publicado el 19 de diciembre de 2005
Lluís Rueda | Hasta su noveno título como director ha tenido que aguardar el realizador malayo afincado en Taiwan, Tsai Ming-liang, para ver estrenado uno de sus filmes en las pantallas de nuestro país. No estamos pues ante un director novel, ni mucho menos ante un desconocido. Ming-liang es un habitual de los festivales internacionales y un realizador de gran prestigio en el circuito asiático. Filmes como The River (He liu, 1997) o The Hole (Dong, 1998) han sido galardonados en festivales tan importantes como Venecia o Sitges. El sabor de la sandía (The Wayward Cloud, 2005) llega a nuestras pantallas con similares credenciales tras obtener el galardón en el festival de Berlín 2005 a la mejor contribución artística o de hacerse en la última edición del festival de Sitges con el premio especial de la crítica y el premio especial del jurado, entre otros reconocimientos internacionales.
Tsai Ming-liang es uno de esos directores, al igual que lo fueron sus admirados Truffaut o Godard, inconformistas con el lenguaje cinematográfico, uno de esos teóricos que gustan de dinamitar los códigos y de deconstruir formas en busca de nuevos lenguajes. Bucear en su cine significa aventurarse en un territorio de poderosa carga simbólica en el que el criterio narrativo busque la inmediatez y una simplificación que derive en una puesta en escena alimentada a partes iguales por la nouvelle vague, el espíritu Dogma e incluso fugaces puntos de fuga deudores del musical colorista de Vicente Minnelli o Jacques Demy. El sabor de la sandía, al igual que la estupenda The Hole, enfatiza en una realidad tosca, cuando no grotesca, en el que las relaciones humanas, sexuales y emocionales, son depuradas hasta lo elemental, de manera que se suprime la palabra y la teatralización de la realidad deviene cargada de inocencia, de abulia infantil. La incomunicación, uno de los temas centrales del discurso de El sabor de la sandía, es un síntoma de la sociedad moderna que pone en tela de juicio cierto hastío existencial y, en este sentido, el Taipei que sirve de telón de fondo para enmarcarnos el relato deviene un territorio de almas en pena claramente deudor del Tokio fantasmal e inhumano tantas veces retratado por Shinya Tsukamoto o Kiyoshi Kurosawa entre otros modernos realizadores japoneses.
Tsai Ming-liang es uno de esos directores inconformistas con el lenguaje cinematográfico, uno de esos teóricos que gustan de dinamitar los códigos y de deconstruir formas en busca de nuevos lenguajes. Bucear en su cine significa aventurarse en un territorio de poderosa carga simbólica.
La perenne insatisfacción con la que la pareja principal de El sabor de la sandía, Shiang-Chyi y Hsiao-Kang, se acercan al sexo es inteligentemente plasmada por Tsai Ming-liang mediante elementos simbólicos como sandías o botellas de plástico que, además de tener un indudable sentido estético, someten el lenguaje visual a unas reglas que deben interpretarse bajo el prisma de un fetichismo de corte surreal que haría las delicias del mismísimo Luis Buñuel.
El filme centra la mayor parte de su discurso en hacer trizas las convenciones y los protocolos de la sexualidad. En manos de Tsai Ming-liang, tanto el porno extremo y deshumanizado del que vive su protagonista masculino, como el frugal erotismo por el que se desliza su protagonista femenina piden a gritos un punto de encuentro, una ventana liberadora que no se hará realidad hasta el impactante y sobrecogedor clímax final de la cinta.
El retrato entre feroz y cómico del decadente mundo de la pornografía que destila el filme es sólo una reflexión más, un peaje necesario para comprender el entramado laberíntico que Ming-liang propone para diseccionar el comportamiento del hombre moderno. Su concepción voyeur (no intervencionista) como director hace que su cine fluya con la naturalidad de lo cotidiano. Puede que su fórmula mágica resida en su voluntad por someter el plano a la más elemental de las reglas de percepción: como foco de nuestra mirada, la pantalla sólo se escinde en lo finito de la unidad de montaje, tan azarosa como nuestra curiosidad (o nuestro parpadeo), y por ello, cualquier elemento puede atraer nuestra atención y erigirse en un significante potencial. Tsai Ming-liang juega con la mirada arbitraria del espectador y la somete a estímulos constantes, a la vez que encierra en sus larguísimos planos secuencia una cierta cadencia hipnótica que recuerda a la magia tarkovskiana.
El retrato entre feroz y cómico del decadente mundo de la pornografía que destila el filme es sólo una reflexión más, un peaje necesario para comprender el entramado laberíntico que Ming-liang propone para diseccionar el comportamiento del hombre moderno. Su concepción voyeur (no intervencionista) como director hace que su cine fluya con la naturalidad de lo cotidiano.
Planos secuencia que juegan con la laxitud temporal del cine porno, sombras chinescas que derivan en representaciones antropomórficas, manierismo kitsch de meublé carpetovetónico o la obsesión buñuelesca por la confinación voluntaria son sólo algunos de los elementos que hacen de El sabor de la sandía un filme arrolladoramente apetitoso. Tsai Ming-liang parece tener bastante claro que las reglas están para ser doblegadas y que su coartada estética y formal depende de una interpretación flexible del legado de directores como Antonioni, Godard y Rivette, de la optimización de los recursos narrativos para crear estados de ánimo contradictorios, amén de discursos universales pasados por cierto filtro de irreverencia. El sabor de la sandía es un filme rico que se saborea con lentitud y que precisa un aprendizaje, somete al espectador a una sesión extrema en la que el elemento líquido se hace un hilo conductor capital y un recurso plástico irrenunciable (por otro lado, omnipresente en la obra de Ming-liang). En el ideario del director taiwanés, tienen cabida realizadores a contracorriente como Jim Jarmusch, veteranos sagaces como Woody Allen (al que homenajea sin prejuicios en la secuencia de los cefalópodos y la cocina), clásicos del musical como el antes citado Minnelli y realizadores anónimos que filman porno casero a destajo. Su cine es inconformista, pero nunca confunde modernidad con esnobismo, hay más sinceridad en sus delirios iconoclastas que en el cine de muchos directores que hacen de su autoría una discutible etiqueta de denominación de origen.