publicado el 22 de octubre de 2012
El giallo fue un género típicamente italiano que nació de la destrucción de los mecanismos del thriller anglosajón; su tempo preciso y su guion de relojería saltaron por los aires en favor de una apuesta decidida por los aspectos más irracionales del sexo y el horror. En el giallo no importaba tanto el guion, de hecho, no importaba en absoluto, y sí que importaba, y mucho, la puesta en escena, el color, el movimiento y la imagen. Una película era mucho más que la historia que contaba, era casi un ritual de sangre, objetos afilados y fetichismo. Berberian Sound Studio tiene algo de esta dicotomía entre racionalidad y sangre que dio lugar a este género irrepetible. Pero también es un viaje alucinado al interior de los mecanismos del cine, una pesadilla abstracta de sonido y locura, y una oscura comedia negra.
Marta Torres | Estamos en los años setenta, en plena eclosión del giallo. Gilderoy (Toby Jones), un maduro montador de sonido inglés, que vive aún con su madre y pone el sonido a insulsos documentales sobre la naturaleza, viaja a Italia para encargarse del montaje de sonido de El vórtice ecuestre, del misterioso director italiano Santini. Una vez en Italia, descubrirá que se trata en realidad de un filme de horror –en realidad creía que se trataba de un filme de caballos–, en una revelación que tiene algo de pérdida grotesca de la inocencia. En seguida se sentirá acorralado en el oscuro mundo de la productora de sonido, sometido a cortes de luz inexplicables y rodeado de hermosas mujeres que apenas entienden su idioma y de hombres de arrebatos violentos e incomprensibles. Sin apenas entender una palabra, Gilderoy pasa los días montando escenas violentas y extrañas de una película que, como espectadores, hemos de imaginar a través del sonido y de su montaje: los gritos de las mujeres asesinadas, las imprecaciones de las brujas, la música y los machetazos a frutas que imitan la textura de la carne y sus jugos. No es la primera vez que se recurre al poder evocador del sonido a través de un personaje que se dedica a su montaje –ya lo hizo Brian de Palma en Blow Out (1981) o Francis Coppola en The Conversation (1974),- pero sí es la primera vez en que la apuesta es tan radical y abstracta [1].
Se lo debemos a Peter Strickland, director y guionista inglés de cine independiente que firma con Berberian... su segunda película, la primera era un filme rural de bajo presupuesto rodado en Hungría llamado Katalin Varga que no comparte con la película actual ni tono ni ambiciones. Strickland hizo una versión reducida de Berberian Sound Studio en el año 2005, en la que ya aparecía su oscura fascinación por los procesos cinematográficos al describir con obsesión casi fetichista los instrumentos y aparatos que hacían posible la edición analógica. Mesas de sonido, cintas, reproductores, micrófonos y bobinas se convierten en instrumentos al servicio del horror y en un reverso desconocido del cine que todos conocemos. Parece que la película nos esté desvelando un secreto oculto que no habíamos visto hasta ahora y que sólo es visible, precisamente, en ausencia de imágenes.
El círculo ecuestre se convierte de este modo en una sublimación exacta del espíritu del giallo, Como nunca se concreta en imágenes que veamos en pantalla, proyectamos en ella los horrores de Fulci y la poesía oscura de Bava, la sofisticación violenta de Argento y la sensualidad de Margheriti. Todo se condensa en una hipnótica abstracción de sonido y frutas machacadas, de peligrosa apariencia carnal que tanto incomodan a nuestro recatado montador inglés, que ve en todos estos elementos una sutil pero firme amenaza.
Berberian Sound Studio se sirve de los misteriosos mecanismos del ritmo para crear un atmosfera opresiva de aires kafkianos que transcurre íntegramente en las oscuras oficinas y en las salas de sonorización de este estudio de sonido, que nuestro protagonista no abandonará jamás, aceptando sus leyes incomprensibles y esquivando, en vano, sus trampas, hechas tanto del terror de la película que producen como de la perversa explotación a la que el director somete a sus empleados, actrices incluidas. La sensación es que Gilderoy está prisionero, tanto de su contrato como de la película en la que trabaja y que se va infiltrando, como un veneno oscuro, en su cerebro hasta que su lógica anglosajona se ve literalmente avasallada por las miasmas terroríficas de un país desconocido.