boto

la dvdteca del profesor legendre

publicado el 15 de julio de 2013

Boris Karloff en la Columbia: Cuatro científicos locos


La hora fatal

Al inicio de su lenta pero inexorable decadencia en Hollywood, el genial Boris Karloff (1887-1969) abandonó momentáneamente la disciplina del estudio que lo había lanzado a la fama –Universal– para protagonizar cuatro modestas producciones para Columbia, todas ellas centradas en el que probablemente sea el personaje por antonomasia del horror de la década de 1940: el mad doctor o científico loco. Aunque se sitúan ligeramente por encima de la desastrosa media de la serie B y la serie Z de esos años, tanto La hora fatal (The man they could not hang, 1939), The man with nine lives (1940) y El mago de la muerte (Before I hang, 1940), dirigidas por Nick Grinde, como Más allá de la tumba (The devil commands, Edward Dmytryk, 1941) comparten numerosos elementos en común, como su renuncia bastante explícita al horror en busca de una mixtura de intriga y cine policial tamizada por delirantes elementos de ficción científica o su desarmante ingenuidad narrativa e incluso conceptual, sin olvidar el carácter inicialmente bondadoso y positivo de los personajes interpretados por el actor inglés, científicos eminentes que acabarán siendo víctimas de sus delirios de grandeza.

Tras sus destacadas intervenciones en El hijo de Frankenstein (Son of Frankenstein, 1939), interpretando ya por última vez a la criatura que le reportara fama mundial, y en la que probablemente sea la mejor producción Universal de la segunda mitad de la década de 1930, La torre de Londres (Tower of London, 1939), ambas bajo la dirección de Rowland V. Lee, Karloff iniciaba uno de los años más prolíficos de una carrera que pronto se vería relegada a la serie B, cada vez más lejos del estrellato alcanzado con El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale, 1931). En 1940 protagonizaría la friolera de ocho títulos, cifra que se irá reduciendo de manera bastante drástica en los años siguientes: en 1941, sólo uno por incompatibilidad con las exitosas representaciones teatrales de Arsénico por compasión (Arsenic and old lace) de Joseph Kesselring –el ya citado Más allá de la tumba–, también uno en 1942 –la ridícula comedia ¡Que viene el ogro! (The boogeyman will get you, Lew Landers)– y ninguno en 1943, preludio de su regreso por la puerta grande a la Universal en 1944 con su primera película en color, Misterio en la ópera (The climax, George Waggner) y la delirante La zíngara y los monstruos (House of Frankenstein, Erle C. Kenton, 1944), en la que cedió el papel del monstruo a Glenn Strange. Tras su brillante paso por la RKO bajo los auspicios del productor Val Lewton –El ladrón de cuerpos (The body snatcher, 1945), La isla de la muerte (Isle of the dead, 1945) y Bedlam, hospital psiquiátrico (Bedlam, 1946), dirigidas por Mark Robson– su estrella se iría apagando lentamente, primero en la televisión, faceta en la que es recordado sobretodo por su participación en la serie de culto Thriller (1960-1962), y después en producciones de serie Z indignas de su talento y reputación, como las desopilantes producciones mexicanas La cámara del terror, Invasión siniestra, La muerte viviente y Serenata macabra, rodadas de forma simultánea pero estrenadas entre 1968 y 1971 o la infumable coproducción entre España y Estados Unidos El coleccionista de cadáveres (Santos Alcocer, 1970).

1. La horca fatal: regreso del cadalso

Estrenada en Estados Unidos el 17 de agosto de 1939, la primera entrega del lote de científicos locos sería la única que conocería exhibición comercial en nuestro país, dónde también es conocida como La hora fatal y La venganza del ahorcado, título de una reciente edición en dvd. Al igual que las dos siguientes, The man with nine lives y El mago de la muerte, cuenta con un delirante libreto firmado en solitario por el oscuro guionista Karl Brown (1896-1990) a partir de una historia de los no menos oscuros George Wallace Sayre y Leslie T. White y supuestamente se inspira en los experimentos reales de Robert Cornish, un bioquímico de la época que consiguió revivir algunos perros con una técnica de su invención (aunque el gobierno estadounidense, lógicamente, le denegó el permiso para experimentar con cadáveres humanos). En una decisión fruto probablemente de la escasa confianza que la Columbia tenía en el proyecto, la producción fue encargada a un gris artesano que nunca había mostrado ningún interés especial en el género y que pronto pasaría a un justo olvido. Nick Grinde (1893-1979) probablemente no era el mejor realizador para explotar los (escasos) elementos de interés de un guion ensamblado a pico y pala a partir de elementos recurrentes de la entonces incipiente ficción científica, aunque el apretado y rápido calendario de rodaje –apenas diez días, entre el 27 de junio y el 12 de julio: el estreno tuvo lugar tan sólo un mes después– y unos recursos técnicos limitados a los mínimos imprescindibles dan cuenta, hasta cierto punto, de un filme manufacturado en la cadena de montaje del estudio de la misma manera que se podría haber fabricado un coche.

En una caracterización sobria y sin fisuras, Karloff interpreta al Dr. Henryk Savaard, un científico entregado a su trabajo y que ha diseñado un corazón mecánico artificial que permitirá en un futuro no muy lejano realizar complicadas operaciones quirúrgicas sin riesgo alguno por parte del paciente, contribuyendo, además, a prolongar la vida humana de manera prácticamente indefinida. Existe sólo un pequeño problema: aún no ha sido testado en un ser humano, y éste es precisamente el experimento con el que arranca la trama. Un alumno de Savaard se ha ofrecido voluntario para participar en él: el médico lo inducirá hasta la muerte para, seguidamente, resucitarlo gracias a la intervención de la máquina en cuestión, un milagro científico que no podrá consumar por culpa de la intervención de la prometida de su “conejillo de indias”, que se personará en la mansión del científico acompañada por la policía. Savaard tratará desesperadamente de conseguir tiempo para “resucitar” a su alumno pero ninguno de los agentes presentes creerá ni una sola de sus delirantes explicaciones y acabará detenido acusado de asesinato. Tras una ardua deliberación de sesenta horas, un jurado popular lo condenará a muerte: “Vuestros ancestros envenenaron a Sócrates, quemaron a Juana de Arco, ahorcaron y torturaron a todos aquellos cuya única ofensa fue querer llevar luz a la oscuridad” serán las exaltadas últimas palabras del médico, ya prácticamente transmutado en mad doctor, al final del juicio, que rematará con delirantes amenazas de muerte hacia los responsables de su ejecución.

Como en buena medida se desprende del título, el ahorcamiento de Savaard será sólo un pequeño obstáculo en su camino para emular a Dios: al haber donado su cuerpo a la ciencia, su cadáver será recogido por el Dr. Lang (Byron Foulger), su más fiel colaborador, que conseguirá devolverle la vida gracias al corazón artificial… Tras seis arduos meses de recuperación –Savaard tiene el cuello roto, pero pese a todo sobrevivirá–, el médico loco preparará a conciencia su venganza y reunirá mediante unas misteriosas invitaciones a todos los implicados en su condena: el lugar elegido es su antigua mansión señorial, cerrada desde su muerte y (re)convertida ahora en una siniestra prisión y plagada de trampas mortales, con todas las puertas y ventanas herméticamente selladas por voluminosas planchas de acero. Tras su muerte y posterior resurrección, el carácter inicialmente bondadoso y positivo de Savaard parece haber desaparecido por completo; su plan para eliminar a aquellos que considera sus enemigos es de un sadismo que, desgraciadamente, no se traduce en la pantalla con la virulencia necesaria: todas las invitaciones contienen un número y una hora que se corresponden exactamente con el orden y el momento exacto en el que sus ilustres “invitados” morirán… El primero será el Juez Bowman (Charles Trowbridge), electrocutado con la verja de hierro que lo separa de la puerta de entrada a la mansión, el segundo morirá envenenado con una aguja oculta en el auricular tras responder a una llamada telefónica. Los maquiavélicos planos de Savaard, no obstante, se irán al traste con la inesperada llegada de su hija Janet (Lorna Gray), que no sólo ignoraba hasta entonces que su padre estaba vivo, sino que también se horrorizará al verlo convertido en una especie de ángel vengativo dominado por una sed insaciable de odio y destrucción. Tratando desesperadamente de poner fin a tan terrible situación, Janet precipitará los acontecimientos al acercarse y tocar la verja de hierro electrificada, obligando a su progenitor a olvidar su vendetta para tratar de reanimar a la muchacha utilizando para ello, claro, el corazón de su invención. Lo conseguirá instantes antes de morir definitivamente, pero no sin antes haber cosido su diabólico invento a balazos para que nadie jamás pueda volver a utilizarlo.

Ejemplarmente delirante, en determinados aspectos incluso demencial, en manos de un cineasta más dotado el guión de Brown podría haber dado pie, quizá, a un cómic terrorífico de inusitada crudeza. El trabajo de puesta en escena de Grinde, desgraciadamente, es de una funcionalidad, de una insipidez, que relega la (presumible) atmósfera de horror a un segundo o tercer plano, como si lejos de asistir a un cúmulo de situaciones si no imposibles al menos altamente improbables en nuestro mundo estuviéramos contemplando un correcto pero aséptico filme de intriga o misterio. Los resultados finales, de hecho, están más cerca de un episodio de una modesta serie de televisión que una auténtica película de género de serie B, idea subrayada por la homogeneidad de la iluminación: los choques de luces y sombras inherentes a una producción de estas características brillan prácticamente por su ausencia, y escenas a priori sugerentes, como la retirada del ataúd de Savaard de la prisión en la que ha sido ahorcado bajo una intensa lluvia, aparecen desnaturalizadas, no se advierte en ellas la menor intención de atemorizar al espectador, a duras penas de implicarlo en los hechos narrados. Pese a su concreción –poco más de sesenta minutos de metraje, la duración estándar de esos años–, el guión acumula subtramas que más que enriquecer entorpecen el desarrollo de la acción, sobretodo la referente al periodista ávido de sucesos que incorpora Robert Wilcox, y tampoco describe con suficientes matices el personaje de Savaard y tampoco el de Janet, ejemplo acaso perfecto de una moral inquebrantable –y con ella de una corrección política más o menos exasperante–, capaz de arriesgar su vida sin dudar ni en segundo para poner fin a la venganza suicida de su progenitor.

2. The man with nine lives: muertos de frío

Tras La horca fatal, en los siguientes meses de 1939 Karloff ve estrenados también Mister Wong en el barrio chino (Mr. Wong in Chinatown, William Nigh), tercera entrega de la serie dedicada al avispado detective del título, y La torre de Londres; poco después del inicio del rodaje de Black friday (Arthur Lubin, 1940), en enero de 1940 llegan a las pantallas The fatal hour (William Nigh) y British Intelligence (Terry O. Morse). A mediados del mes siguiente empieza el rodaje del segundo título del mad pack, de nuevo con dirección de Nick Grinde y guión de Karl Brown. El filme acentúa, si cabe, el nivel de delirio, pura insensatez, de La horca fatal, especulando ahora con una revolucionaria terapia médica que consiste en congelar los cuerpos de los enfermos durante un tiempo más o menos (in)determinado. Su responsable, el Dr. Leon Kravaal (Karloff, claro), desapareció en misteriosas circunstancias diez años atrás junto a otros cinco hombres, aunque sus ideas no han caído en saco roto: tras ser retirado de un proyecto de cura para el cáncer en el que trabajaba siguiendo las teorías de Kravaal, el Dr. Mason (Roger Pryor) viajará hasta la antigua casa de su mentor, en una remota zona rural de la frontera canadiense, en busca de sus diarios, aunque en lugar de nuevas ideas con las que seguir experimentando encontrará el cuerpo congelado del científico, oculto en una habitación helada del laboratorio secreto situado en el sótano.

Siguiendo sus anotaciones, Mason y la enfermera / novia que lo acompaña (Jo Ann Sayers) conseguirán reanimar a Kravaal; mediante un largo y bastante torpe flashback, el científico relatará el cúmulo de sucesos que lo llevaron a la congelación: la policía hizo acto de presencia en su casa para detenerlo por el asesinato de uno de los pacientes –desahuciado por otros médicos, en realidad el enfermo estaba simplemente “congelado”–, aunque consiguió engañarlos y encerrarlos en una de las habitaciones preparadas para el tratamiento de choque a base hielo; debilitado por el esfuerzo, acabaría él mismo atrapado en una habitación contigua… Hasta ahora. El descubrimiento de otros cuatro cuerpos congelados en el lugar indicado no hará sino confirmar sus explicaciones, y ni cortos ni perezosos los tres protagonistas conseguirán descongelarlos y reanimarlos a todos. Una duda terrible, sin embargo, hierve en la mente progresivamente desquiciada de Kravaal: ¿cómo es posible que todos hayan sobrevivido sin haber recibido la inyección del suero necesario indispensable para el éxito del tratamiento? La respuesta aparecerá pronto clara en su mente: su “resurrección” sólo ha podido ser causada por la inhalación de las sustancias químicas que lanzó al suelo tratando de escapar de la policía… Tratando de corroborar su hipótesis, Kravaal no dudará en envenenar la sopa que sirve de cena para sus no especialmente bienvenidos invitados para ir experimentando la posible combinación de sustancias capaz de otorgar la vida después de la congelación. Los dos primeros “conejillos de indias” no tardarán en perecer definitivamente, aunque a la oposición de Mason y de la enfermera pronto se añadirá la policía, que conseguirá salvar in extremis a la mujer de las garras del mad doctor. Tras la muerte, obligada, de Kravaal, el Dr. Mason podrá proseguir tranquilamente sus experimentos con la ayuda de su diario…

La estructura de The man with nine lives, como se ve, es prácticamente idéntica a la de La horca fatal: pocos personajes, prácticamente una única localización recreada sobriamente en el estudio y una falsa acusación como detonante del drama y, sobretodo, de la progresiva locura del científico de turno. A diferencia de su homónimo Henryk Savaard, sin embargo, Kravaal no se mueve por un afán de venganza contra los responsables de su situación: está tan obsesionado con sus teorías que ha perdido completamente el mundo de vista y es capaz de cometer los actos más inhumanos a favor de la ciencia. Igual también que en el filme precedente del lote, la puesta en escena de Grinde se revela terriblemente funcional (en el peor sentido del término), incapaz de trascender de ninguna manera y en ningún momento un guión imposible de coger por ningún lado; la atmósfera asfixiante que debería dominar el lóbrego laboratorio secreto en la que los huéspedes de Kravaal esperan su turno para una muerte casi segura brilla por su ausencia, mientras que la interpretación de Karloff simplemente puede considerarse correcta, aunque muy por encima del resto de un reparto de circunstancias.

3. El mago de la muerte: la sombra del estrangulador


El mago de la muerte
, tercera y última colaboración de Karloff y Grinde, aporta al menos algunas novedades a la previsible fórmula de los dos títulos que le preceden, e incluso se aprecia un giro, tímido pero giro al fin y al cabo, hacia terrenos cercanos al horror puro y duro. Karl Brown aparece acreditado sólo como argumentista y el responsable de un guión con ecos lejanos de la novela Las manos de Orlac (1920) de Maurice Renard es el mucho más experimentado Robert Hardy Andrews (1903-1976), que poco tiempo atrás había participado en el libreto de la espléndida Los muertos andan (The walking dead, Michael Curtiz, 1936), también con Karloff de protagonista. El mago de la muerte se aleja, hasta cierto punto, de las insensatas mezclas de (melo)drama judicial, thriller policíaco y ficción científico-surrealista propuestas por los otros filmes del ciclo –también por Más allá de la tumba– para narrar la caída en desgracia de un médico de buen corazón condenado a la horca por haber ayudado a morir a uno de sus pacientes; obsesionado con la idea de la inmortalidad, el Dr. John Garth ha desarrollado en suero que podría otorgar la vida eterna al que lo ingiera y en el que trabajará hasta poco antes de su ajusticiamiento; instantes después de haberse inyectado él mismo la fórmula mágica, sin embargo, verá cómo su pena de muerte es conmutada por la cadena perpetua.

El suero ejercerá una milagrosa influencia sobre su cuerpo, rejuveneciéndolo y fortaleciéndolo con inusitada rapidez, aunque al final resultará tener unos nefastos efectos secundarios: obtenido a partir de la sangre de un asesino confeso por el médico de la cárcel –papel interpretado Edward Van Sloan, el Profesor Van Helsing en Drácula (Dracula, Tod Browning, 1931)–, acabará convirtiéndolo en una especie de trasunto del Dr. Jekyll creado por Robert Louis Stevenson (médico afable y atento durante el día, estrangulador implacable durante la noche), incapaz pese a todo de recordar los horribles crímenes que empezará a cometer una vez liberado definitivamente de su condena. El personaje interpretado por Van Sloan será su primera víctima, aunque otro interno de la prisión será injustamente acusado del crimen; sin perder el tiempo, Garth tratará de suministrar “el suero de la vida eterna” a tres buenos amigos que ya empiezan a sufrir los achaques de la edad, Victor Sondini (Pedro de Cordoba), George Wharton (Wright Kramer) y Stephen Barclay (Bertram Marburgh). Todos ellos sospecharán inmediatamente de la desinteresada ayuda del médico y rechazarán el tratamiento, aunque Garth dará cuenta de los dos primeros con la ayuda de un pañuelo blanco antes de entregarse: consciente finalmente de sus crímenes, se dirigirá a la misma prisión en la que estuvo confinado, siendo abatido por uno de los guardias en defensa propia.

Trabajando con un guión menos delirante y abierto además a múltiples lecturas interpretaciones (¿Garth está realmente poseído por la psicosis asesina del donante o simplemente se está volviendo loco a causa de los efectos secundarios del suero?), Grinde se muestra bastante más inspirado que en los dos filmes precedentes; Karloff, por su parte, parece bastante más cómodo en la piel de un personaje que, en un sentido estricto, quizá no debería ser considerado un verdadero mad doctor o que, al menos, presenta más matices, claroscuros, que Savaard y Kraal, así como numerosos puntos de contacto con el Dr. Ernest Sovac de la reivindicable Black friday, estrenada pocos meses atrás. El mago de la muerte, en todo caso, no está exenta de defectos en buena medida atribuibles a su rápida manufacturación, como el dibujo esquemático y el escaso peso de la mayoría de personajes secundarios y un afán de síntesis que en no pocos momentos se revela contraproducente.

4. Más allá de la tumba: la voz de la muerte

Aunque completada en diciembre de 1940 después de los estrenos de El gorila (The ape, William Nigh), cochambrosa producción de serie Z de la compañía Monogram en la que comparten protagonismo un médico loco y un gorila asesino, y de la ridícula comedia El castillo de los misterios (You’ll find out, David Butler), Más allá de la tumba se estrena el 3 de febrero de 1941. Será la única película en la que participe Karloff a lo largo de ese año, consagrado casi por entero a las representaciones de la obra de teatro Arsénico por compasión (dirigida por Bretaigne Windust y estrenada el 10 de enero de 1941, permanecería en cartel hasta el 17 de junio de 1944, alcanzando la friolera de 1.444 representaciones).

A diferencia de los otros tres títulos anteriormente comentados, la dirección del filme fue encomendada a un entonces desconocido y prometedor Edward Dmytryk (1908-1999), que poco después firmaría para Universal Captive wild woman (1943), primera entrega de las desventuras de la mujer simio Paula Dupree con otro científico loco de por medio, interpretado en este caso por John Carradine. Lejos aún del talento que demostraría en su filmografía posterior, y que incluso le valdría una nominación al Oscar al Mejor Director por su excelente labor en Encrucijada de odios (Crossfire, 1947), el realizador no muestra especial interés en el guión firmado por Robert Hardy Andrews y Milton Gunzburg a partir de la novela The edge of running water de William Sloane. Más allá de la tumba, así, se sitúa en un insensato y por momentos bastante pedestre medio camino entre la ficción científica –Karloff interpreta al Dr. Julian Blair, un científico convencido que el cerebro humano emite impulsos eléctricos que pueden ser grabados e interpretados– y el horror sobrenatural, con una inquietante Anne Revere en la piel de una médium capaz de entrar en contacto con el Más Allá que en muchos, demasiados momentos, parece un remedo en clave paranormal de la siniestra ama de llaves de Rebeca (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940). Y decimos a medio camino porque el filme no acaba de explotar de manera satisfactoria ninguna de las dos vertientes: la obsesión de Blair por contactar con su esposa, fallecida en un accidente de coche casi al principio del metraje, lo llevará a comprar una mansión gótico-decadente aislada que pronto adquirirá la fama de maldita y, más allá, a robar cadáveres de un cementerio cercano con la ayuda de la médium y de Karl (Ralph Penney), un antiguo asistente suyo que quedó medio tonto tras participar voluntariamente en uno de sus extravagantes experimentos. Colocados estratégicamente alrededor de una mesa y dentro de lo que parece un traje de buzo (o un prehistórico traje de astronauta) en una de las imágenes más chocantes y estrambóticas del cine de género de esos años, los cuerpos robados deben potenciar con su supuesto magnetismo los poderes de la médium para que pueda establecer contacto con la difunta Sra. Blair (Shirley Warde)… Es la hija del matrimonio, Anne Blair (Amanda Duff), la que narra la historia en primera persona –otro paralelismo con Rebeca–, y su papel es menos anecdótico que el del resto de abnegadas hijas de Karloff de las películas precedentes: su padre, sin ir más lejos, tratará de utilizarla en un último intento para contactar con su esposa muerta porqué cree que el impulso eléctrico que emite es casi idéntico al de su madre, que sus mentes están en sintonía. En un desenlace absolutamente pedestre, mostrado en paralelo con las evoluciones de un furibundo grupo de aldeanos que parecen salidos de El doctor Frankenstein y que se dirigen a la casa con la intención de poner fin a las atrocidades de Blair, el mad doctor será arrastrado a la muerte por una fuerza misteriosa, “una advertencia para que los hombres no intenten ir más allá de la muerte”. En una especie de precedente de la posterior lista de video nasties del gobierno británico, no obstante, este desenlace sería alterado e incluso directamente censurado en algunas ciudades y en países en base a su supuesta truculencia.


archivo