publicado el 17 de abril de 2012
Recordado por su excelsa labor como director de fotografía desde principios de la década de 1910 hasta finales de la década de 1950, y sobretodo por su participación en algunos de los más importantes filmes mudos de la Alemania de entreguerras –de El golem (Der Golem, wie er in die Welt kam, Carl Boese y Paul Wegener, 1920) a Metrópolis (Metropolis, Fritz Lang, 1927), pasando por El último (Der letzte mann, F. W. Murnau, 1924)–, Karl Freund llegó a Estados Unidos en 1929 contratado por la compañía Technicolor para perfeccionar su proceso de filmación y revelado en color. Tras fotografiar Drácula (Dracula, Tod Browning, 1931) y El doble asesinato de la calle morgue (Murders in the rue morgue, Robert Florey, 1932) y dirigir La momia (The mummy, 1932) para la Universal, en 1935 acometió la realización de la que, a la postre, sería su última película como director, Las manos de Orlac (Mad love, 1935), una obra maestra que aún hoy sigue sin ocupar el lugar que le corresponde en el contexto del cine estadounidense clásico.
Pau Roig |
1. La conexión “expresionista”
Aunque no participó de ninguna manera en la gestación de la película manifiesto del (mal) llamado expresionismo cinematográfico, El gabinete del Dr. Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, Robert Wiene, 1920), Freund ha sido considerado a menudo, demasiado a la ligera, como uno de los principales valedores en Hollywood de la particular estética ominosa de choques de luces y sombras –y con ella de una atmósfera de arrebatado romanticismo– presente en algunos de los títulos claves del cine alemán de la década de 1920, aunque (casi) ninguno de ellos pueda considerase “expresionista” ni se inscriba en el horror o la fantasía. Freund nunca sintió un interés especial por el género –después de Las manos de Orlac nunca más volvería a él (1)– y su aportación a la iconografía del entonces incipiente terror cinematográfico, sin duda fundamental, se revela inferior a todos los niveles a sus prodigiosas innovaciones en pos de la movilidad de la cámara y la experimentación, que alcanzan cotas de sobrecogedora madurez y perfección técnica en el citado filme de Murnau y en Varieté (Id., Ewald André Dupont, 1925) pero aún más en el imprescindible documental Berlín, sinfonía de una ciudad (Berlin: Die Sinfonie der Grosstadt, Walter Ruttman, 1927). La llegada del cine sonoro rompió momentáneamente la libertad de movimientos que la cámara había conseguido en el momento de mayor esplendor del cine mudo, del mismo modo que las aportaciones técnicas de Freund y otros tantos técnicos y realizadores europeos que emigraron en Estados Unidos sufrieron un lógico y asumido proceso de domesticación industrial. El terror Universal probablemente nunca habría existido como tal sin la influencia de numerosas soluciones visuales y recursos de estilo del cine alemán de entreguerras, aunque dos de sus más importantes producciones relacionadas con el horror, Nosferatu, el vampiro (Nosferatu, eine symphonie des grauens, F. W. Murnau, 1922) y El estudiante de Praga (Der student von Prague, Henrik Galeen, 1926), destaquen a veces por todo lo contrario, como la brillante utilización de los paisajes y los escenarios naturales como agentes activos del terror en lugar de la filmación en estudio y el recurso a unos estilizados decorados de connotaciones simbólicas. Sin representar exactamente ninguna de las dos tendencias expuestas, Las manos de Orlac resulta un filme mucho más libre y desatado, a todos los niveles, que La momia y que la mayoría de producciones de la gran U, sometidas a una galería de mitos arquetípicos de sobras conocidos por el gran público –Drácula, el monstruo de Frankenstein, el hombre invisible, el hombre lobo, la momia– y también al excesivo énfasis en el componente sobrenatural (sin olvidar, claro está, una errática y cobarde política de producción). Una de las mejores propuestas del ciclo terrorífico de la Universal, de forma nada casual firmada también por un alemán, Edgar G. Ulmer, Satanás (The black cat, 1934), muestra un mundo de horrores que no tiene nada de fantástico y que por ello mismo resulta mucho más cercano e inquietante, y no es exagerado aventurar que algo parecido consigue Freund en Las manos de Orlac, adaptación libre y maliciosa de una novela de Maurice Renard publicada en 1920 y ya llevada al cine por Robert Wiene. A diferencia de esta primera adaptación, Freund mantiene en un sorprendente segundo plano el motivo principal de la trama –la locura que empieza a atenazar a un prestigioso pianista tras sufrir un terrible accidente y recibir trasplantadas las manos de un asesino ajusticiado horas antes–, centrando su interés en otro tipo de locura, derivada del amor no correspondido que el cirujano responsable del exitoso trasplante siente hacia la esposa del atormentado pianista, Yvonne Orlac (Francis Drake, 1912-2000). En la película de Ulmer, la brutalidad y deshumanización de la guerra llevaba a dos personajes sensiblemente distintos (interpretados por Bela Lugosi y Boris Karloff) a una lucha sin presente ni futuro por la venganza y el honor en terrible prefiguración de los futuros horrores del nazismo; en Las manos de Orlac el amor fou llevado al más terrible de los extremos será el detonante de un melodrama que abraza sin tapujos y con una contundencia inaudita los presupuestos del terror psicológico más descarnado. El camino empleado por ambos cineastas para llegar a su meta guarda no pocos elementos en común, aunque brilla por encima de todos su renuncia explícita a las principales constantes del horror imperante en la época; prescindiendo de elementos sobrenaturales, el inmarchitable poder de fascinación e inquietud de Satanás y Las manos de Orlac radica, sobretodo, en el protagonismo de unos monstruos terriblemente reales.
2. Peter Lorre, “el monstruo humano”
La inaudita mirada que la película ofrece sobre la pasión amorosa transmutada en delirio psicótico no tendría la misma fuerza ni el mismo poder de fascinación si no fuera por el protagonismo de Peter Lorre (nacido László Löwenstein, 1904-1964); contratado por la Columbia, el genial actor húngaro aceptó trabajar en esta producción Metro-Goldwyn-Mayer si la primera aceptaba realizar una adaptación de la novela 'Crimen y castigo' de Fiodor Dostoievski y le reservaba el papel de Raskolnikov, si bien su interpretación del patético Dr. Gogol a las órdenes de Freund, sin olvidar su caracterización del siniestro asesino de niños de M, el vampiro de Düsseldorf (M, Fritz Lang, 1931), marcaría de manera decisiva, para bien y para mal, su futuro en Hollywood. A diferencia de la producción de Wiene –y aún más de la mediocre adaptación posterior de la novela, firmada en 1960 por Edmond T. Gréville y protagonizada por Mel Ferrer– todo el filme está construido alrededor del personaje de Gogol, sobretodo de sus miradas, de sus gestos y sus silencios, que adquieren a los ojos de los espectadores una dimensión progresivamente siniestra. El Dr. Gogol es un médico de gran reputación, volcado desde la clínica privada que regenta a ayudar a los más desfavorecidos sin el menor afán de lucro o notoriedad, si bien su aspecto –bajo y gordito, ojos saltones, la cabeza completamente rapada, vestido siempre de negro– genera en la mayoría de personas que no lo conocen una indescriptible sensación de repulsa, incluso de temor. Las dudas sobre su salud mental no hacen más que acrecentarse desde el momento en el que sabemos que ha asistido día sí día también a las 47 representaciones de un penoso espectáculo teatral de inequívoco gusto grand-guiñolesco –no por casualidad bautizado como “Le théatre des horreurs”– sólo por el placer de contemplar las crueles torturas practicadas sobre su actriz protagonista. Todo el desarrollo de la trama está plagado de detalles inquietantes, macabros, que insinúan tanto el sadomasoquismo del médico –el placer que experimenta tanto en el teatro como en las ejecuciones de los condenados a muerte de la prisión de París: asiste a todas y cada una de ellas– como su sexualidad reprimida y su más que posible tendencia necrófila, representada por las terroríficas atenciones que dispensa a la estatua de cera de la propia Yvonne. El paralelismo con Satanás es en este punto más que evidente: en la película de Ulmer el personaje interpretado por Karloff, volcado a la celebración de misas satánicas, mantenía en una urna de cristal el cuerpo de su esposa fallecida y no se cansaba de admirarlo. En el filme que nos ocupa, Gogol dispone de una escultura de tamaño real del objeto de su amor imposible, dedicándole cariñosas palabras y tocando sólo para ella trastornadas composiciones para órgano. A diferencia de la práctica totalidad de versiones y variaciones del argumento ideado por Maurice Renard –incluida la reivindicable Cuerpo maldito (Body parts, Eric Red, 1991), basada en la novela Y él total es un hombre de Boileau y Narcejac–, hay algo inequívocamente “fantástico” en Las manos de Orlac, una indescriptible sensación de pavor atávico, de viaje hacia lo más profundo de la Oscuridad que ya anuncian los prodigiosos títulos de crédito del principio, vistos a través del cristal de una ventana que se romperá en mil pedazos por la inesperada acción de una mano cerrada. Freund y los guionistas P. J. Wolfson y John L. Balderston –trabajando sobre una adaptación de la novela de Renard firmada por el escritor Guy Endore– consiguen que las reacciones del resto de personajes hacia Gogol, mezcla indisociable de repulsión y fascinación, se trasladen también a los espectadores, sobretodo gracias al inmisericorde retrato tanto del marido de Yvonne –el pianista Stephen Orlac (Colin Clive, 1900-1937) es un pobre desgraciado, gris y anodino– como de la propia mujer, una actriz mediocre que ha acabado ganándose la vida en truculentos montajes más propios de las barracas de feria que del teatro (2).
La mediocridad y la estupidez parecen rodear por completo a Gogol, asfixiándolo y apartándolo sin remisión de un mundo real que carece de verdadero interés; así lo ejemplifican dos personajes secundarios de importancia casi nula para el desarrollo de la acción, utilizados como contrapunto más o menos humorístico a la desgarrada virulencia de la trama, la alcoholizada ama de llaves del propio médico (Sarah Haden, 1899-1981) y el periodista estadounidense impresionable y de pocas luces que incorpora Ted Healy (1896-1937). Tanto por la sutilidad del guión como por la impresionante interpretación de Lorre, que esquiva con pasmosa facilidad las múltiples tentaciones histriónicas inherentes a un personaje propenso a los más delirantes excesos, la ingenua candidez, la inmadurez naif de Gogol resulta hasta cierto punto atractiva, sus penosos intentos para acercarse a Yvonne pese a la repulsa más o más evidente que su aspecto produce en la actriz (hecho subrayado, además, en la escena de la fiesta del teatro, a la que Gogol asiste invitado por el director del espectáculo y en la que la actriz se verá obligada a besarlo después de comunicarle que abandona la interpretación para estar junto a su marido) mueven antes a la compasión que al desprecio. Y es que, entre muchas otras cosas, Las manos de Orlac se erige en brillante perversión no sólo del mito clásico de “La bella y la bestia”, sino también, por extensión, del universo maravilloso de los cuentos de hadas: el amor no es aquí redentor, ni siquiera purificador, es el preludio de un descenso a los infiernos sin vuelta atrás.
3. El abismo de la pasión
Penosamente interpretado por el malogrado actor que diera vida al Dr. Frankenstein en las dos producciones Universal dirigidas por James Whale (de hecho, moriría apenas dos años después a causa de sus problemas con el alcohol), Stephen Orlac apenas ejerce de contrapunto en esta suerte de triángulo de amor y odio, pasión y fatalidad, aunque será el aparatoso accidente del tren en el que viaja de regreso a París el detonante del drama vivido por su esposa. Tras impedir que los médicos le amputen las dos manos, destrozadas en la catástrofe, Yvonne se verá obligada a su pesar a recurrir a Gogol, el único médico que puede salvar la carrera de Stephen y, de paso, también el futuro de la pareja. Incapaz de negarle nada, Gogol conseguirá finalmente cambiar las dos maltrechas extremidades por las manos de un asesino recientemente decapitado por la justicia –Rollo (Edward Brophy)–, con quién el propio Stephen había coincidido en el tren, teniendo ocasión de comprobar su fatal destreza con los cuchillos. Pese al amor y apoyo incondicional de Yvonne, el enorme coste del tratamiento médico posterior a la operación y las sospechas sobre el verdadero origen de unas manos que no reconoce como suyas llevarán a Stephen a la depresión e incluso al borde de la locura; completamente trastornado tras la renuncia de Yvonne a casarse con él –“Yo, un simple campesino, he conquistado la ciencia, ¿por qué no puedo conquistar el amor?”, serán sus escalofriantes palabras–, Gogol urdirá entonces un diabólico plan para deshacerse del esposo… A medida que los acontecimientos se precipitan hacia el previsible (obligado) final feliz, un aire cada vez más alucinado domina Las manos de Orlac, llegando a uno de sus momentos de máximo delirio tanto en la definitiva inmersión del médico en la locura –una escena extraordinariamente resuelta por Freund en una de las salas contiguas al quirófano de su clínica, en la que el personaje se enfrenta a sí mismo en diferentes espejos– como, de manera especial, en la aparición del asesino revivido: ataviado con una vistosa prótesis colocada alrededor del cuello, una peluca y unas enormes gafas de sol, Gogol apenas tardará unos pocos segundos en convencer al pianista de las oscuras intenciones del médico (¡él mismo!), que supuestamente lo resucitó milagrosamente tras volver a colocar la cabeza en su sitio, al mismo tiempo que lo incriminará en la muerte de su padrastro, un rico joyero con quién mantenía una relación no precisamente buena. Confundido y desesperado, Stephen empezará a creer que sus nuevas manos le impulsan a matar sin que su mente y su cuerpo puedan hacer nada para detenerlas; antes las dudas de la policía, aún más confundida por el hecho de que las huellas dactilares del arma homicida del padrastro de Stephen corresponden a las del asesino ajusticiado, sólo Yvonne sospechará inmediatamente del médico e incluso conseguirá involuntariamente su confesión cuando, atrapada en su estudio, trate de hacerse pasar por su escultura de cera para no ser descubierta. Éste es el momento en que las referencias al mito de Pigmalión y Galatea, presentes a lo largo de todo el metraje por boca del propio Gogol, adquieren su sentido último y definitivo: encerrado en su particular torre de marfil e incapaz de relacionarse de ninguna manera con el mundo exterior, el médico creerá en su locura que la estatua a la que ha dedicado tantas atenciones ha cobrado vida en recompensa a su amor puro, aunque tras intentar estrangularla –“El hombre mata todo aquello que ama” reza un poema de Oscar Wilde que no se cansa de repetir (3)– sucumbirá al puñal lanzado por el propio Stephan con la destreza de Rollo a través de la verja de la puerta de su estudio.
(1) Según Tomás Fernández Valentí y Antonio José Navarro, a Freund le intrigaban en realidad “los relatos viscerales y un punto decadentes sobre romances imposibles, agitados por la desesperación y lo sobrenatural, tal y como demuestra La momia” (“Científicos visionarios y experimentos malditos”, en Dirigido por nº 300, Barcelona, abril de 2001, pág. 62.
(2) En este sentido, resulta tentador contemplar la visualización irónica y decadente de las funciones de rebajas de “Le théatre des horreurs”, con una platea de espectadores ávidos de sensaciones fuertes, como una maliciosa referencia a las producciones de la Universal ambientadas en una Europa lejana e imaginaria a las que Freund contribuyó de manera decisiva.
(3) El verso corresponde al poema “La balada de la cárcel de Reading” (“The ballad of Reading gaol”), escrito en 1897 en motivo de su liberación tras haber cumplido condena por “actos homosexuales”.