publicado el 3 de septiembre de 2012
Pau Roig | El escritor, guionista y productor Seth Grahame-Smith (nacido Seth Jared Greenberg en 1976) se ha convertido prácticamente de la noche a la mañana en el nuevo enfant terrible de la literatura de consumo rápido de Estados Unidos y parece que también del cine de gran presupuesto. El enorme –y más bien incompresible– éxito del ensayo 'Cómo sobrevivir a una película de terror' (2007) y de las novelas 'Orgullo y prejuicio y zombies' (2009) y de 'Abraham Lincoln: Cazador de vampiros' (2010), de hecho, lo han llevado a entrar por la puerta grande de Hollywood en un tiempo récord: en agradecimiento por los servicios prestados por el guión de la ridícula Sombras tenebrosas (Dark shadows, 2012), Tim Burton produce ahora la primera adaptación cinematográfica de una de sus obras, convertida por el Roland Emmerich ruso, Timur Bekmambetov, en un blockbuster torpe, aburrido y que se toma demasiado en serio a sí mismo.
Tanto la (per)versión de la popular novela de Jane Austen como la particular relectura de la historia de Estados Unidos que propone la novela ahora adaptada pueden contemplarse como un irónico intento de deconstrucción de algunos mitos e ideas preconcebidas de la literatura y la historia contemporánea, descontextualizados y pasados por la batidora de la literatura pulp estadounidense. No se trata ni mucho menos de pervertir la tradición ni de reescribir la historia, sino de ficcionalizar una serie de hechos históricos para la creación de un divertimento apto para todos los públicos, sin ánimo de ofender a nadie y con el único objetivo de entretener: nadie puso el grito al cielo cuando el mediocre Harrison Ford interpretó a un presidente de los Estados Unidos tan expeditivo como idiota en la fascistoide Air force one (Wolfgang Petersen, 1997), por lo que la polémica desatada en Estados Unidos acerca de la conveniencia –incluso del sacrilegio– que supone convertir uno de los más famosos presidentes norteamericanos en un vengativo cazador de vampiros carece de ningún sentido. La vida de Abraham Lincoln (1809-1865) ya ha sido llevada en numerosas ocasiones a la gran pantalla –y se aproxima el estreno de una nueva biografía, firmada por Steven Spielberg y con Daniel Day-Lewis de protagonista–, y Grahame-Smith, Bekmambetov y Burton utilizan detalles de su vida personal y política casi como un pretexto, como un vago trasfondo en el que apoyar un relato tan voluntarioso como maniqueo y carente de profundidad.
La muerte de su madre en 1818 tras el ataque de un vampiro despertará en el joven Abraham Lincoln unos deseos de venganza y muerte que sólo podrá saciar algunos años más tarde, cuando entre en contacto con un misterioso cazavampiros –Henry Sturgess (Dominic Cooper)–, que lo adiestrará y lo pondrá al corriente sobre la conspiración de las criaturas de la noche, responsables poco después del estallido de una guerra civil fratricida con la que pretenden llegar a dominar el país. El paralelismo entre los vampiros y los partidarios de la esclavitud durante una de las épocas más convulsas de la historia de Estados Unidos se hace evidente desde prácticamente el arranque del filme, que abunda en este tipo de “relecturas” históricas en busca de una cohesión, en menor medida de una homogeneidad, que no acaban de aparecer en ningún momento. Aquí las criaturas de la noche pueden pasear tranquilamente bajo la luz del sol y no parecen tener aversión ni a los ajos ni a los crucifijos, tampoco a las estacas de madera: la única manera de destruirlos es recurriendo a la plata, un recurso más propio de la mitología licantrópica que de la vampírica pero que justifica la victoria final de Lincoln en el desenlace de la guerra de Secesión, gracias a la distribución de municiones fabricadas a partir de este metal (la visualización de los soldados en el campo de batalla armados con afiladas estacas no hubiera tenido el mismo efecto, sin duda). La historia real del personaje interesa más bien poco al guionista, que recurre a ella sólo cuando le interesa –su boda con Mary Todd (Mary Elizabeth Winstead), personaje ejemplarmente mal dibujado, la muerte de su hijo pequeño, aquí atacado por la insípida vampiresa rubia interpretada por Erin Wasson–, pero más como un guiño que como una base sólida sobre la que construir la ficción. Abraham Lincoln: Cazador de vampiros, así, empieza como un lánguido filme de aventuras fantásticas con el proceso de aprendizaje y la llegada a la madurez del protagonista (momento en el que inicia su actividad como “cazador”), continúa después como un drama histórico de un esquematismo exasperante –la llegada de Lincoln al mundo de la política y su elección como el decimosexto presidente de la historia de Estados Unidos se despachan en unos pocos minutos– y, finalmente, adopta la estructura de un thriller conspiranoide que da vueltas sobre sí mismo haciendo tiempo para la lucha final entre el presidente y el líder de los vampiros / esclavistas, Adam (Rufus Sewell). Trasunto de un Bien prácticamente absoluto, Lincoln es presentado además como un personaje de una sola pieza y de tintes absurdamente mesiánicos, sin que se profundice en ningún momento ni de ninguna manera en los claroscuros de su vida privada (su posible homosexualidad) ni política (durante buena parte de la guerra priorizó la cohesión de la Unión a la abolición de la esclavitud).
Timur Bekmambetov en ningún momento encuentra el tono ni el ritmo adecuados para ensamblar los distintos elementos narrativos y dramáticos puestos a su disposición, y cede un protagonismo exagerado a las escenas de acción y persecución. Igual que en buena parte de sus realizaciones anteriores, el responsable de Guardianes de la noche (Nochnoy dozor, 2004) y Guardianes del día (Dnevnoi Dozor, 2006) sigue apostando por la desmesura y por la acumulación estrepitosa de efectos visuales generados por ordenador, aceleraciones y ralentizaciones y sigue recurriendo a un montaje sincopado que en los momentos de mayor tensión apenas deja apreciar nada de lo que está ocurriendo (defecto aumentado aún por la falta de luz del sistema tridimensional en el que se exhiben la mayoría de las copias: la película fue pensada y rodada en dos dimensiones, y se nota). Se trata de recursos más propios del mundo de la publicidad y del videoclip que del cine y que aquí, trasladados a mediados del siglo XIX, chirrían casi tanto como las luchas de artes marciales al ralentí de Mark Dacascos en la Francia del siglo XVIII –El pacto de los lobos (Le pacte des loups, Christophe Gans, 2001)–. No hay en Abraham Lincoln: Cazador de vampiros el menor atisbo de clasicismo ni, en el fondo, tampoco ninguna preocupación por la coherencia y la progresión dramática de una trama plagada de tiempos muertos que preludian delirantes estallidos de acción y violencia, algunos de ellos tan pasados de vueltas como la persecución en medio de una estampida de caballos durante un atardecer de postal o la dilatada lucha final entre Lincoln y sus inseparables colaboradores –Will Johnson (Anthony Mackie) y Joshua Speed (Jimmi Simpson)– con los vampiros en un tren en marcha. Son secuencias delirantes y frenéticas que dan buena cuenta del abultado presupuesto manejado y de la generosidad de recursos técnicos, pero que se resuelven de manera mecánica, sin convencimiento, sin esa pizca de delirio y de ironía más o menos asumido que cualquier buen aficionado al cine de género espera de una propuesta de estas características. La película puede que satisfaga a aquellos espectadores que sólo buscan pasar el rato una caldeada tarde de verano, pero palidece al lado de propuestas igualmente fallidas –por ejemplo El sicario de Dios (Priest, Scott Stewart, 2011)– pero que al menos no se tomaban tan en serio a sí mismas ni hacían gala de un afán de trascendencia que en el título que ahora nos ocupa choca de manera frontal contra su condición de divertimento banal facturado sin inventiva, sin la menor capacidad de sorpresa, sin chispa. Algo, por cierto, que ya ocurría con otra revisión en clave fantástica de otro personaje histórico, el escritor Edgar Allan Poe, en la desastrosa El enigma del cuervo (The raven, James McTeigue, 2012), estrenada con pocos meses diferencia y con los mismos defectos de concepción y de ejecución del filme que ahora nos ocupa.