del personaje del vampiro Barnabás Collins interpretado por Jonathan Frid: su primera aparición en la serie tendría lugar en el capítulo 211, correspondiente al 18 de abril de 1967; hasta ese momento, Dark shadows era poco más que una soap opera de ambiente gótico, escaso presupuesto y con los típicos líos de adulterios, hijos que regresan y oscuros secretos del pasado que salen a la luz y que por falta de audiencia incluso estuvo a punto de ser cancelada [1]. La aparición de Barnabás, convertido de manera casi inmediata en personaje de culto –en menor medida también la posterior incorporación de otro miembro “sobrenatural” de la familia, el hombre lobo Quentin Collins– resultaría decisiva para el éxito de la producción, generando el rodaje de dos películas, la que nos ocupa más Night of dark shadows (1971), así como un revival de doce episodios dirigido por Curtis en solitario en 1991 que pasaría sin pena ni gloria aún contando con un reparto de lujo encabezado por Ben Cross y Joanna Going y con un destacado papel de Barbara Steele. Hasta la esperada adaptación cinematográfica de la serie firmada por Tim Burton –su estreno está previsto para el 11 de mayo de este año–, P. J. Hogan sería el último encargado de intentar resucitar la telenovela en el 2005 con un episodio piloto de título homónimo y protagonizado por Alec Newman que ni siquiera conocería estreno comercial en la pequeña pantalla, siendo exhibido tan sólo en algunos festivales especializados. Desgraciadamente, tras el injusto descalabro comercial de Night of dark shadows, estrenada algunos meses después del final de la serie original, Curtis sólo dirigiría una película más –la estupenda Pesadilla diabólica (Burnt offerings, 1976)–, si bien seguiría dando muestras de su interés y pasión por el horror y la fantasía con una larga e irregular serie de telefilmes firmados por lo general en colaboración con el escritor y guionista Richard Matheson; entre ellos destacan The night stalker (John Llewellyn Moxey, 1972), origen de la mítica serie Kolchak: The night stalker (20 episodios emitidos entre 1974 y 1975 e inspirados en una novela de Jeff Rice inédita en España), La leyenda del Conde Drácula (Bram Stoker’s Dracula, 1974), con Jack Palance interpretando al personaje creado por Bram Stoker, Los enigmas de Karen (T. de terror) (Trilogy of terror, 1975) o Muerte de noche (Dead of night, 1977) [2]. Progresivamente alejado del género en el que mejor se desenvolvía, Curtis firmaría en 1996 su última incursión en el horror, Trilogy of terror 2 (editado en vídeo en España con el engañoso título de Trilogía del terror) zarrapastroso telefilme cercano a la serie Z e indigno de sus producciones de la década de 1970.

2. Manual del perfecto culebrón gótico
“Vamos a estar juntos en un mundo que no es como el que conoces ahora, un mundo que no tiene fin” le dirá el vampiro Barnabás Collins a Maggie Collins (Kathryn Leigh Scott), en quién ha reconocido el amor no consumado de su vida mortal, Josette DuPrez, que se suicidó poco antes de la celebración de su matrimonio. Toda la película gira alrededor de una pasión tan fuerte que se ha convertido en una obsesión mortal para todos aquellos que consciente o inconscientemente caen en sus oscuras redes, de un fervor amoroso insano que desafía a las leyes del tiempo y del espacio. Sombras en la oscuridad condensa con brillantez e inusitada facilidad aproximadamente las tres primeras temporadas de la serie original, eliminando numerosos personajes secundarios y acentuando de paso, quizá de forma no del todo bien asumida, sus similitudes con la novela 'Drácula' de Bram Stoker. La criatura de la noche que interpreta un preciso Jonathan Frid es un ser torturado no tanto por su monstruosa condición (el filme contempla el vampirismo como una enfermedad de la sangre que puede curarse mediante transfusiones), sino por la pérdida, muchísimos años atrás, del amor de su vida, que ahora creerá (re)encarnado en la nueva institutriz de su antigua / nueva familia, a la que pretende convertir en su compañera eterna ante la oposición del experto profesor de ocultismo que incorpora Thayer David, trasunto del Profesor Van Helsing de la novela de Stoker pero que aquí, en un arrebato de genialidad de los guionistas Sam Hall y Gordon Russell, acabará siendo derrotado e incluso convertido al vampirismo. Sombras en la oscuridad, de hecho, podría considerarse más una relectura amarga, incluso cínica, de la novela del escritor irlandés que un simple homenaje o una recreación adaptada a los tiempos: no cuenta con ningún protagonista claramente definido que pueda erigirse en rival para el vampiro, al mismo tiempo que la inmensa y siempre tenebrosa mansión de los Collins, con sus pasillos que nunca terminan, sus habitaciones cerradas y oscuras, sus alas abandonadas y corroídas por el inexorable paso del tiempo ejerce de perfecto receptáculo para el horror y, más allá, parece simbolizar el horror en sí mismo; véase, en este sentido, el extraordinario diseño del pabellón de la piscina abandonada, un lugar ominoso que parece salido del relato “La caída de la casa Usher” (1839) de Edgar Allan Poe y que representa a la perfección las oscuras sombras del antiguo esplendor de los Collins, los vestigios podridos de su pasado sin futuro. De hecho, si no fuera por algunos elementos de vestuario y atrezzo y por la aparición de numerosos coches de policía hacia la mitad del metraje la trama podría desarrollarse sin ningún problema en el siglo XIX o incluso en el XVIII: pese haber estado encerrado durante cerca de 180 años en un ataúd ligado con gruesas cadenas de metal, Barnabás no tendrá ningún problema para adaptarse a una nueva realidad que no dista mucho de la que conoció antes de su largo cautiverio, de la misma forma que sus parientes de la actualidad –en realidad sus descendientes– lo acogerán sin dudar ni un instante como el primo lejano de Inglaterra que afirma ser.

Barnabás no es la encarnación del Mal, ni representa tampoco la irresistible atracción del abismo de las tinieblas; distante pero afable, disimula con educación y una elegancia que parece innata su más bien escaso atractivo físico: es la naturalidad casi solemne que transmite en cada uno de sus gestos y en sus palabras la que le otorga un creciente poder de fascinación, ocultando las heridas incurables de un corazón triste y solitario que sólo busca la redención a través del amor que no pudo consumar en vida pero sin renunciar por ello, ni mucho menos, a la violencia y a la crueldad. El criado medio retrasado de la mansión de los Collins, Willie Loomis (trasunto del personaje de Reinfield de Drácula, interpretado de manera brillante por John Karlen), responsable de la liberación accidental del vampiro, será la víctima principal de su furia sobrenatural, que adopta siempre la forma de incontrolables ataques de cólera, aunque no la única: tras haber tratado de avisar a Maggie del peligro que corre, el vampiro lanzará a Willie por las escaleras, abalanzándose seguidamente hacia él para golpearlo repetidas veces con su bastón. Bastante más mal parado acaba el personaje de la doctora Julia Hoffman (Grayson Hall), que tratará de subsanar, demasiado tarde, el terrible error que ha cometido al creer que gracias a la ciencia podía convertir a Barnabás en un hombre normal y corriente: secretamente enamorada del vampiro, ha conseguido aislar la célula destructiva responsable de su monstruosa condición y no escatimará esfuerzos para curarlo mediante una serie de inyecciones que en un plazo muy corto de tiempo permitirán al no-muerto pasear tranquilamente bajo la luz del sol. Julia descubrirá finalmente que el vampirismo puede ser una enfermedad pero que el Mal, entendido ahora sí en un sentido absoluto, no puede ser extirpado porque es incurable. Aunque menos trabajado que en la serie original de televisión, el personaje de la doctora otorga al conjunto de la trama un (delirante) plus de modernidad que sitúa definitivamente la acción en la década de 1970, al mismo tiempo que ejerce de principal punto de inflexión argumental. Desenmascarada la verdadera naturaleza de Barnabás –convertido en un viejo decrépito y monstruoso por efecto de una droga destinada a provocar su muerte definitiva–, parece que sólo es cuestión de tiempo para que la policía, armada con crucifijos en lugar de pistolas, consiga poner fin a sus atrocidades, aunque finalmente será el prometido de Maggie, Jeff Clark (Roger Davis) el que destruirá al vampiro para toda la eternidad y en todos los sentidos: tratando de evitar su encasillamiento en el género y hastiado de un personaje que lo perseguiría toda su vida, Jonathan Frid no participaría en Night of dark shadows [3] y abandonaría el cine y la televisión para dedicarse al teatro tras participar en el ridículo telefilme de horror The devil’s daughter (Jeannot Szwarc, 1973) y en la no menos ridícula ópera prima de Oliver Stone, De infarto (Seizure, 1974).

3. Clasicismo bien entendido
Más allá de los felices hallazgos del guión y de las extraordinarias interpretaciones del reparto, no obstante, Sombras en la oscuridad nunca hubiera podido llegar a ser la gran película que es si no fuera por el ágil, brillante trabajo de puesta en escena de Curtis, que dota el relato de un ritmo sostenido que no decae en ningún momento, disimulando así algunas (pocas) licencias argumentales y narrativas que chirrían ligeramente en el conjunto; la principal reside probablemente en la facilidad y extremada rapidez con la que el rígido y malcarado profesor Eliot Stokes (¿otra referencia a Drácula?) descubre la verdadera naturaleza de Barnabás y convence a sus parientes / descendientes y a las autoridades de la existencia del vampiro. Sin caer nunca en el folletín y renunciando de manera inteligente a cualquier tentación efectista –la sangre brilla prácticamente por su ausencia a lo largo del metraje, aún más el erotismo–, Curtis esquiva primero con sorprendente facilidad buena parte de los peores recursos narrativos asociados a las ficciones televisivas (utilización sistemática del plano / contraplano, primacía de los diálogos, recurso mínimo a los movimientos de cámara), mérito aún más grande teniendo en cuenta el descarado carácter de culebrón del libreto. Pero en segundo lugar, y más difícil todavía, consigue mantener un notable equilibrio entre el horror y el drama gótico de regusto clásico haciendo gala de una sobriedad, que no funcionalidad, y una elegancia exquisitas. No hay a lo largo de los noventa y cinco minutos de metraje ningún alarde estilístico ni autoral, tampoco la menor voluntad de trascendencia –algo de lo que no pueden presumir prácticamente ninguna de las actualizaciones futuras del mito vampírico, de El ansia (The hunger, Tony Scott, 1983) a Entrevista con el vampiro (Interview with the vampire, Neil Jordan, 1994) pasando por Los viajeros de la noche (Near dark, Kathryn Bigelow, 1987)–, pero sí numerosos detalles en apariencia insignificantes que otorgan al conjunto quizá no su atmósfera definitiva pero sí el tono buscado por el realizador. La planificación de los minutos posteriores al descubrimiento del ataúd de Barnabás por parte de Willie, por ejemplo, nos impide conocer durante varios minutos la apariencia del vampiro: tras una oportuna elipsis que aumenta el suspenso sobre lo que le ha sucedido al pobre criado, a Curtis le basta con enseñar sus piernas y su bastón –protagonista indiscutible, como hemos visto, de los momentos más violentos– y después el anillo que certifica su pertenencia a los Collins para insinuar todo su amenazante poder, e incluso filma su regreso a la mansión que en realidad nunca abandonó con un sugerente travelling subjetivo. Antes de que el rostro de Jonathan Frid asome a la pantalla, además, introduce un plano de su antiguo retrato, colgado en una de las paredes del salón de la mansión desde tiempos inmemoriales. La muerte de una prima de la familia, Carolyn Stoddard (Nancy Barrett), es otro prodigio de la particular, y nada fácil, economía narrativa con la que Curtis filma una historia apta a todo tipo de excesos, permitiéndose el lujo de dejar fuera del marco de la pantalla algunos de los momentos claves de la acción: funde el rostro lívido de Carolyn, salvajemente asesinada por Barnabás poco después de haberla convertido en una no-muerta, con el primer plano de la estatua de un ángel en el cementerio en el que va a ser enterrada. El director y productor se supera a sí mismo en el largo clímax final, el momento más recordado de la producción y probablemente una de las cúspides del cine de terror de la década de 1970. Barnabás pretende celebrar finalmente su boda con Maggie / Josette y para ello ha elegido el lugar más oportuno de todos los posibles, la antigua capilla abandonada de Collinswood, extraordinariamente decorada para la ocasión por el director artístico Trevor Williams. Poseída por el vampiro, Maggie desciende lentamente unas escaleras repletas de polvo y telarañas tenuemente iluminadas sólo por las velas del candelabro que sostiene Willie, que camina detrás suyo. La cámara gira en lenta y delicada panorámica a medida que ambos personajes van bajando los peldaños hasta encuadrar un plano general contrapicado de la capilla; de pie frente a un altar profanado, Barnabás poco a poco levanta las manos hacia ella en un abrazo de fatal oscuridad, como si florara encima de la espesa niebla blanca que se levanta a ras del suelo. La escena parece que transcurre a cámara lenta, como si el tiempo se hubiera detenido y no existiera nada más en el mundo. Curtis enfatiza esta sensación al recurrir, ahora sí, a la cámara lenta para mostrar la destrucción del vampiro: Willie impedirá que la estaca de madera disparada por Jeff con una ballesta alcance su objetivo; hipnotizado el prometido de su futura compañera eterna –“En toda boda hace falta un testigo”–, Barnabás no cuenta con que será precisamente su esclavizado criado el que pondrá fin a su existencia clavándole la misma estaca cuando se dispone a morder el cuello de Maggie, tumbada en el altar como si realmente ya estuviera muerta.

  • [1] Véase ARIAS, Eusebio R., Series de culto de TV de ciencia-ficción, terror y fantasía, Nuer Ediciones, Madrid, 1997, pág. 36.

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  • [2] Los enigmas de Karen (T. de terror) y Muerte de noche, de hecho, formaban parte de un proyecto de serie televisiva de Curtis y Matheson que por desgracia nunca llegaría a prosperar. Para más información sobre las ficciones televisivas del productor y realizador resulta imprescindible la lectura de 'The television horrors of Dan Curtis: Dark shadows, The night stalker and other productions, 1966-2006' (McFarland, 2009) de Jeff Thompson.

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  • [3] Aunque a menudo se ha considerado una continuación estricta de Sombras en la oscuridad, Night of dark shadows (conocida en España como Una luz en la oscuridad) cuenta con un equipo técnico y artístico similar pero prescinde abiertamente del vampirismo para proponer una historia completamente nueva centrada el personaje del atormentado pintor Quentin Collins (interpretado por David Selby igual que en la serie televisiva original).

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    FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:

    EUA, 1970. 95 minutos. Color. Dirección y producción: Dan Curtis, para Metro-Goldwyn-Mayer Guión: Sam Hall y Gordon Russell Fotografía: Arthur J. Ornitz Diseño de producción: Trevor Williams Montaje: Arline Garson Intérpretes: Jonathan Frid (Barnabás Collins), Grayson Hall (Dr. Julia Hoffman), Kathryn Leigh Scott (Maggie Evans), Roger Davis (Jeff Clark), Nancy Barrett (Carolyn Stoddard), John Karlen (Willie Loomis), Thayer David (Profesor T. Eliot Stokes), Louis Edmonds (Roger Collins).


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