publicado el 6 de agosto de 2013
Me imagino que la frustración que tuvo sentir Guillermo del Toro tras abandonar la producción de El Hobbit después de dos años de arduo trabajo tuvo que ser enorme. Pese a que la razón se debió a las dificultades de financiación de la productora, me temo que la falta de confianza de la major hollywoodiense ante el papel del director mexicano frente a una producción de tal calibre también pesó en su decisión de renunciar al proyecto. Tal vez por esa razón, Del Toro haya querido comprometerse con un filme tan anodino, grandilocuente y hueco como Pacific Rim (un prototípico y aburrido blockbuster como tantos otros que se estrenan todos los años): para demostrar que él es un cineasta válido para la gran industria, que es capaz de sacar adelante proyectos de gran presupuesto y espectacularidad, rebajando su autoría en favor del fuego de artificio. Quizás le haya salido bien la jugada comercialmente hablando (aunque el filme no será el título más visto del verano, ha generado los suficientes beneficios en taquilla como para asegurar el nacimiento de una nueva franquicia) pero a mi juicio supone un evidente paso atrás en su carrera, una molesta concesión a la vulgaridad.
Juan Carlos Matilla | No es la primera vez que Del Toro juguetea con el gigantismo y la megalomanía exacerbada. Ya en su anterior filme, el mediocre Hellboy II: El Ejército Dorado, el cineasta pecaba de cierta tendencia a la grandilocuencia a pesar de conservar algunos de las principales constantes de su cine: el espíritu pulp, el gusto por el detalle narrativo, la riqueza escenográfica, una cierta candidez de enfoque y, sobre todo, la revelación como principal motivo de su visión del fantastique (el verdadero sello de autor que recorre toda su obra: la fantasía como descubrimiento íntimo e iniciación personal, no como un avieso episodio o una terrorífica experiencia). Pues bien, pocos de estos elementos aparecen en Pacific Rim y, si lo hacen, se muestran totalmente desvirtuados.
Y es que la principal crítica negativa que se le puede hacer a su última película es su enorme vulgaridad: tanto en el enfoque utilizado como a nivel narrativo y de puesta en escena. Pacific Rim es una obra tremendamente ordinaria, sin elementos que la signifiquen y la destaquen de la trivialidad. Por ejemplo, su enfoque es muy limitado: a pesar de ser un homenaje al kaiju eiga con ecos de la mitología lovecraftiana (y aquí se podría recuperar el gusto por la mitología pulp y pop habitual de Del Toro), en realidad no comparte la candidez y el gusto por la extravagancia de los filmes japoneses ni la capacidad epatante de las criaturas del autor de En las montañas de la locura. En verdad, el tono del filme (mal que les pese a los admiradores del creador de El laberinto del fauno) se parece más a la vehemencia vacua de los artefactos rompetaquillas de Michael Bay o Roland Emmerich (con Godzilla y Transformers a la cabeza), cineastas a los que saquea ideas, planos y enfoques de forma indiscriminada.
Asimismo, esta manifiesta vulgaridad también perjudica su construcción narrativa que está llena de lugares comunes como un prólogo en exceso explicativo que, más que introducir la acción, te la exprime (ante el cual cabe preguntarse: ¿por qué los guionistas actuales desconfían tanto de la capacidad deductiva del espectador y tienen que contarlo todo con tanto detalle? ¿Por qué no desarrollan una historia completa a lo largo de toda la trama y tienen que adelantarlo todo en unos prólogos precipitados y excesivos?). También hay que señalar negativamente una trama formularia que sigue el esquema habitual del héroe caído en desgracia que obtiene una segunda oportunidad para alcanzar la gloria y que, aunque primero parece que la pierde, luego se redime en un final apocalíptico; o unos continuos e interrumpidos flashbacks que pretenden contar el pasado angustioso de ciertos personajes a base de repeticiones obvias (y que reducen el trauma humano a un mero ejercicio de puzzle psicoanalítico simplón).
Además, la película también sufre de un ritmo basado en la acumulación (sobre todo en las abusivas batallas de los grandes monstruos con los enormes robots, secuencias intachables desde el punto de vista técnico pero inútiles narrativamente, ya que si las eliminas del montaje, la historia permanece igual, con el mismo desarrollo) y de unos diálogos de juzgado de guardia (sobre todo los del personaje del general Stacker Pentecost) que tratan de forma ramplona grandes (sic) temas como el honor, la lucha, el compromiso por la patria, el respeto a la autoridad, en fin, todo un dechado de falsa épica realizada sin ironía y prototípica de la narración de acción comercial (aquí por desgracia no estamos en el territorio de filmes cínicos y satíricos como Starship Troopers, sino en la devoción marcial de los productos de Michael Bay).
Y por último, el desastre culmina con la escasez de buenos detalles de puesta en escena, que peca de mecánica, convencional y repleta de subrayados como las feas y recurrentes secuencias que ilustran las conexiones neuronales entre los científicos y los cerebros de los monstruos, los enfáticos planos de Pentecost frente a sus tropas o asumiendo su destino, el gratuito y previsible golpe de efecto de la muerte del personaje de Hannibal Chau, los innecesarios incisos de miradas tímidas entre los protagonistas que insisten en su relación naciente, los recurrentes planos de los monstruos desde perspectivas aéreas y generales que les restan misterio y tensión, entre un largo etcétera.
Tal vez se puedan destacar algunos buenos momentos en los que parece resurgir el talante visual de Del Toro, sobre todo aquellos en los que recupera ese sentido de descubrimiento de lo maravilloso tan querido por el autor de Cronos: así, se podría apuntar el sobrecogedor plano del robot defectuoso que asombra a un padre y un hijo en una playa desierta y neblinosa, o los bellos planos de la joven Mako Mori descubriendo el paisaje después de la batalla en el que se ha visto inmersa (bellos momentos que combinan lo íntimo con lo espectacular), y poco más. Un rácano resultado para un filme que demuestra que últimamente Del Toro ha estado más atinado en sus modestas producciones (como las estimables No tengas miedo a la oscuridad y Mamá) que en sus grandilocuentes realizaciones.