publicado el 19 de diciembre de 2005
De todas las versiones sobre el mito de la Bella y la Bestia que han sido llevadas al cine, dos brillan con especial intensidad, la fábula poética realizada por Jean Cocteau y el filme rodado por Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack en 1933, ‘King Kong’. Con el simio Kong, el cine fantástico entró en una etapa distinta, moderna, próxima y extraordinariamente tangible para los ciudadanos que abarrotaron los cines para verlo. El horror como gran espectáculo de masas acababa de nacer.
Lluís Rueda | La primera mitad de la década de 1930 concentra algunas de las más significativas obras de terror que ha dado la cinematografía del siglo XX. Sin intención de entrar en el terreno de lo categórico, convendrán que títulos como Frankestein (1931) de James Whale, La Momia (The Mummy, 1932) de Karl Freund, La legión de los hombres sin alma (White Zombie, 1932) de Victor Halpering o La parada de los monstruos (Freaks, 1932) de Tod Browning, entre otros horror films del momento, instauraron algunas de las bases estéticas más influyentes en el género moderno, amén de una galería de iconos impagable.
Esas soberbias muestras de cine de horor conformaron la denominada ‘primera edad de oro’ del cine de terror. Productoras norteamericanas afines al fantástico como la RKO, la Paramount, la Universal o la United Artists (entre otras) encontraron las simientes argumentales para ese tipo de películas en el marco del desencanto social producido tras la crísis económica que sacudió Norteamérica en la década de 1930. La depresión tras el crack bursátil de 1929 dejó huella en el ciudadano medio, se acentuó cierta crisis de identidad en el entorno de las grandes ciudades y ello derivó en una redifinición tanto estética como argumental del cine de consumo. La paranoia social de esa época se precipita cinematográficamente en las tramas asfixiantes y en los parcos claroscuros del film noir así como en todo el ideario del terror clásico.
En este último apartado habría que añadir que, al margen de las particularidades socioeconómicas de la época y de cierto cuestionamiento del sistema, los miedos atávicos del hombe moderno eran plasmados con una clara influencia formal de los estilemas del cine expresionista alemán. Pero, a toda esta ecuación de elementos le faltaría un cociente, un elemento primordial, ese que ha acompañado al hombre desde el principio de sus días y puede resumirse en su fragilidad como mortal, su miedo atávico tantas veces reflejado en el arte y tantas veces recogido en la simbología del mal.
Los monstruos que coparon las pantallas de los cines en la década de 1930 surgieron mayoritariamente de la inspiración literaria de fabuladores decimonónicos o románticos de la vieja Europa, por tanto, al margen de una atemporalidad manifiesta, esos seres más o menos mitológicos carecían de proximidad para el publico norteamericano. ¿Qué eran Drácula o el monstruo de Frankestein para un ciudadano de Los Ángeles o Nueva York sino pintorescos demonios extranjeros?
Cuenta la leyenda que Merian C. Cooper, coodirector de King Kong junto a Ernest B. Schoedsack, gestó la idea del simio gigante a partir de un cuento de niñez en el que aparecía un gorila demoníaco que secuestraba el alma de las chicas de una tribu africana. Cooper y Schoedsack tenían gran experiencia como documentalistas en África y ese bagaje como naturalistas del celuloide puede verse reflejado en el tramo de King Kong que se desarrolla en la isla de Skull [1].
Tras el epílogo en Nueva York con un wellesiano director de cine (alter ego de Cooper) convenciendo a una pobre actriz de reparto (interpretada por Fay Wray) para embarcarse en el rodaje de una película que la llevará a una isla desconocida, comienza un fime de aventuras claramente influido por los conocimientos naturalistas de ambos realizadores: baste analizar el ajustado retrato de los nativos que rinden culto al dios Kong para darse cuenta del gran trabajo de recreación de las costumbres tribales y de los cultos chamanistas.
Mientras Merian C. Cooper procura cierta verosimilitud en los rituales antropológicos de la tribu hostil, Schoedsack traslada en imágenes la experiencia adquirida junto a Irving Pichel durante el rodaje del extraordinario filme El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932), cinta que insiste, de igual manera que King Kong, en la idea del miedo a lo extranjero (en este caso, encarnado en la figura del conde Zaroff) y que hace especial hincapié en la representación del hombre como pusilánime depredador.
El filme de Pichel y Schoedsack comparte con King Kong un prurito aventuresco, casi conradiano, que acaba derivando hacia un territorio primitivo y maléfico paralelo al universo de los miedos ancestrales. El horror primordial que describe el filme traza un recorrido iniciático en el que abundan truculentos pantanos, rocosos desfiladeros y junglas ignotas truncadas por lianas salvadoras.
King Kong preserva una idea de la inocencia, indigesta y brutal para el hombre moderno, y Merian C. Cooper debió entender en su momento que ese mundo fantástico y virgen debía quedar constreñido entre los muros paganos donde remite todo atisbo de civilización
La literatura está llena de ejemplos a ese respecto: Châli de Maupassant o El estigma de la bestia de Kipling son algunos relatos que describen con precisión ese territorio de lo primario, de lo ancestral. La mixtura temática que alimenta King Kong encuentra en un clásico del cine fantástico como El mundo perdido (The Lost World, 1925) de Harry O. Hoyt, gran parte del material pirotécnico por el que desfilar una historia de amor contranatura que de, otro modo, sin un transfondo mitológico, difícilmente hubiera sido entendida por la sociedad de la época.
King Kong preserva una idea de la inocencia, indigesta y brutal para el hombre moderno, y Merian C. Cooper debió entender en su momento que ese mundo fantástico y virgen debía quedar constreñido entre los muros paganos donde remite todo atisbo de civilización. Una vez se destruyera ese muro (físico en el filme), todas las certidumbres del hombre moderno quedarían en entredicho.
El King Kong de Cooper y Schoedsack es un claro precedente de cine de género con una ramificación discursiva francamente enriquecedora. Por un lado tenemos la historia de amor imposible que toma prestadas sus raíces del cuento de La Bella y la Bestia escrito por LaPrince de Beaumont; por otro lado, la implícita crítica social que hace del hombre un ser decadente y egoísta, prisionero de sus terrores, y por último, un clara denuncia a los métodos inquisitoriales y ególatras de la maquinaria hollywoodiense. Y si de precedentes hablamos, no podemos perder de vista que todos estos contenidos tan sabiamente destilados forman el eje de uno de los filmes más hipnóticos y profusamente titánicos de la historia del séptimo arte. A ese precedente, si se me permite ser renuente, cabe bautizarlo con el sustantivo espectáculo, y eso es precisamente King Kong: el cine como espectáculo visual sin cortapisas.
El director protagonista del filme en la ficción, Carl Denham, persigue rodar la película perfecta y para ello además de una combinación sólida entre romance y aventura necesita algo más. Para Denham ese “algo más” aparece en el instante en que la neblina que envuelve la barcaza (metafóricamente caronteniana) con la que ha cruzado el océano da paso al amenazante muro de Skull surgido de la nada. Ese doble juego, con Carl Deham como director y Merian C. Cooper como metadirector en la sombra, es como poco un brillante vehículo de autocrítica y un sano ejercicio de desmitificación desde las entrañas mismas del cine.
King Kong es pues una viaje hacia lo desconocido, un brillante paralelo del espíritu documentalista presente en el cine de Howard Hawks o de John Huston. Pero ese territorio desconocido que se presenta ante la cámara virgen esconde una voluntad mucho más angosta. Merian C. Cooper se propone una vocacional veracidad a la hora de retratar una idea abstracta del horror que se impuso con los años. En este sentido, el precedente que supone King Kong no es nada desdeñable tratándose de un filme tan antiguo, es evidente que el fime de Cooper y Schoedsack aspira a ser la mejor película jamás rodada, tan ambiciosa como la deseada por Denham en la ficción.
Si narrativamente el filme ofrece un manejo del suspense privilegiado y un ritmo casi adrenalítico desde sus primeros quince minutos de metraje, en el apartado técnico la espectacularidad del filme no pierde enteros. Además del inspiradísimo trabajo stop-motion cortesía de Willis O´Brian (parte de la espectacular fisicidad del filme es íntegramente mérito suyo) habría que destacar otras parcelas como la fotografía o el sonido.
King Kong se estructura en dos actos bien diferenciados, aquel que inserta al hombre en el territorio hostil del gran gorila, y por último, el que lleva a la Bestia a la jungla de asfalto de los hombres. En el primer tramo, Denham pasa de ser un director soñador a un hombre de negocios sin escrúpulos. Ese apunte de denuncia a los valores profesionales y humanos, narrativamente procura un punto de inflexión y busca que el espectador pase a tomar parte del filme solidarizándose emocionalmente con el monstruo. A partir de ese instante la vida humana deja de tener un sentido individual, sólo interesa la imposible historia de amor entre el monstruo y la chica. Kong puede morder el cuerpecillo de una víctima inocente o pisotearla sin que dejemos de admirar su paso firme, su convicción noble y animal. Esa es la sensación que late tras nuestra mirada cuando Kong rompe sus cadenas y arremete contra el mobiliario público y los ciudadanos de Nueva York. Esa estrambótica idea, tan zoofílica, de la historia de amor entre un simio y una actriz hace de esta cinta un producto diferente de futuros blockbusters como las sagas de Godzilla, el kaiju-eiga o el cine de catástrofes. Además de una obra maestra del cine fantástico gracias a sus méritos técnicos, King Kong es uno de los más bellos melodramas nunca llevados a la gran pantalla, su riqueza de matices es enorme.
Si narrativamente el filme ofrece un manejo del suspense privilegiado y un ritmo casi adrenalítico desde sus primeros quince minutos de metraje, en el apartado técnico la espectacularidad del filme no pierde enteros. Además del inspiradísimo trabajo stop-motion cortesía de Willis O´Brian (parte de la espectacular fisicidad del filme es íntegramente mérito suyo) habría que destacar otras parcelas como la fotografía o el sonido.
Merian C. Cooper ideó trucos francamente inventivos. Vaya un ejemplo: para hacer de los sonidos guturales de su simio gigante algo realmente estremecedor, la carta escondida por el realizador norteamericano consistió en reproducir el rugido de un león hacia atrás.
La dirección fotográfica de Edward Lindon, Vernon Walker y J. O. Taylor combinada con el trabajo meritorio de los escenógrafos de la RKO consiguieron un look muy particular (de un expresionismo sutil) para el filme. Esa labor técnica brilla con mayor vigor en las secuencias de la isla, menos oscuras y acartonadas que las pertenecientes a Nueva York. El filme sitúa a Kong en un decorado que reproduce la jungla en tres niveles de profundidad dando una mayor sensación de volumen al objeto en la pantalla, en este caso el simio, y ampliando la sensación de profundidad de campo. Una técnica similar ha sido creada por la empresa WETA para la última versión de King Kong, dirigida por el neozelandés Peter Jackson, solventando algunos interrogantes infográficos de nuestro tiempo [2] con ideas preestablecidas en el filme original del año 1933.
Igual grado de experimentación tuvo la parcela del sonido. Al margen de la extraordinaria banda sonora de Max Steiner (pura adrenalina sonora), Merian C. Cooper ideó trucos francamente inventivos. Vaya un ejemplo: para hacer de los sonidos guturales de su simio gigante algo realmente estremecedor, la carta escondida por el realizador norteamericano consistió en reproducir el rugido de un león hacia atrás creando un resultado inimitable por ninguna fiera en la faz de la tierra. Ésta es sólo una de las decenas de anécdotas que rodean al filme, como aquélla que sitúa la génesis de la estampa de Kong sobre el Empire State Building en una tarde en que un meditabundo Merian C. Cooper observaba el sky line de Nueva York e imaginó a un gorila trepando por uno de los edificios (a la manera del mono asesino de Los crímenes de la calle Morgue (Murders in the Rue Morgue, 1932) de Robert Florey. Haríamos bien en quedarnos en ese punto, el que dio pie a la secuencia que concentra toda la belleza y la genialidad técnica de King Kong. El simio herido, en pie sobre el mítico edificio, aguanta las envestidas de las avionetas de combate, como si el tándem de realizadores, cámara al hombro, envistieran a un rinoceronte en plena selva africana [3]. Esta secuencia, auténtico clímax del filme, concentra la tragedia de los clásicos en una estampa de modernidad.