publicado el 16 de julio de 2013
Tras dirigir dos películas pornográficas de notable éxito comercial y contando con tan sólo veinticinco años, William Lustig (nacido en 1955) debutó en la dirección con uno de los filmes de psicópatas más crudos y sucios que se recuerdan, provocando con su estreno la ira desatada de grupos feministas, críticos de cine y de (¿respetables?) asociaciones de espectadores. Y es que a diferencia de la práctica totalidad de slashers y / o psycho thrillers de la década de 1970 –algunos de ellos tan polémicos como La última casa a la izquierda (The last house on the left, Wes Craven, 1972) o La matanza de Texas (The Texas chainsaw massacre, Tobe Hooper, 1974)–, Maniac se desarrolla lejos del inhóspito mundo rural, en el mismo corazón de Nueva York, documentando con granulosa voluntad naturalista las evoluciones de un sanguinario psicópata sin ningún atributo especial, de un asesino con el que nos podríamos topar en cualquier esquina sin prestarle la más mínima atención.
Pau Roig | El reciente –y ridículo– remake del filme, auspiciado por Alexander Aja y con Elijah Wood de protagonista (y de momento sin fecha de estreno en España), ha despertado de nuevo el interés por la ópera prima de Lustig, un filme que sólo podía tener lugar en Nueva York y que sólo podía haber aparecido en el momento en el que apareció, ni unos años antes ni unos años después. Fiel reflejo de la crisis urbana, trasunto de la profunda crisis económica y social que vivieron los Estados Unidos durante la década de 1970, magnificada aún más por el descalabro de la guerra de Vietnam y las corruptelas políticas del “Caso Watergate”, Maniac puede considerarse, de hecho, como el canto del cisne y, al mismo tiempo, como la vuelta de tuerca definitiva a los horrores del denominado “American Gothic”, nombre un tanto generalista que recibe el cine de terror estadounidense realizado entre 1968 y 1980. Como si se tratara de la última vomitada de una sociedad rota y decadente, sin rumbo ni esperanza, la radicalidad hasta cierto punto gratuita del filme entronca con la de filmes ligeramente anteriores como Deranged (Jeff Gillen y Alan Ormsby, 1974), El asesino de la caja de herramientas (The toolbox murders, Dennis Donnelly, 1978) o El asesino del taladro (The driller killer, Abel Ferrara, 1979) pero, a excepción de Henry, retrato de un asesino en serie (Henry, portrait of a serial killer, John McNaughton, 1986), no tendría ninguna continuidad en los años siguientes, marcados por el auge del mucho más inocuo terror adolescente, con su distanciamiento irónico de los hechos narrados, con su autoconciencia más o menos asumida y su nulo poder de transgresión. La ópera prima de Lustig fue y sigue siendo un filme terriblemente incómodo, cruel, y debió serlo mucho más en el momento de su estreno: exhibido por primera vez en mayo de 1980 en el Festival de Cannes, no se estrenaría en Estados Unidos hasta el 1 de enero de 1981 y sería prohibido en Gran Bretaña y Finlandia, estrenándose en otros países depurado de sus escenas más violentas (1). El proyecto, sin embargo, se remonta a algunos años antes; amigos desde mediados de la década de 1970 pese a su notable diferencia de edad, el realizador y el actor Joe Spinell (1936-1989), bastante popular en esos años tras su participación en El padrino, parte 2 (The godfather, part 2, 1974), Taxi driver (Id., Martin Scorsese, 1976) y las dos primeras entregas de Rocky (Id., John G. Avildsen, 1976), aportaron parte del presupuesto necesario para el rodaje: Lustig colaboró con 30.000 dólares procedentes de los beneficios de dos películas pornográficas filmadas con el seudónimo de Billy Bagg –The violation of Claudia (1977) y Hot Money (1978)–, Spinell con 6.000 dólares que eran parte de su salario por A la caza (Cruising, William Friedkin, 1980) y Andrew W. Garroni con 12.000. El filme, no obstante, no podría haberse completado sin la tardía incorporación del productor británico Judd Hamilton, que aportó algo más de 200.000 dólares con la condición de que su esposa por ese entonces, Caroline Munro, obtuviera el papel de la heroína que en un principio iba a interpretar Daria Nicolodi, compañera sentimental en la época del director italiano Dario Argento (se calcula que el presupuesto final ascendió a la modesta pero nada desdeñable cantidad de 350.000 dólares). El guión firmado por el propio Joe Spinell en colaboración con el oscuro C. A. Rosenberg –seudónimo, quizá, del propio Lustig– se inspiraba libremente en las crónicas de sucesos de la época, y no es difícil apreciar en él ecos del tristemente célebre “Son of Sam” (“El hijo de Sam”), Daniel Berkowitz, un psicópata de Nueva York que entre 1976 y 1977 asesinó a seis personas con un revólver del calibre 44, confesando posteriormente a la policía que fue obligado a cometer los crímenes por un demonio que había poseído al perro de uno de sus vecinos (2). “Joe llevó toda una investigación sobre la figura del serial killer” señala Lustig al respecto, “y mientras escribíamos el guión se esforzaba denodadamente en hacer que su personaje fuera lo más parecido posible a la realidad (…) El título inicialmente previsto era “Slayride”, y la idea era la de dos hombres, padre e hijo, que mataban por pura diversión. No recuerdo por qué razón abandonamos aquel proyecto, pero en aquellas largas charlas se fue abriendo paso la idea de Maniac, una película inspirada en las hazañas homicidas de Son of Sam”, aunque “después Joe introdujo innumerables variaciones en el argumento” (3). Se rodó en 16 milímetros y sin permiso de las autoridades para las escenas de exteriores, hecho que obligó a Lustig a dar por buenos planos que de haberse podido repetir o de haberse podido rodar con más tiempo y tranquilidad probablemente hubieran quedado mejor; la clandestinidad del rodaje, en menor medida también la contratación por un salario ridículo de actrices del porno underground de la época como Gail Lawrence, Sharon Mitchell o Abigail Clayton, en todo caso, contribuyó decisivamente a la consecución de la atmósfera malsana que respira el filme a lo largo de sus poco más de 87 minutos.
Con su ópera prima y como tantos realizadores noveles de la época, Lustig quería llamar la atención, y sin duda alguna el horror era el género perfecto para ello; Maniac, sin embargo, se desmarca rotundamente de todos y cada uno de los tics y recursos del cine de psicópatas entonces en plena eclosión tras el enorme éxito comercial de La noche de Halloween (Halloween, John Carpenter, 1978) y Viernes 13 (Friday the 13th, Sean S. Cunningham, 1980): aquí el asesino no cubre su rostro con una máscara inexpresiva que lo deshumanice, elevándolo prácticamente a la condición de representación absoluta del Mal, ni se dedica a masacrar adolescentes con las hormonas alteradas en un aparentemente tranquilo barrio residencial, en una remota zona rural anclada en el pasado o en un campamento de verano; gordo, feo, sucio, descuidado, el protagonista de Maniac carece del menor poder de atracción. Atormentado por el recuerdo de su madre posesiva, que le regaló una infancia de vejaciones cuyas secuelas pueden apreciarse aún por todo su cuerpo, Frank Zito (Joe Spinell) es un ciudadano italoamericano del montón, un habitante prototípico de la noche neoyorkina, una persona de carne y hueso, en definitiva, tan mimetizada con su entorno que es francamente difícil, casi imposible reparar en ella. No lo mueve ningún deseo de venganza ni ningún móvil en particular, su mente desquiciada, partida en dos, busca desesperadamente a la madre cariñosa que nunca tuvo en las mujeres atractivas que se mueven en los bajos fondos de la ciudad, mostrados de forma pesadillesca pero al mismo tiempo profundamente realista. Asesina prostitutas con las que no puede (¿no quiere?) consumar el acto sexual, se esconde en callejones oscuros y lejos de la luz tenue de las farolas esperando la oportunidad para atacar de nuevo sin llamar nunca la atención, regenta hoteles de mala muerte en los que la policía nunca pondrá los pies, espía y ataca con total impunidad a parejas que retozan en la playa –precisamente la escena que abre la película, inspirada en Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975) pero perfectamente estudiada para dar una impresión equivocada: la de encontrarnos ante una cinta de psicópatas al uso–. Maniac alternará a partir de este momento, de forma descompensada, momentos de una violencia escalofriante, poco después imitados e incluso superados por Lucio Fulci en El destripador de Nueva York (Lo squartatore di New York, 1982), con escenas de suspense filmadas y montadas con innegable destreza, destacando por encima de todos el acoso del psicópata a la enfermera que interpreta Kelly Piper en una estación de metro desierta. Las dos primeras muertes de Maniac, así, dan pistas equivocadas o como mínimo distorsionadas de lo que vamos a ver a continuación: la siguiente escena, sobre la que aparecen impresionados los títulos de crédito, muestra al protagonista despertándose de repente envuelto en sudor, como si volviera a la realidad tras una terrible pesadilla; al lado de su cama, por toda la habitación, velas encendidas alrededor de una foto enmarcada de su madre en lo que parece un altar de veneración, muñecas y maniquíes en las estanterías, en el suelo, en la propia cama… El inquietante (des)orden del apartamento de Frank, su fetichismo enfermizo, el chillón color violeta de las paredes entronca, a no pocos niveles, con una de las grandes pasiones de Lustig y del propio Spinnell: el cine italiano de intriga y terror. Estilizada hasta un nivel tan marcado que contrasta terriblemente con la sordidez de los hechos relatados, la casa del asesino es un inquietante oasis en medio de la nada, un templo sacrílego de atmósfera cargada pero en el que se respira un malsano hálito de paz, un equilibrio frágil. Pronto quedará claro que los asesinatos que acabamos de presenciar no son fruto de su imaginación trastornada, la locura de Frank Zito parece evidente –ese primer plano de uno de los maniquíes, con el rostro inexpresivo manchado por la sangre que se desliza desde su peluca–, aunque ni mucho menos hasta el extremo del que vamos a ser testigos. Lustig nos introduce de inmediato en la atmósfera nocturna de la ciudad de los rascacielos, un ambiente perfectamente reconocible que el filme ya no abandonará en ningún momento. Prostitutas, borrachos, delincuentes… La fauna de los bajos fondos aparece ante nuestros ojos como salida de un documental underground, sin la menor estilización, sin filtros de ninguna clase. Una prostituta apurada porque necesita dinero rápido para pagar el alquiler (Rita Montone) será la siguiente víctima de Frank en un hotel lúgubre cuyo recepcionista es el propio William Lustig; el maníaco estrangulará a la pobre muchacha, semidesnuda sobre la cama, para seguidamente entablar un diálogo consigo mismo (con su madre) que da pistas contundentes acerca del alcance de su locura: “¿Por qué me obligas a hacer esto? No quiero, ¡no quiero!”. Los brutales efectos especiales y de maquillaje de Tom Savini empiezan a ganar protagonismo a medida que avanza la película: con una navaja bien afilada, Frank procederá a cortar la cabellera de la prostituta, una nueva peluca con la que poder vestir y disfrazar algunos de los maniquís que pueblan su casa y que parecen surgidos de Seis mujeres para el asesino (Sei donne per l’assassino, Mario Bava, 1964), referente estético ineludible de parte del filme. Obligado a contemplar el mundo desde la perspectiva distorsionada, enferma, de Frank, el espectador no tiene ningún asidero al que poder agarrarse: no hay subtramas ni personajes secundarios dignos de mención, sólo el horror.
Consciente o no, voluntariamente o sólo por casualidad, Lustig va un paso más allá del más grosero cine de explotación comercial de la época, no sólo por la truculencia impensable que alcanzarán los siguientes asesinatos cometidos por Frank (cueros cabelludos arrancados con una navaja y clavados a martillazos en la cabeza de algún maniquí, una cabeza que explota literalmente de un disparo de escopeta –precisamente la de Tom Savini, en una breve intervención como actor–, otra cabeza arrancada de cuajo del tronco), sino por la ausencia radical de momentos de distensión, por la imposibilidad de identificarse con algún personaje, ni siquiera con la improbable heroína que interpreta una Caroline Munro un tanto fuera de lugar en la piel de una fotógrafa de moda que pronto entablará amistad con Frank, llegando incluso a salir un par de veces con él. Anna d’Antoni representa en cierto modo el ideal de belleza de Frank (“Eres la mujer más bonita que he conocido después de mi madre” le dirá en el transcurso de una cena en un restaurante italiano), la única capaz de despertar en él unos sentimientos y unos pensamientos impensables en alguien a quién hemos visto cometer crímenes atroces de forma implacable y sin el menor titubeo (incluso llegará a regalarle un osito de peluche durante una sesión de fotos que le servirá para elegir a su siguiente víctima): “Las cosas cambian, la gente muere… En una pintura, en una fotografía son nuestros para siempre” exclamará Frank tras presentarse a sí mismo como un pintor y dando muestras de una inteligencia y de una madurez como mínimo sorprendentes, aún más teniendo en cuenta que hasta el momento, casi llegados al ecuador del metraje, el personaje no había hablado con nadie más que consigo mismo. Mucho menos trabajado que el protagonista, quizá porqué Spinell concibió el filme como un vehículo para su exclusivo lucimiento personal, Anna aparece y desaparece del metraje de forma un tanto arbitraria y su papel es bastante más anecdótico de lo que puede parecer a simple vista, aunque será el primer –y único– personaje en desenmascarar al sanguinario asesino que ocupa portada tras portada en los periódicos de la ciudad sin que la policía aparezca en ningún momento. Delante de la tumba de su madre, Carmen Zito, a la que ha acudido a depositar una corona de flores, Anna será testigo de la definitiva transformación del hombre en apariencia culto y atento que hasta entonces había conocido, o creía conocer, en un loco homicida que vive en un mundo completamente alejado de la realidad, aunque en el último instante conseguirá escapar de sus garras. Malherido y arrastrándose por el cementerio, Frank será víctima de horribles visiones –la más grosera muestra el cadáver descompuesto de su madre surgiendo de la tumba para llevárselo al infierno al que pertenece– y empezará a oír voces de ultratumba que sólo están en su cabeza (“Mamá te va a castigar”). De regreso a su apartamento, encerrado, atrapado, el asesino será víctima de su propia locura: los maniquíes del dormitorio, uno por cada una de sus víctimas, cobrarán vida y se abalanzarán sobre él armados con su arsenal de armas (referencia velada al más que probable pasado del personaje como combatiente en la guerra de Vietnam), llegando finalmente a arrancar la cabeza de su verdugo con sus propias manos. El último plano del filme muestra la llegada al apartamento de dos policías, probablemente avisados por la fotógrafa, que encontrarán sobre la cama el cadáver de Frank, desangrado por la herida causada por un golpe de pala de Anna en el cementerio. La pesadilla ha terminado, o no, ya que Lustig congela la imagen poco después que el asesino, presuntamente fallecido, abra los ojos de repente. Pese a los esfuerzos de Spinell, no obstante, Maniac sería uno de los pocos filmes de psicópatas de principios de la década de 1980 que no conocería secuela: el actor, marcado de por vida y no precisamente para bien por su papel, llegó incluso a escribir el guión con la colaboración de Buddy Giovinazzo, responsable del filme de culto Combat shock (Fuera de combate) (Combat shock, 1984), y a protagonizar una especie de tráiler promocional del mismo (4), aunque su prematura muerte, ocurrida en 1989, paralizó para siempre el proyecto.
(1) Maniac nunca fue entregada nunca a la junta de certificación de la industria cinematográfica estadounidense, que probablemente le habría otorgado la temida X, y curiosamente tampoco formó parte de la tristemente célebre lista británica de los video nasties: permanecería inédita Gran Bretaña hasta su lanzamiento en dvd en 2002 en una versión censurada.
(2) La historia real de “El hijo de Sam” conocería dos versiones posteriores más ajustadas a la realidad de los hechos, una para la pequeña pantalla –Out of the darkness (Jud Taylor, 1985)– y otra para el cine, mucho más conocida, Nadie está a salvo de Sam (Summer of Sam, Spike Lee, 1999).
(3) Entrevista con William Lustig incluida en AA.VV. (1998), Cohen & Lustig, Donostia Cultura / Semana del Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián, págs. 154 y ss.
(4) Todo el material existente de Maniac 2: Mr. Robbie puede verse en el siguiente enlace de vídeo: http://www.youtube.com/watch?v=MVYn1hUhKeI.