publicado el 7 de abril de 2005
Lluís Rueda | Tras la incursión en el wu xia que supuso Hero (Ying xiong, 2002), una historia épica ambientada en la convulsa época de los reinos combatientes, Zhang Yimou vuelve al género de espadas y artes marciales pero esta vez para acercarse a una historia algo más prosaica y menos grandilocuente. No hay que engañarse, la apariencia minimalista del argumento –un triángulo de celos, amor y venganza radiografiado hasta los tuétanos–, viste y se engalana con el mismo fervor por el barroco y la saturación cromática de su antecesora.
El ritmo trepidante que imprime el director de La linterna roja desde las primeras secuencias, te hace sospechar, o intuir un filme de aventuras –un sólido wu xia pian– que nunca llega a materializarse, acaso en espúreas secuencias de acción (cortesía del excelente coreógrafo Ching Siu-Tung), de un cromatismo desbordante y en esas luchas a espada tan manidas que, en en ocasiones, llegan a saturar de puro reiterativas. Cada asalto en el camino de la guardia imperial precede a un “pio pio” primaveral de la atractiva pareja protagonista Zhang Ziyi (Hero) y Takeshi Kaneshiro (Returned), de modo que Yimou oculta sus verdaderas intenciones hasta el tramo final del filme pero hace que el espectador llegue a ese punto tan agotado como poco receptivo.
El filme tiene momentos de indudable mérito, como su coreografía inicial en el palacio, con una Zhang Ziyi extraordinaria demostrando su faceta de bailarina, y una planificación prodigiosa que convierte la danza de las alubias en una experiéncia cinematográfica imprescindible. De igual modo cabe citar otros momentos cumbre del filme como el ataque de la guardia en el bosque de bambúes o las numerosas filigranas ópticas con las que Yimou somete nuestras retinas tanto en las escenas de arco y flecha como en las acometidas de esas dagas “inteligentes” que parecen participar de una mágica coreografía hipnótica.
El filme tiene momentos de indudable mérito, como su coreografía inicial en el palacio, con una Zhang Ziyi extraordinaria demostrando su faceta de bailarina, y una planificación prodigiosa que convierte la danza de las alubias en una experiéncia cinematográfica imprescindible.
Con todo, la cinta no acaba de resultar tan efectiva como Hero, filme superior que administraba con más inteligencia su voluntad esteticista y que dotaba a sus personajes de un aura de misticismo y leyenda mucho más embriagadora. El recurso del color en Hero disfrazaba un código de atributos humanos –el verde de la venganza, el blanco de la muerte…– con una clara voluntad discursiva, que aunque pretenciosa y esteta quedaba parcialmente justificada. En La casa de las dagas voladoras ese intento de justificación es inexistente y los ostentosos parámetros de la fotografía de Zhao Tingxio carecen de mesura.
Zhang Yimou defiende un material inapropiado para la paleta de colores que impera en su cine actual, dicho de otro modo, lo sombrío del texto se diluye en su afán policromático. La brecha entre estética y argumento es demasiado arbitraria, y no basta con cubrirla con excelsos juegos de artificio. El material que maneja deviene endeble para el cine que piden sus entrañas en este momento –quizás algo menos intimista–. Por otro lado un ritmo más reposado, menos vodevilesco, le hubiera hecho mayor justicia a este amargo cuento, una historia unidireccional que nunca busca apoyo en subtramas –otra diferencia con Hero–, y que adolece de lo peor que puede pasarle a una historia de amor: que el ritmo impuesto no deje macerar su sustrato anímico.
A la correcta interpretación del dúo protagonista cabe añadir la importante presencia de Andy Lau (Infernal Affairs), polifacético actor que borda su papel y acaba por merendarse interpretativamente a sus compañeros de reparto, y es que su personaje, el agente del gobierno Leo, es sin duda el que aporta más claroscuros en una historia excesivamente lineal cuyos retrueques argumentales no son tan sorprendentes como debieran.
No es necesario un carnaval pictórico para retratar una contundente historia de amor. Ang Lee lo dejó muy claro en Tigre y Dragón (Wo hu cang long, 2000), nada como un juego de miradas bajo el techo de las estrellas. Eso es lo que distingue a un director en estado de gracia, la capacidad para conmover con pocos elementos, sea en una película de gangsters, en una del Oeste, o como en este caso, en un wu xia.