publicado el 11 de marzo de 2009
En contadas ocasiones, hemos determinado calificar como clásico moderno un filme que apenas si tiene unas semanas de vida desde su estreno. Hemos convenido hacer una excepción con 'El curioso caso de Benjamin Button' porque estimamos que, más allá de su paradoja narrativa, existe una lúcida mirada acerca del individuo, el tiempo y esa ‘deambulación infinita’ que apunta Carlos Losilla en su excelente artículo "El arte de fluir"[1]. En la tesitura de una relectura del melodrama al más puro estilo Franz Capra, se entrecruzan dos almas que navegan en direcciones opuestas y apenas si se rozan los dedos en la fugacidad de un instante, eso nos plantea el clásico de David Fincher: la circunstancia de lo que fuimos y la conjetura de lo que pudimos ser.
Lluís Rueda | Lo más recurrente que a uno le viene a la cabeza al pensar en el último filme de D. Fincher es que estamos ante una muy estimulante suma de retazos cinematográficos,
un filme caleidoscópico que se sustenta en una metáfora subjetiva, incierta, y que ofrece un devenir narrativo delimitado, anunciado y concluso desde los primeros instantes. Sin embargo, la receta coral que plantea el realizador refleja la búsqueda de la esencia misma de la literatura clásica norteamericana (F. Scott Fritzgeral) y su afán grandilocuente por captar un relieve en el que los figurantes y el paisaje son aristas, elementos de una fábula autóctona y profundamente americana, en el sentido más excelso y ambicioso.
Hay una poética fantástica, única, que se alimenta de los barcos de vapor de Nueva Orleans, de las mansiones victorianas de Nueva Inglaterra o de los oportunistas golfillos que ribetean los ladrillos rojos de Chicago. Es un legado tan pretérito como lo es Washington Irving o Mark Twain, y tan sólido que aún perdura en escritores como Daniel Wallace [2] auténtico adalid del 'realismo mágico' norteamericano contemporáneo. Un legado (acaso extragenérico) que se exorciza en las mieses de la Guerra de Secesión y es reinventado en el horror y la quietud de la época de la Depresión. Planteo esta reflexión porque creo que tanto el guión de Eric Roth (basado en un relato de S. Fitzgerald) como el oficio de David Fincher (mutado a director esencialista y mágico) participan de un legado estético muy reconocible, especialmente en el majestuoso primer tramo del filme –más o menos hasta que Benjamin alcanza la media edad-. Ese inicio, maravilloso, que tanto podría reconocerse en las fugas fantásticas de Big Fish(2003) de Tim Burton, en la nómada saturnalia de la serie televisiva Carnival como en el decadentismo crepuscular de Una serie de catastróficas desdichas de Lemoney Snicket (Lemony Snicket's A Series of Unfortunate Events, 2004) de Brad Silberling –un filme más serio de lo que aparenta-, tiene ese plus preciosista del fantástico más barroco: entiendo, sabia aleación entre las ilustraciones de David Gorey y la tradición pastoral americana explicada a través de la condición grotesca de un ser desarraigado.
David Fincher es una esponja meticulosa que porfía su relato a la mecánica de Forrest Gump(1994) de Robert Zemeckis y la emoción de instantáneos melodramas de la década de 1990 como Tomates verdes fritos (Fried Green Tomatoes,1992) de Jon Avnet todo un canto a la insumisión. Su filme maneja con impecable inteligencia un cuento improbable, en cierto modo, sarcástico, dándole la vuelta y convirtiéndolo en un material sensible, perdurable y universal. El curioso caso de Benjamin Button es una obra imperfecta que sazona su desarrollo a la paroxística del flashback como contrapunto emocional y se muta a sí misma en un tramo final que –a sabiendas- pierde luminosidad, se oscurece y enferma, justo cuando su protagonista alcanza la lozanía física. En este punto, cabe reflexionar acerca de si la ‘arriesgada’ fórmula del flashback continuado le va bien a un filme de estas características. En mi opinión el abuso es innecesario y engorda el metraje de un modo innecesario. No creo que el reiterado retrato de madre e hija (Julia Ormond y una Cate Blanchett convenientemente envejecida) aporten un contrapunto imprescindible, ni que el huracán Katerina en constante fuera de campo tenga nada que aportar, habida cuenta de que, a la postre, ese fenómeno meteorológico no sirve para hilar ningún cabo suelto emocional, metafórico (ese hilar sería demasiado críptico) o físico. Pero, en todo caso, esos elementos no perjudican el buen tono del filme, ni despistan a un espectador abastamente agradecido por esa sinergia fantástica que le invade desde el primer al último fotograma. Es más, entiendo que Fincher procura esos espacios realistas para que su insólita historia respire: conceder unas pautas de calma, distanciamiento. Es decir, crea claros con la intención de dejar respirar la trama. Es un ardid de poeta reflexivo, de mago experimentado.
Por otro lado, resulta impecable, riquísima e inquietante, la descripción de Benjamin Button, un personaje que decrece mientras su psique madura y se atempera, un individuo que, en su madurez participa, de la extrañeza del vampiro y en su niñez de la monstruosidad de una atracción de feria. D. Fincher es demasiado generoso, paternalista y bienintencionado en su retrato del entorno del muchacho-anciano (es difícil creer que sea acogido como una bendición), sin embargo, poco importa, lo que nos atrapa como espectadores es la intensidad de la metáfora temporal y el contraste del insecto que camina al contrario de las agujas de un reloj: todo un acierto que nos obliga a empatizar, emocionarnos, ser cómplices de ese ser expectante que deja la vida pasar con la sibilina actitud de un tullido en tierra de Faraones.
Es por esa dificultad añadida que el trabajo de efectos especiales va estrechamente unido al enfoque de un personaje en constante involución, digo involución porque mientras el niño en cuerpo de viejo es aceptable, asumible, la idea del joven de mirada intrigante que aparece en el último tramo del filme nos sugiere algo apocalíptico, vampírico y totalmente inaceptable. Brad Pitt es, en su faceta interpretativa, un molde de yeso con un tanto de humanidad. Se me ocurren otros actores más capaces para expresar sentimientos contradictorios, pero la elección de Fincher de la pareja protagonista también parece que persiga un sentimiento de extrañeza, fíjense en esa Cate Blanchett que ya es un anciana resabida en plena adolescencia, en mi opinión la química que rodea los personajes en la madurez entrecruzada de ambos es poco ambigua, algo forzada y exenta de intensidad, algo que no hallamos cuando Benjamin es un monstruo perplejo, un raro entrañable –¡qué maravilla ese paseo por el río en la remolcadora ‘Chelsea’! Fíjense como la anomalía insertada en el relato amplifica el interés por sus personajes, la sensación de tragedia.
¿Recuerdan que Brad Pitt ya interpretó a un monstruo entrañable que rondaba las calles de Nueva Orleans? Pues no pierdan detalle de aquel Louis de Entrevista con el vampiro(Interview with the vampire, 1994) de Neil Jordan, la esencia de aquel joven vampiro atormentado se entrecruza en alguna secuencia de este filme que, como su personaje central, acaba agazapándose entre detritus. Al hilo de esa pregunta cabe fijarse en algunas de las subtramas del filme: fascinante y bien expuesto, es todo el periplo de Benjamin en una Segunda Guerra Mundial que apenas le alcanza como sombra en forma de submarino y, desde luego, más reseñable resulta la estancia durante meses del protagonista en un inquietante hotel moscovita. Ese excelso ‘cortometraje’ o inserto, una historia de amor y sexo entre la mujer de un embajador (espléndida una vez más Tilda Swinton) y un Benjamin que aparenta unos sesenta años (cuando, en realidad, es un veinteañero retraído), es simplemente lo mejor del filme. Estos dos seres solitarios y nocturnos a los que nunca vemos en compañía acaban por resultar dos no-muertos destinados a entenderse. A mi juicio, hay más química y lascivia concentrada en esa subtrama que en toda la odisea que refleja la cinta –recordemos que se trata de un cuarentona acostándose por placer con un precoz jovencito de piel apergaminada-. Es interesante cómo el titubeo y el laconismo del joven Benjamin –casi un decadente Lord Jim atrapado en un Moscú triste y helado- a ojos de la madura partenaire se transforman en una sugestiva sensación de seguridad y autosuficiencia.
No debemos perder de vista que, en el cine, el tiempo es una mecánica que se ajusta a placer a nuestra percepción, nos sugestiona y modifica nuestra realidad. Insisto en esta mecánica del anhelo tarkovskiano de esculpir el tiempo en tanto El curioso caso de Benjamin Button no sólo muestra la elaboración del resorte fabulador, el truco cinematográfico, sino que lo expone como un argumento potencial para deconstruir inercias vitales, contraponer anhelos y sembrar esperanza en un universo que se escinde en la conjetura de un atardecer necesario e inevitable.
El curioso caso de Benjamin Button se convertirá, sin duda, en un clásico atemporal, en cierto modo anticlimático y aunque en su estructura resulte tan convencional como cualquier melodrama al uso, no duden que perdurará tanto por la magia de su diseño de producción como por la inquietante paradoja que sirve de motor a la historia. David Fincher, tras reinventar el thriller policiaco con Zodiac se ha propuesto servirse del melodrama para explicarnos el sentido de la vida desde el punto de vista de la mirada inocente del monstruo, y a fe que, si uno escarba más allá de las inevitables capas de azúcar, el mensaje es más desolador que el llanto de un anciano. Les será relativamente fácil amar este filme si ustedes se hacen las preguntas adecuadas, el resto es una maravillosa obra que destila la luz con la precisión de un cuadro de Andrew Wyeth y debe muchos enteros a la extraordinaria banda sonora de Alexandre Desplat.