publicado el 14 de febrero de 2013
La Jungla de Cristal se estrenó en 1988 como un producto de acción novedoso y sofisticado para la época, 25 años más tarde y después de Misión imposible o la saga de Jason Bourne, la Jungla sólo puede reivindicar su espíritu rebelde y ochentero encarnado en un personaje chapado a la antigua que resiste los embates del tiempo (John McClane interpretado por Willis).
Marta Torres | Parece que los creadores de la saga de La Jungla de Cristal piensan que la fórmula –un hombre que pasaba por allí y acaba enfrentándose él solo contra los malos– necesita de una justificación constante. Si en La jungla 4.0 (Live Free or Die Hard, 2007) el conflicto estaba entre un John McClane anticuado y analógico y una sociedad cada vez más tecnificada y digital, en la nueva entrega toma la forma de un conflicto generacional con su hijo, su alter ego adaptado al nuevo milenio, espía y miembro de la CIA, representante de una violencia planificada al milímetro y antítesis de la acción festiva y ochentera que representa su padre y la propia saga.
El conflicto, además, se dirime en un escenario tópico de la vieja escuela: la Rusia que añora los modos más oscuros de la antigua Unión Soviética; incluso el nombre de la película (Un buen día para morir) parece un guiño a las películas de espías y agentes especiales de antaño, cuando el enemigo estaba claro y un solo hombre podía arreglar el mundo. La película se sitúa, aunque sea en espíritu, “fuera de época” e incluso hace referencia expresa a Ronald Reagan, Michail Gorbatxov y el desastre de Chernóbil.
En este escenario, nuestro viejo cowboy se enfrenta a todo lo que es contrario a su naturaleza: las organizaciones de espías ultraplanificadas, donde los hombres son prescindibles y un hijo que reniega de su padre y de sus métodos de vieja escuela. El tercer elemento en conflicto, que aquí se utiliza en su vis cómica, es el que enfrenta sus modos de tío duro con su recién descubierto (para el espectador) sentimiento de paternidad.
El problema es que la película no parece creer en aquello que reivindica. Al margen de un par de escenas de acción realmente espectaculares, el resto es un perfecto mecanismo sin vida. Las peleas, las bromas autoreferenciales, las puyas humorísticas entre los protagonistas parecen seguir un guion pautado al milímetro escrito por una máquina que los actores hacen suyo sin demasiada convicción mientras el realizador parece buscar el rumbo con una cámara errática. Las intenciones son demasiado claras y el mecanismo por el cual nos quieren vender la película es diáfano y transparente como el cristal: John McClane actúa como si supiera que al otro lado hay una platea repleta de espectadores que han visto todas sus películas.