publicado el 21 de diciembre de 2005
Lluís Rueda | La cuarta película de la saga cinematográfica basada en la obra de la escritora británica J. K. Rowling aterrizó en nuestras pantallas sin excesivas sorpresas formales y apostando por la continuidad. Tras el giro estilístico de la tercera entrega, Harry Potter y el prisionero de Azkaban (Harry Potter and the Prisoner of Azkaban, 2004) de Alfonso Cuarón, el realizador británico Mike Newell (Cuatro bodas y un funeral, Donnie Brasco), máximo responsable de la nueva entrega, no ha querido desnaturalizar el tono gótico y adulto apuntado por Cuarón. Harry Potter y el cáliz de fuego (Harry Potter and the Goblet of Fire, 2005) procura que la saga renuncie definitivamente a la etiqueta de fábula amable y así se desmarca del tono infantil y colorista de las dos primeras entregas firmadas por Chris Columbus.
El filme de Newell insiste en el catálogo de obsesiones propio de un Potter adolescente, de perfil desencantado y de carácter inestable. Una de las mejores aportaciones de Cuarón a la saga fue plantear la magia que anida en los jóvenes aprendices de hechicero como una lacerante carga, como un don que obliga al sacrificio, y esa circunstancia en Harry Potter y el cáliz de fuego no sólo queda reflejada en los alumnos, también en los profesores de Hogwarts (almas tan vulnerables como los adolescentes que tutelan). La sombra del Mal (encarnada por el luciferino Lord Voldemort) está presente en el filme desde el primer instante y esa presencia ensombrece cada fotograma. Del minimalismo gótico del Cuarón más influido por el legado de los hermanos Grimm, hemos pasado a cierta sofisticación de la oscuridad. Newell, un cineasta de carrera irregular, muestra un sorprendente sentido de la grandilocuencia y una gran capacidad para ribetear la magnanimidad tétrica del relato con un sabio poder de síntesis en las escenas más intimistas (algo que en su carrera ha demostrado tanto en la parcela del drama como en la comedia).
Newell, un cineasta de carrera irregular, muestra un sorprendente sentido de la grandilocuencia y una gran capacidad para ribetear la magnanimidad tétrica del relato con un sabio poder de síntesis para las escenas más intimistas.
Harry Potter y el cáliz de fuego es el filme más espectacular de la saga, un tour de force visual impagable que sabe deslizar con inteligencia una madurez narrativa necesaria. La concepción del plano-espectáculo (tan común desde que Peter Jackson se hiciera cargo de la saga de El señor de los anillos) es, según Newell, algo que debe ser equilibrado, acorde a la historia. Una concepción desmesuradamente épica para relatar la transición de un alma tan encharcada como la de Potter no hubiera funcionado. Newell consigue que su realización sea lo suficientemente catedralicia como para que los espectaculares efectos especiales brillen sin que su tono grave se vea perjudicado. El filme arrollará la retina del espectador en las trepidantes pruebas a las que Potter tendrá que enfrentarse (especialmente brillante es aquélla que sucede en el fondo de un lago), pero también encogerá el alma, emponzoñará los sentidos, en otro tipo de pruebas que tienen mucho más que ver con la existencia, con la identidad y con todos aquellos fantasmas que Potter arrastra desde que por primera vez empuñara una varita mágica.
La saga cinematográfica definitivamente endurece su discurso y amplia su catálogo visual como el potente blockbuster que es. Con este filme, la franquicia de Harry Potter está más cerca de esa gran obra maestra que por ahora nos han escamoteado. De momento disfruten de este viaje de iniciación, que simultanea dragones y anfibios con amargas conspiraciones y filiaciones dudosas. Ya nada queda de aquellas fantasías pizpiretas del Potter post-parvulario: bienvenido al mundo de los adultos, Harry.