publicado el 16 de abril de 2013
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The Blair Witch Project |
El horror ha sido, generalmente, un género situado más en los márgenes de la gran industria que en el interior del sistema de estudios, más propio de la serie B y la serie Z independiente que de las grandes compañías multinacionales. También ha sido, y es cada vez más, un género endogámico y escasamente evolucionista, que se ha nutrido y se sigue nutriendo de éxitos pasados, de ideas, recursos y elementos perfectamente establecidos y delimitados en producciones de gran o relativo éxito que en muchos casos se remontan a décadas atrás. Y nada mejor para demostrar estas afirmaciones, o al menos algunas de ellas, que realizar un pequeño paseo por uno de los subgéneros más baratos (en todos los sentidos de la palabra) y por ello también más recurrentes del terror actual, el de los llamados “mockumentaries” o falsos documentales.
1. Orígenes y antecedentes
Primero no fue The Blair Witch Project (Id., Eduardo Sánchez y Daniel Myrick, 1999), ni mucho menos. Sin exagerar, incluso se podría llegar a afirmar que el falso documental o, para el caso que nos interesa, el documental sensacionalista, más o menos amarillo, más o menos tramposo, es casi tan antiguo como el cine: ahí está el filme de 18 segundos producido por Thomas Edison y dirigido por Alfred Clark en 1895 sobre la ejecución de la Reina de Escocia, The execution of Mary Stuart, para corroborarlo. En todo caso, no sería hasta bastantes años más tarde, concretamente en 1962, que la violencia y la truculencia se desatarían, quién sabe si ya definitivamente, en el terreno del documental, verídico o no: ese año marca el nacimiento del género “mondo” (también llamado shockumentary en inglés) con el estreno de Mondo carne, dirigido por Gualtiero Jacopetti, Paolo Cavara y Franco Prosperi, relato de una serie de viajes alrededor del mundo centrado en los aspectos más chocantes de determinadas prácticas, ritos y tradiciones muy alejadas, en todos los aspectos, de la cultura occidental. A esta primera producción seguirían muchas, muchísimas más hasta la aparición de una perversión aún mayor: los filmes de muertes (falsas o no), que vivirán su momento de eclosión y mayor repercusión con Faces of death (John Alan Schwartz, 1978) y sus continuaciones, derivaciones e imitaciones, que de forma más o menos rápida traspasarían algunos de sus principales estilemas y recursos al cine de ficción, con el caso paradigmático de Holocausto caníbal (Holocausto cannibale, Ruggero Deodato, 1979) y, más adelante, con la exacrable saga japonesa Guinea pig / Za Ginipiggu (1985-1990), comentada tiempo atrás en esta misma sección: su primera entrega sería “vendida” como una auténtica snuff movie, esto es una peli con asesinato(s) real(es), mostrado(s), claro, con todo lujo de detalles desagradables.
Existen, no obstante, algunos pocos precedentes digamos sensatos o honrados, con perdón por la expresión, de la actual fiebre por los falsos documentales, entre los que destaca especialmente The legend of Boggy Creek (1972). Basada libremente en los testimonios y las vivencias de los habitantes de la pequeña población de Fourke-Boggy Creek, Arkansas, que aseguraban haber visto y / o mantenido contacto con una misteriosa criatura similar a un gorila gigante, la primera película del reivindicable Charles B. Pierce costó 100.000 dólares y recaudó cerca de 22 millones en sus primeros meses de exhibición. La mayoría de los testimonios de los hechos se interpretan a sí mismos, si bien el conjunto se ve bastante perjudicado tanto por la omnipresencia de la voz en off de un narrador como por un estilo excesivamente lánguido y contemplativo, que (re)trata las extraordinarias localizaciones naturales en las que transcurre la acción como un personaje más, acaso el más importante y decisivo. Exceptuando las ridículas y encima recurrentes apariciones de la criatura legendaria en cuestión (resueltas con un especialista embutido en un horrible disfraz), Pierce renuncia a los efectismos recurrentes del horror de la época y consigue momentos de intensidad en un tercio final que muestra el terror creciente de dos familias atrapadas en una granja aislada de la zona; el principal problema del conjunto, extrapolable sin demasiados problemas a todo el subgénero que nos ocupa, no es que no aporte ninguna solución a las preguntas que plantea, es que ni siquiera lo pretende.
El concepto inglés que lo designa, “mockumentary”, parece que fue utilizado por primera vez por el director Rob Reiner para hablar de This is Spinal Tap (1984), desternillante falso documental acerca de una supuesta banda de heavy metal. Dejando de lado experimentos simpáticos y quizá más influyentes de lo que puede parecer en un primer momento –sobretodo Ocurrió cerca de su casa (C'est arrivé près de chez vous, Rémy Belvaux, André Bonzel y Benoît Poelvoorde, 1992), recreación falsa e irónica de las andanzas de un sanguinario psicópata filmada en riguroso blanco y negro–, fue necesaria la evolución de los sistemas de grabación digital, el auge de internet y las nuevas tecnologías, para que el joven subgénero experimentara el boom definitivo, momento en el que la citada película de Sánchez y Myrick tuvo un papel primordial, aunque no tanto por sus valores cinematográficos como por su impresionante, y muy inteligente, campaña de publicidad y de márqueting, incluyendo entre otras ideas brillantes, la producción de un documental supuestamente verídico sobre los hechos falsos relatados en el filme.
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The last broadcast |
Mucho, demasiado se ha hablado de The Blair witch project, aunque no de un fallido falso documental que le precede en algunos meses, The last broadcast (Stefan Avalos y Lance Weiler, 1998), cuyos responsables conseguirían una suculenta (y poco o nada publicitada) indemnización por parte de los distribuidores del filme de Sánchez y Myrick para evitar un juicio por plagio. Las diferencias entre ambas propuestas, no obstante, son mucho mayores que sus similitudes, e incluso sus objetivos son sensiblemente distintos: The last broadcast adopta durante los dos primeros tercios de metraje la forma y el desarrollo de cualquier documental de investigación al uso, con entrevistas, reflexiones e imágenes de archivo que tratan de desentrañar el misterio que se esconde tras el brutal asesinato de dos hombres y de la desaparición de otro mientras filmaban un programa de televisión por cable sobre fenómenos paranormales en una remota zona boscosa de Nueva Jersey; el supuesto director del reportaje, el cineasta David Leigh (David Beard), va desvelando a los espectadores las incongruencias y los puntos oscuros del caso, que concluyó con la condena del único superviviente de la matanza (Jim Seward) y su posterior muerte en la prisión, al mismo tiempo que trata sin mucha convicción de sembrar dudas razonables acerca de la existencia de la criatura legendaria que el equipo de rodaje pretendía encontrar en los bosques de Pine Barrens, el “Diablo de Jersey”. La inquietud brilla prácticamente por su ausencia a lo largo de una presentación de personajes y situaciones demasiado extensa, que ni siquiera aprovecha una idea sin duda fascinante, la lenta pero progresiva reconstrucción de una cinta de vídeo filmada por las víctimas poco antes de su muerte y que podría determinar de forma definitiva la identidad (o la naturaleza) del misterioso asesino. Avalos y Weiler tratan de levantar el ritmo y la intensidad de la propuesta con un desenlace inesperado y que rompe de forma abrupta el estilo y el punto de vista que el relato había mantenido hasta entonces, derivando de forma absurda hacia los gastados lugares comunes de un psycho-thriller de rebajas.
2. El principio del fin: Paranormal activity
En contra de lo que sería lógico, el boom de The Blair witch project no se tradujo inmediatamente en la aparición de copias, imitaciones y derivaciones, quizá porqué su rápida continuación, El libro de las sombras: BW 2 (Book of shadows: Blair witch 2, 2000), firmada por el prestigioso documentalista Joe Berlinger, se saldó con un estrepitoso fracaso artístico y comercial, y porqué una de sus escasas imitaciones, The St. Francisville experiment (Id., Ted Nicolaou, 2000), no se podía coger por ningún lado. Destacan dentro del subgénero en los primeros años del siglo XXI, no obstante, algunas (pocas) propuestas que desgraciadamente no tendrían demasiada influencia en posteriores producciones: The black door (Id., Kit Wong, 2001), original relectura del tema del satanismo y las sectas ocultistas centrada en la desaparición en 1932 de un empresario mexicano que formaba parte de una sociedad secreta; El manuscrito Lovecraft (Il mistero di Lovecraft / Road to L., Federico Greco y Roberto Leggio, 2005), con un grupo de cineastas documentando la (supuesta) estancia del escritor estadounidense H. P. Lovecraft en Italia, dónde se habría inspirado en hechos reales para escribir algunos de sus más escalofriantes relatos; Noroi (Kôji Shiraishi, 2005), que mezcla debates televisivos, telediarios y antiguas filmaciones cinematográficas con un (falso) vídeo de investigación realizado por un periodista especializado en fenómenos paranormales (Jin Muraki), que desapareció en misteriosas circunstancias mientras investigaba un legendario ritual relacionado con el demonio Kagutaba, celebrado en un pueblo rural que a mediados de la década de 1970 quedó hundido para siempre bajo las aguas de un pantano; y The Poughkeepsie tapes (John Erick Dowdle, 2007), inquietante derivación de la historia de Henry, retrato de un asesino en serie (Henry, portrait of a serial killer, John McNaughton, 1988) que alterna fragmentos de las cintas de vídeo encontradas en una casa de las afueras de Nueva York con entrevistas con policías, psiquiatras y investigadores para (re)ecrear las andanzas de un psicópata sanguinario (y muy inteligente, quizá demasiado) por riguroso orden cronológico. Son títulos aislados, que en muchos aspectos incluso se agotan en sí mismos; tendrían que pasar algunos años más para que alguien diera con la fórmula mágica, y desgracidamente no nos referimos a la espléndida [Rec] (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007) sino a la burda Paranormal activity (Id., Oren Peli, 2007): rodada en pocos días con un presupuesto de poco más de 10.000 dólares, recaudaría más de cien millones sólo en Estados Unidos, marcando el camino a seguir no tanto para la gran maquinaria de Hollywood, que también, sino sobretodo para pequeñas productores independientes y explotativas de segunda y tercera división. Conformado teóricamente a partir de las filmaciones de vídeo realizadas por una pareja (Katie Featherson y Micah Sloat) que vive –o cree vivir– acosada por algún espíritu maligno o demonio, el filme no ofrece ninguna respuesta a los fenómenos cada vez más inquietantes y violentos que va mostrando con ritmo titubeante y una molesta tendencia al subrayado, hasta el punto que muchas escenas parecen intercaladas en el montaje sólo para desviar la atención y, de paso, llegar a los estándares de duración comercial. A diferencia de lo ocurrido con The Blair witch project, su primera continuación oficial, firmada por Tod Williams en el 2010, conseguiría también un impresionante (y del todo incomprensible) éxito comercial, dando pie a la creación de una rentable franquicia a la que se sumarían encantados Henry Joost y Ariel Schulman con dos nuevas entregas estrenadas con pocos meses de diferencia entre 2011 y 2012 y concebidas como una suerte de bucle sin principio ni fin para habilitar el rodaje de las continuaciones necesarias.
[Rec] conocería también dos continuaciones de interés desigual –la segunda entrega, firmada de nuevo por Balagueró y Plaza, en ningún momento resiste la comparación con el filme fundacional, mientras que la tercera, dirigida en solitario por Plaza, adopta de forma inteligente una narrativa más convencional, acercándose al terreno de la comedia negra– y un rápido remake estadounidense que pese a venir firmado por el responsable de The Poughkeepsie tapes a duras penas alcanza la condición de chiste malo, algo que ni siquiera puede decirse de su continuación, Cuarentena terminal (Quarantine 2: Terminal, John Pogue, 2011) realizada directamente para el mercado del dvd y la televisión por cable. La posibilidad de conseguir grandes recaudaciones en taquilla con el mínimo coste y el mínimo esfuerzo técnico provocaría, esta vez sí, la rápida aparición de copias, imitaciones y derivaciones entre las que destacan, no precisamente para bien, tres producciones de la temible compañía independiente The Global Asylum: Paranormal entity (Shane Van Dyke, 2009), Gacy house (Anthony Fankhauser, 2010) y The Amityville haunting (Geoff Meed, 2011). La primera evidencia ya desde su mismo título su condición de refrito desvergonzado de la película de Oren Peli, mezclando sin ton ni son su estilo y parte de su desarrollo argumental con ideas directamente extraídas de El ente (The entity, Sidney J. Furie, 1981) para mostrar el acoso implacable al que una misteriosa entidad paranormal somete a la (demasiado voluptuosa) hija adolescente de una familia de clase media. El propio realizador, visto apenas unos pocos segundos, interpreta a su avispado hermano, decidido a documentar con una cámara de vídeo todas las manifestaciones sobrenaturales que tienen lugar en la casa aunque para ello tenga que desatender las atenciones que requiere la madre de ambos (Fia Perera), incapaz de hacer frente a la amenaza y atormentada por la muerte de su esposo en un accidente de coche pocos meses atrás.
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Amityville Haunting |
La segunda no cuenta con títulos de crédito iniciales ni finales pero sí viene precedida por un rótulo explicativo que informa a los espectadores que el metraje que están a punto de visionar corresponde a las filmaciones realizadas por un grupo de investigadores paranormales que en mayo de 2004 fueron encontrados muertos en la casa construida en el lugar en el que vivió el tristemente célebre John Wayne Gacy (responsable del asesinato de cómo mínimo treinta y tres adolescentes entre 1972 y 1978, ejecutado finalmente en 1994). Conociendo de antemano el fatal desenlace, la cinta parece renegar de entrada de su (ya de por sí) nimio potencial terrorífico, yuxtaponiendo los principales recursos y estilemas del subgénero sin originalidad ni tensión, mientras que la tercera y última producción citada supone la resurrección para el cine una de las más polémicas –y exprimidas– historias de la crónica negra estadounidense del último tercio del siglo XX. La serie de misteriosos fenómenos acontecidos en el número 112 de Ocean Avenue de Amityville, empezando por la matanza cometida allí en 1974 por uno de los hijos del matrimonio DeFeo, había dado pie a libros, novelas y a una inoperante serie de aproximaciones cinematográficas y televisivas iniciada por Terror en Amityville (The Amityville horror, Stuart Rosenberg, 1979), pero nunca había sido mostrada desde la óptica de sus propios protagonistas: armado con su videocámara y dispuesto a documentar con pelos y señales su mudanza y su vida en la casa maldita en cuestión, es el hijo adolescente de la familia de turno (Devin Clark) el que filma e incluso en determinados momentos explica el desarrollo de los acontecimientos, presuntamente ocurridos en junio del 2008 (el bombardeo de rótulos sobre la autenticidad de las imágenes es una de las principales constantes, acaso la más ridícula, de este tipo de producciones). La pedestre trama, es evidente, en ningún momento va más allá de un penoso remedo del ya de por sí pedestre filme de Oren Peli, plagado de efectismos de rebajas y de situaciones que de tan absurdas que derivan hacia la parodia involuntaria. El propio inicio de la acción no puede ser ya más demencial: el matrimonio interpretado por Amy van Horne y Jason Williams accederá a vivir en el lugar conociendo no sólo su funesta historia, sino habiendo sido testigos de la muerte fulminante de la agente inmobiliaria con la que debían cerrar su compra y del accidente mortal de uno de los trabajadores de la empresa de mudanzas.
3. Saturación
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The Last Exorcism |
Paranormal activity y sus continuaciones marcan desgraciadamente el camino a seguir, aunque más a nivel argumental y de construcción narrativa que a nivel estético, aspecto en el que primero The Blair witch project y después [Rec] crearon tendencia (rodaje cámara en mano, montaje abrupto, sucesión de correrías histéricas en la oscuridad, look visual más o menos desaliñado y pretendidamente realista, etc.): sean los miembros de un equipo de filmación profesional o un grupo de amigos con ganas de juerga, los protagonistas de estas ficciones se caracterizan por grabarlo todo, tanto si les ataca un fantasma o un monstruo como si les asusta un simple gatito, tanto si están entrevistando a alguien como si están corriendo por el bosque con la cámara colgada en la espalda. Una subjetividad radical, trasunto evidente de la visión de los propios espectadores, es así la principal seña de identidad de estos filmes, que rechazan por lo general la utilización de una banda sonora propiamente dicha y disimulan, con mayor o menor fortuna, la existencia de un proceso de selección de imágenes, esto es, de un montaje externo a la propia acción y posterior a ella. Prácticamente cualquier excusa es buena, más aún si al principio del metraje se colocan unos cuantos rótulos: que si las cintas de vídeo obtenidas estaban en mal estado pero que por su importancia documental no se han retocado, que si la película que vamos a ver es la filmación de los protagonistas tal y cómo se encontró… Más allá de honrosas excepciones que confirman la regla, como The zombie diaries (Id., Michael Bartlett y Kevin Gates, 2006), El diario de los muertos (Diary of the dead, George A. Romero, 2007) y la superior El último exorcismo (The last exorcism, Daniel Stamm, 2010), capaces de mantener una radical idiosincracia propia dentro del subgénero, o de experimentos fallidos pero hasta cierto punto interesantes como The last horror movie (Id., Julian Richards, 2003) o Detrás de la máscara. El encumbramiento de Leslie Vernon (Behind the mask. The rise of Leslie Vernon, Scott Glosserman, 2006), no se aprecia en el grueso de estas producciones rodadas por cuatro duros por un grupo de amiguetes ningún intento de profundizar en los mecanismos de filmación y recepción del miedo, tampoco en las posibilidades del formato documental, ni de mostrar, aunque sea de forma oblicua, un horror innombrable que acecha en las sombras; se trata, simple y llanamente, de explotar una fórmula, de copiar e imitar con ligeras variaciones pero sin imaginación ideas y recursos explotados en filmes anteriores.
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Lake Mungo |
Tan fácil y poco costoso económicamente resulta el formato que en apenas en tres o cuatro años el mercado se ha visto saturado de producciones de serie B y serie Z presuntamente basadas en hechos reales (o ni siquiera eso) de prácticamente todos los rincones del mundo, de España –Atrocius (Fernando Barreda Luna, 2010), Emergo (Carles Torrens, 2011)– a Singapur –Haunted Changi (Andrew Lau, 2011)–, de Corea del Sur– Pyega (Lee Chul-ha, 2010)– a Gran Bretaña –Hollow (Michael Axelgaard, 2011)–, pasando por Australia –The tunnel (Carlo Ledesma, 2011)– o Japón –Paranômaru akutibiti: Dai-2-shô- Tokyo Night (Toshikazu Nagae, 2010)–. Todas las variantes temáticas características del horror son susceptibles de ser fusiladas en un mockumentary, del satanismo y las posesiones diabólicas –Chronicles of an exorcism (Nick G. Miller, 2008), Devil inside (The devil inside, William Brent Bell, 2012)– a la supuesta existencia de los “Bigfoot” o “Pies grandes”–The lost coast tapes (Corey Grant, 2012)–, de los experimentos genéticos y biológicos (con fines miliares o no) –Evidence (Howie Askins, 2011), Tape 407 (Dale Fabrigar y Everette Wallin, 2012)– a los hospitales y sanatorios abandonados y de lúgubre pasado –Haunted Changi, Greystone park (Sean Stone, 2012)–, pasando incluso por la crónica negra de Hollywood –1666 (Chris Sheng, 2011)–, las consecuencias de algún desastre animal, natural o humano –Monstruoso (Cloverfield, Matt Reeves, 2008), Atrapados en Chérnobil (Chernobyl diaries, Bradley Parker, 2012)– y por algunos de los estilemas y lugares comunes del horror adolescente –Evil things (Dominic Perez, 2009), Hollow, Skew (Sevé Schelenz, 2011)–. Es evidente, sin embargo, que desde [Rec] y Muerte de una cazafantasmas (Death of a ghost hunter, Sean Tretta, 2007) el subgénero ha recurrido de forma prácticamente sistemática y con un tesón digno de mejor causa a los investigadores paranormales, los médiums y los cazafantasmas: filmes como Episode 50 (Joe Smalley y Tess Smalley, 2011), Grave encounters (The Vicious Brothers [Colin Minhan y Stuart Ortiz], 2011) o Grave encounters 2 (John Poliquin, 2012) o The tunnel, entre otros, muestran las evoluciones de equipos de filmación más o menos especializados que deben desenvolverse en entornos hostiles, un recurso narrativo que permite y a la vez justifica, aunque sea por los pelos, la filmación de sus vivencias y experiencias en tiempo real. Es tal la saturación, y en la mayoría de los casos también la desfachatez y falta de vergüenza ajena de estas producciones, que han impedido que se puedan apreciar en su justa medida películas honestas y por encima de la media, como las ya citadas The black door, El manuscrito Lovecraft, Noroi y The Poughkeepsie tapes o la reivindicable producción australiana Lake Mungo (Joel Anderson, 2008), incluida en la edición del After Dark Horrorfest de 2010.