publicado el 12 de diciembre de 2013
Si en El Hobbit: un viaje inesperado, Peter Jackson recurría a un juego de manos para ligar la historia del viaje de un joven Bilbo con la trilogía de El Señor de los Anillos, que había dirigido unos años antes, El Hobbit: La desolación de Smaug es la toma de posesión definitiva del mundo de Tolkien por parte de Peter Jackson (y de Guillermo del Toro, que no en vano firma parte del guion). El realizador neozelandés no sólo retuerce el mundo de J.R. Tolkien a su antojo, también inventa tramas y personajes nuevos y lo hace con tal habilidad que es capaz de apedazar su propia imaginación con el mundo original de la Tierra Media sin que se noten los cosidos y las roturas [1].
Marta Torres | El Hobbit: La desolación de Smaug es la segunda parte de una larga trilogía que adapta al cine un libro de apenas 300 páginas, El Hobbit, que publicó Tolkien en 1937. La historia funciona como un prólogo a la más ambiciosa El señor de los anillos, donde todo es mucho más serio y trascendental. El Hobbit está situado unos sesenta años antes y narra el viaje de Bilbo Bolsón en compañía de un grupo de enanos en busca de los tesoros de su patria perdida, custodiados ahora por un dragón (el Smaug del título). A diferencia de la primera parte de El Hobbit, bastante fiel al original y, en cierto sentido, muy literaria, esta segunda parte indaga en nuevas tramas y añade personajes sin que el conjunto se resienta demasiado e incluso, Tolkien me perdone, consigue humanizar un tanto un original en ocasiones algo frío. Sin embargo, no todo es cosecha de Peter Jackson, parte de lo añadido se inspira en El Silmarillion, una suerte de génesis de la Tierra Media donde se hace mención al Nigromante, una manifestación de Sauron, el poder maléfico de El señor de los anillos.
Decíamos antes que en El Señor de los Anillos todo era mucho más serio y trascendental, lo que, en imágenes, se traduce en un abuso de planos aéreos, escenas épicas y una narración algo operística que mantuvo con algunos matices en la primera parte de El Hobbit, aunque la historia de Bilbo Bolsón es de naturaleza más humilde. En esta segunda parte, Jakson ha dejado de lado sus inquietudes paisajísticas y ha bajado la cámara a ras de suelo. El Hobbit: La desolación de Smaug es un filme donde la cámara prefiere estar cerca de los personajes a remontarse a las alturas, quizá por este motivo, incluso los elfos parecen más interesantes y con más recovecos.
Esto no significa que no sea una película espectacular. Sólo que el director no ha caído en la sobresaturación, cansina si además se añade al uso de tecnología 3D. Las escenas de acción son menos imposibles que en las películas anteriores e incluso el director se ha permitido el lujo de sellarlas con cierto humor gore. El conjunto es más festivo y, en cierto sentido, más entrañable. Por otra parte, la película es más equilibrada que sus predecesoras y la que mejor emplea el recurso a las tres dimensiones con planos memorables como toda la secuencia en la que recorren el bosque negro, el encuentro con el dragón o la aparición del malvado Nigromante que va tomando protagonismo a cada episodio de la saga.
Si con la trilogía de El señor de los anillos, Jackson se convirtió en la principal referencia visual de esta famosa saga de fantasía épica, ahora va camino de convertirse también en su oráculo, ya que es capaz de reinterpretar su mundo como si fuera propio. En este aspecto, El Hobbit: La desolación de Smaug es la película más personal de Jakson de toda la saga Tolkien.