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clásicos modernos

publicado el 12 de febrero de 2006

El reverso de los sueños

La reciente edición en DVD de la serie completa de películas de 'Pesadilla en Elm Street' nos permite recuperar por fin uno de los títulos claves del cine de terror de la década de 1980, que situó a su autor, Wes Craven, como uno de los más reputados y respetados directores del género. La película ocupa un lugar más bien desconcertante en la casi siempre sobrevalorada filmografía de Craven, más efectista que efectivo, más comercial que personal aunque después de más veinte años la primera entrega de las andanzas del asesino de adolescentes Freddy Kruger –probablemente el psicópata más popular (y comercial) de las décadas de 1980 y 1990- conserva prácticamente intacta su fuerza original y buena parte de sus aciertos.

Pau Roig | La obra de Wes Craven, incluyendo dos títulos de terror sangriento de culto de la década de 1970 hoy un tanto desfasados –La última casa a la izquierda (Last House on the Left, 1972) y Las colinas tienen ojos (The Hills Have Eyes, 1977)– no había alcanzado ni alcanzaría por asomo a lo largo de los años siguientes, exceptuando algunos momentos aislados de La serpiente y el arco iris (The Serpent and the Rainbow, 1987), el nivel de interés, la sorprendente calidad e incluso la fuerte personalidad de Pesadilla en Elm Street. Ni Bendición mortal (Deadly Blessing, 1981) o La cosa del pantano (Swamp Thing, 1982), menos aún Las colinas tienen ojos 2ª parte (The Hills Have Eyes Part 2, rodada en 1983 pero no estrenada hasta 1985), Amiga mortal (Deadly Friend, 1986) o Shocker, 100.000 voltios de terror (Shocker, 1989) parecen, a primera vista, obra del mismo director. Al contrario de lo que ocurre en la práctica totalidad de su filmografía, Pesadilla en Elm Street destaca principalmente por su carácter digamos “serio”, poco o nada autoreferencial y escasamente imitativo. Si la mayoría de producciones terroríficas destinadas al público juvenil de mediados de los ochenta destacan, entre otras cosas, por sus dosis de humor más o menos paródico y sus referencias a la historia del género –de Un hombre lobo americano en Londres (An American Werewolf in London, John Landis, 1981) a El terror llama a su puerta (Night of the Creeps, Fred Dekker, 1986), pasando por producciones independientes de serie B como Re-Animator (Re-Animator, Stuart Gordon, 1985), por citar sólo tres títulos–, Pesadilla en Elm Street pretende, y en determinados casos consigue, dar miedo. Su punto de partida, de hecho, ya es fascinante de por sí: un asesino de niños llamado Freddy Krueger (Robert Englund, en el papel de su vida) ajusticiado por los padres de algunas de sus víctimas tiempo atrás después que un lamentable error policial lo dejara en libertad, revive en los sueños de los hijos de sus verdugos para ir asesinándolos uno por uno en el mundo real.

El origen de un mito

Para escribir el argumento, Craven se inspiró en una serie de artículos sin aparente relación entre sí publicados en el periódico L.A. Times en un período de aproximadamente un año y medio. En ellos se hablaba del caso de algunos adolescentes del sureste asiático, procedentes de campos de reasentamiento y de refugiados, que habían inmigrado con sus padres a los Estados Unidos. Los chicos habían tenido terribles pesadillas que habían contado asustados a sus padres, quienes no habían dado ninguna importancia al tema. De manera increíble, al volverse a dormir todos los adolescentes habían muerto en su cama entre gritos de horror; uno de ellos, aterrorizado, se había negado a acostarse y consiguió estar cinco días enteros despierto, aunque al final corrió la misma suerte. “Quedé fascinado por la idea de que una persona pudiera sufrir daño sin que pudiera discernirse entre si había ocurrido en el sueño o en la realidad”, afirma el director y guionista, “la idea de ser invadido a través de la propia conciencia... es una idea fascinante. La Naturaleza está llena de las insidiosas invasiones de una especie sobre otra” (1).

De haber sido rodada con un presupuesto mayor, seguramente Pesadilla en Elm Street no se hubiera convertido en el clásico del cine de terror que es. La falta de presupuesto y de recursos técnicos agudizó hasta límites sorprendentes el ingenio de los máximos responsables artísticos y técnicos de la producción, a cuyo impecable acabado formal y visual no es nada ajeno la inquietante simplicidad de la banda sonora de Charles Bernstein.

Para crear el personaje de Freddy Krueger, Craven utilizó una desagradable experiencia de su infancia, la imagen de un hombre mayor con sombrero que estuvo asustándolo y disfrutando con ello mirándolo desde la ventana de su habitación, contigua a la calle; el nombre, sin el cual el personaje no sería el mismo, surgió de juntar el nombre de un enemigo de sus tiempos del instituto –Fred– con una derivación del nombre de uno de los protagonistas de La última casa a la izquierda, Krug. En un principio, el personaje debía ser un hombre de sesenta o setenta años, con el rostro desfigurado por el fuego –el técnico en efectos especiales de maquillaje David Miller afirma que se inspiró para el diseño en una pizza de carne– y vestido con un suéter de rayas verdes y rojas, según Craven los dos colores que más daño hacen a la vista; su principal arma, el guante con cuatro afilados cuchillos, una para cada dedo, nació de la combinación entre la destreza de la mano humana y la garra de un animal y fue diseñada a partir de un boceto inicial por el técnico en efectos especiales Lou Carlucci.

La historia de Pesadilla en Elm Street carece prácticamente de referentes previos y no sigue, a grandes trazos, ningún molde narrativo preestablecido en películas anteriores, aunque algunos hayan querido ver el filme como una derivación –por no decir copia– de La gran huida (The dreamscape, 1983), obviando el hecho de que la película de Joseph Ruben ni siquiera es un filme de terror en un sentido estricto y que Craven estuvo moviendo el guión original del filme durante más de dos años por diferentes productoras y estudios de Hollywood sin que nadie se atreviera a producirlo. Finalmente, Robert Shaye, propietario de una pequeña compañía cerca de la quiebra económica, New Line Cinema, decidió llevar a cabo la producción, aunque sólo consiguió financiar la mitad del presupuesto inicialmente previsto por Craven. El rodaje, con un coste final de aproximadamente 1.800.000 dólares, duró tan sólo 32 días, dos días más de lo previsto, aunque al final trabajaron en hasta cinco unidades de producción: Sean S. Cunningham, por ejemplo, dirigió algunas escenas sin diálogos mientras Craven rodaba otras en otra localización (2). De haber sido rodada con un presupuesto mayor, seguramente Pesadilla en Elm Street no se hubiera convertido en el clásico del cine de terror que es. La falta de presupuesto y de recursos técnicos agudizó hasta límites sorprendentes el ingenio de los máximos responsables artísticos y técnicos de la producción, a cuyo impecable acabado formal y visual no es nada ajeno la inquietante simplicidad de la banda sonora de Charles Bernstein, grabada con un sintetizador y poca cosa más, y el carácter marcadamente artesanal de los efectos especiales y mecánicos.

Algunas fuentes señalan que el presupuesto final destinado a este último apartado ni siquierá llegó a los 50.000 dólares, un dato un tanto difícil de creer teniendo en cuenta que uno de sus máximos responsables, Jim Doyle, llegó a construir una habitación giratoria decisiva para la consecución del nivel de terror y la fuerza, incluso expresiva, de una de las mejores escenas de la película, la de la muerte de Tina (Amanda Wyss): atrapada en una pesadilla por Freddy, el cuerpo de Tina se revuelve en la cama de matrimonio de su madre, progresivamente llena de sangre, instantes antes de empezar a subir por las paredes y el techo de la habitación ante la mirada descompuesta de su novio, Rod (Nick Corri). Después de Craven y Robert Shaye, Doyle es sin lugar a dudas el responsable del éxito de Pesadilla en Elm Street, ya que sin su pericia las escenas más complicadas del guión probablemente nunca hubieran podido llegar a realizarse (Doyle es, por ejemplo, el “actor” que lleva enfundado el guante de Freddy Krueger en otra de los momentos más recordados del filme, cuando Nancy se duerme en la bañera. La escena tardó un día entera en ser filmada y para ella Doyle construyó la bañera encima de una piscina, donde él se ocultaba con un traje de buzo). La contundencia y brutalidad de algunas de las escenas más violentas de la película, aún más en una producción destinada al público adolescente, supuso también un importante (y más bien desgraciado) punto de inflexión el cine de terror de las décadas de 1980 y 1990: la ya citada escena de la muerte de Tina o los litros y más litros de sangre que surgen de la cama del novio de Nancy, Glen (Johnny Depp, en su primer papel para el cine), después que Freddy lo haya atrapado mientras duerme acarreron numerosos problemas con la censura a Craven y a los principales responsables de la productora.

Límites entre la realidad y el sueño

Anécdotas y datos técnicos aparte, lo cierto es que el guión original de Pesadilla en Elm Street está perfectamente estructurado y medido, y en él Craven hace gala de una profundidad, o mejor de un rigor, nada habitual en sus películas, tampoco en el cine de terror producido a lo largo de la década de 1980. La película juega la carta de la confusión entre sueño y realidad, pero desde el principio y no de la manera habitual en el género: ambos mundos interactúan y se cruzan constantemente sin que los espectadores sepan si lo que están viendo está ocurriendo de verdad o si está siendo soñado por uno de los personajes, hasta el punto que el mundo de los sueños se convierte en el mundo real y el mundo real en un mundo de pesadilla donde los jóvenes protagonistas van siendo brutalmente asesinados por Freddy Krueger (lo cual es imposible, puesto que el asesino está realmente muerto). La originalidad de Craven reside en contaminar ambos mundos con elementos y aspectos del otro mundo sin recurrir a tópicos gastados (del tipo “y entonces se despertó...”: cuando esto ocurre, por ejemplo, los personajes tienen heridas en su cuerpo procedentes de su pesadilla).

La película se aleja claramente de las principales corrientes del cine de terror imperante en la época, perdido en un pozo cada vez más negro de imitaciones y derivaciones: el filme de Craven, en un sentido estricto, poco tiene que ver con las películas al uso de asesinos en serie –sobrenaturales o no– y/o de monstruos asesinos –extraterrestres o mutantes–, ni tampoco con las producciones centradas en fenómenos paranormales y casas encantadas, o en brujería y satanismo.

En muchos momentos, la transición entre el mundo del sueño y el mundo real, también la simbolización de la amenaza que representa Krueger, viene dada por el trabajo de puesta en escena del director, tiene lugar en un mismo plano, sin corte por montaje. Es el caso de una de las primeras panorámicas del filme, que une la irreal imagen de unas niñas vestidas de blanco saltando a la comba mientras cantan una inquietante canción con la llegada en coche de Nancy y sus amigos al instituto de Springwood. La misma “canción de Freddy”, por llamarla de algún modo, está extrañamente integrada en la acción (se supone que las niñas que la cantan son reales), y se convierte prácticamente en un leit motiv del filme, así como lo será también de la mayoría de sus continuaciones (“Uno y dos. Freddy viene a por ti / Tres y cuatro. Cerrad la puerta a todo trapo / Cinco y seis. Del crucifijo no os separéis / Siete y ocho. Quedaos despiertos hasta tarde comiendo un bizcocho / Nueve y diez. No volváis a dormiros otra vez”). En este contexto, ni la policía ni la religión ni aún menos la ciencia pueden hacer nada para detener al asesino, como ejemplifica a la perfección la inquietante escena ambientada en el Instituto Katja para los trastornos del sueño, cuando Nancy, siguiendo los consejos del médico y de su madre, decide dormir para que puedan estudiar sus sueños: Freddy está a punto de asesinarla en su pesadilla, pero ella consigue traer a la realidad el sombrero del asesino, prueba irrefutable si no de su existencia si de que algo en el mundo real va mal, terriblemente mal. En otras escena, Nancy consigue escapar de otro de sus terribles sueños quemándose deliberadamente el brazo con un tubo de la sala de calderas, una herida que también existirá en el mundo real. Las pesadillas se desarrollan en cualquier parte y en cualquier momento, Freddy puede aparecer incluso en las clases y en los pasillos del instituto... El espectador asiste impotente y cada vez más angustiado a la transformación imparable de la realidad en una pesadilla, en un mundo oscuro e inquietante en el que no parece haber otra salida que la muerte.

La película se aleja claramente de las principales corrientes del cine de terror imperante en la época, perdido en un pozo cada vez más negro de imitaciones y derivaciones: el filme de Craven, en un sentido estricto, poco tiene que ver con las películas al uso de asesinos en serie –sobrenaturales o no– y/o de monstruos asesinos –extraterrestres o mutantes–, ni tampoco con las producciones centradas en fenómenos paranormales y casas encantadas, o en brujería y satanismo. Freddy bien puede ser considerado como una reencarnación absoluta del Mal, o mejor como un demonio cruel y sádico: la oscura y tenebrosa sala de calderas en la que tiene su guarida (y donde se desarrollan la mayoría de las pesadillas de los protagonistas) bien puede ser contempladas como una especie de infierno, su Hades particular. De ahí su enfrentamiento, su particular lucha, con el personaje de Nancy, convertido, como no puede ser menos, en una representación igualmente absoluta del Bien, o de la Pureza, como se prefiera. Pero salvo la presencia puntual de algún que otro crucifijo, que de hecho no tiene relevancia para el desarrollo de la acción, Craven en ningún momento utiliza elementos religiosos (satánicos o no) en la trama: no hay ningún cura, ni posesiones diabólicas, tampoco vómitos verdes o estrellas invertidas de cinco puntas. Los adolescentes protagonistas, si bien no aparentan la edad que tienen (como de hecho ocurre siempre en el cine comercial nortemericano), están más trabajados y tienen bastante más personalidad de la requerida en este tipo de producciones, es decir, no son simples marionetas que corren de un lado para otro esperando su turno para ser asesinados, como ocurre por ejemplo en la larga serie de Viernes 13 (Friday the 13th) iniciada por Sean S. Cunningham en 1980. El personaje protagonista, Nancy, interpretado por Heather Langenkamp, resulta ya especialmente revelador en este sentido: sus padres están divorciados (el padre es el malcarado teniente de policía de la ciudad, la madre se pasa casi todo el día en casa bebiendo a escondidas de su hija), por lo que su vida dista mucho de ser perfecta. Su manera de actuar y su particular físico, por otro lado, tampoco responden a los cánones habituales del cine de Hollywood –aún menos del cine de terror– y, como el personaje de Ripley en Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979), se acaba erigiendo en la auténtica heroína del filme, la única persona que puede poner fin a la serie de muertes que tienen aterrorizada la ciudad.

La herencia de Pesadilla en Elm Street

Ahora bien, el desenlace de la película no está a la altura del planteamiento y del desarrollo inicial, y no tanto por la idea que lo sostiene –el hecho de que una persona pueda sacar “algo” de sus sueños y convertirlo en real, y por lo tanto vulnerable, al despertar– sino por el nivel de delirio e insensatez que alcanza el guión después de haber evitado escrupulosamente durante la primera hora y cuarto caer en el terreno de la parodia involuntaria. Sólo con leer un burdo manual de autodefensa y preparar unas cuantas trampas del todo improbables y a cual más sofisticada en poco menos de veinte minutos –el tiempo que le ha dado a su padre para que la despierte para así poder acabar con Krueger–, Nancy se convierte en invencible. Toda esta parafernalia de guerrilla doméstica, con perdón por la expresión, no sólo resta credibilidad y rigor a la trama, sino que resulta totalmente innecesaria: al arrastrar a Freddy Krueger del mundo de los sueños a la realidad, sólo hay que dejar de creer en él y dejar de tenerle miedo para que desaparezca. Y es que, pese a sus notables particularidades, Pesadilla en Elm Street tampoco carece de tópicos, hasta el punto que, de manera especial en el cuarto de hora final, acaba resultando más efectista que efectiva. El hecho de que el psicópata pueda hablar, sin ir más lejos, no tiene ningún sentido, ya que sus palabras nunca podrán aportar más información a sus actos ni menos aún al desarrollo de la trama: Michael Myers y Jason Voorhees, los otros dos asesinos en serie más populares de la década de 1980, protagonistas de La noche de Halloween (Halloween, John Carpenter, 1978) y de Viernes 13, no pronuncian ni una sola palabra en ninguna de sus películas, un recurso que contribuye a dotarlos de un mayor nivel de inquietud e irrealidad. En las siguientes entregas de la serie, sin embargo, éste será uno de los rasgos más característicos de Kruger, convertido en un héroe mataadolescentes estúpidos que ejerce a la vez el rol de monstruo despiadado y de payaso cachondo.

Ahora bien, el desenlace de la película no está a la altura del planteamiento y del desarrollo inicial, y no tanto por la idea que lo sostiene –el hecho de que una persona pueda sacar “algo” de sus sueños y convertirlo en real, y por lo tanto vulnerable, al despertar– sino por el nivel de delirio e insensatez que alcanza el guión después de haber evitado escrupulosamente durante la primera hora y cuarto caer en el terreno de la parodia involuntaria.

La (desafortunada) última escena también merece un comentario aparte. Craven y el productor Robert Shaye no se ponían de acuerdo sobre el final: en el guión, la última escena mostraba a Nancy y a su madre saliendo de casa y a Nancy perdiéndose en la espesa niebla de la mañana, sin que los espectadores pudieran distinguir si se trataba de un sueño o si era real; Shaye, en cambio, quería que el autobús del instituto recogiera al personaje delante de su casa y que Freddy Krueger fuera el conductor (idea que se retomaría para el principio de la segunda entrega, dirigida por Jack Sholder apenas un año más tarde). Al final ambos optaron por una solución intermedia: los amigos de Nancy (todos están vivos, lo que acentúa aún más la sensación de pesadilla) pasan a recogerla en un coche descapotable que en realidad es controlado por Krueger: una vez los chicos están dentro, un techo a rayas verdes y rojas los atrapa y las ventanas se cierran solas; como si estuviera dotado de vida propia, el coche arranca y se pierde en la niebla mientras Freddy coge a la madre de Nancy a través de la ventana de la puerta y la arrastra hacia el interior de la casa.

Terminado el rodaje, el proceso de montaje, pese a que Shaye exigió que se terminara en sólo dos semanas, se alargó finalmente más de un mes, y Pesadilla en Elm Street se estrenó oficialmente en los Estados Unidos el 11 de noviembre de 1984, convirtiéndose rápidamente en uno de los más grandes éxitos de la temporada (recaudó más de veinte millones de dólares) y salvando de la quiebra a la compañía New Line Cinema. En muy poco tiempo, la película se fue erigiendo no sólo en uno de los más grandes éxitos del cine de terror de toda la década, sino también en un título de culto imprescindible venerado por multitud de aficionados al género. Pero como pasa siempre que una idea nueva o original tiene éxito y es asimilada por la gran industria cinematográfica, la película fundacional de Craven daría lugar a una rentabilísima pero cada vez más penosa serie de películas –siete hasta la fecha, mejor no contar la nulidad absoluta que representa Freddy contra Jason (Freddy vs. Jason, Ronny Yu, 2003)– e incluso a una irregular pero más imaginativa serie de televisión, Las pesadillas de Freddy (Freddy’s nightmares, 1988–1990, 44 episodios), cuyo capítulo piloto, dirigido por Tobe Hooper, narraba la historia de Freddy Kruger hasta su asesinato por los vecinos de Springwood. El personaje y las siguientes películas, casi diseñadas para su lucimiento, pasarían así desgraciadamente a formar parte del grueso del cine de género de la década de 1980, sin poder escapar del carácter autoreferencial e imitativo del que se había librado en un primer momento e incapaz de ir más allá de lo que se pudiera esperar de él.


  • (1) Citado por Doug Bradley en Monstruos sagrados. Grandes actores y sus caracterizaciones en la historia del cine de terror, Madrid: Nuer, 1998, pág. 142.

  • (2) La película se rodó en casi su totalidad en los alrededores de Los Angeles: la sala de las calderas, sin prácticamente decoración, se rodó en la prisión abandonada de Lincoln Heights; la comisaría de policía es en realidad una biblioteca de Venice, en California; el Instituto de Springwood, donde transcurre gran parte de la acción, es en realidad el Marshall High School de Los Angeles, mientras que el cementerio donde se celebra el funeral de Rod es el de Boyle Heights, que Craven volvería a utilizar en La nueva pesadilla de Wes Craven (Wes Craven’s New Nightmare, 1994), séptima entrega de la serie. Por lo que respecta a la localización exacta de Elm Street, un nombre de calle que existe en prácticamente todas las grandes ciudades de los Estados Unidos, parece ser que se encuentra en la ciudad de Potsdam, cerca de Nueva York.


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