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publicado el 3 de marzo de 2014

Oda a la abyección

Freaks. La parada de los monstruos (1932) de Tod Browning es una pieza maestra del melodrama criminal que aúna de manera singular el concepto de la comunidad circense como sociedad hermética, con sus propias reglas y principios, y la idea del diferente, el deforme, el repudiado por la sociedad, en contraposición a la ética /estética imperante a finales del siglo XIX y principios del XX.

Lluís Rueda | La exposición del 'freak' -término popularizado precisamente gracias al filme de Browning- en barracones, ferias y circos se populariza precisamente en la Inglaterra victoriana y, en ese contexto, hallamos casos tan populares como el de Joseph Merrick (Leicester, Inglaterra, 5 de agosto de 1862 - Londres, 11 de abril de 1890), más conocido como 'el hombre elefante', popular personaje que inspiró al realizador estadounidense David Lynch para realizar una poderosa película sobre la que reflexionaremos en un punto concreto de este ensayo, nos referimos a El hombre elefante (The Elephant Man, 1980).
Freaks, La parada de los monstruos es esencialmente un alegato a la diferencia y la exposición, alejada de todo sensacionalismo, de un 'teatro de la cruedad' [1] que una vez más se esconde tras el oropel y colorido de ese circo moderno que no es más que una extensión natural de 'la saturnalia', el primitivo carnaval y la codificación amable de cierta enajenación colectiva anestesiada / castrada por la moral y la ética post-revolución industrial.

Tod Browning, especialmente antes de su etapa en 'Universal Pictures', había dado muestras de su capacidad para crear atmósferas insanas alrededor de 'seres extrordinarios' en filmes como Garras humanas o The Unholy Three (1925), cinta que introducía ciertos elementos escabrosos desarrollados ampliamente en Freaks. La parada de los monstruos. Pero cabe precisar que el punto de partida de la película es el relato 'Spurs' de Todd Robins (1888–1949) y no es de extrañar, pues este mismo autor de novelas pulp y misterio se movía en unas coordenadas estéticas francamente parejas a las de Browning. No está de más recordar que de una novela suya partió la adaptación de la citada The Unholy Three protagonizada por el gran y enigmático Lon Chaney -adalid del arte de la máscara y las varietès y compañero de Browning en unas tantas impusturas cinematográficas asociadas al fantoterror subversivo.

Tod Browning, antes de convertirse en realizador trabajó en diversos circos itinerantes como 'Ringling Brothers' donde realizaba el número de “el cadáver viviente”, un antecedente profesional que le aventajaba como observador del clan nómada y sus entresijos. No es casualidad que el propio Browning apacezca en el primer segmento de su propio filme interactuando con algunos de los freaks más entrañables de su relato, Schlitze, Koo-koo y las pinheads, suerte de muchachas afectadas por microcefalia. Cuando la MGM propuso al realizador que ideara la gran película de horror que pudiera competir con los más populares títulos de Universal Pictures, éste decidió volver la mirada al mundo del circo y convertir a un grupo de seres deformes en los antihéroes de su película. El relato de una bella y ambiciosa trapecista, Cleopatra, que para quedarse con la herencia del enano Hans accede a casarse con él para luego envenenarlo gradualmente no es sólo un melodrama criminal de enorme economía narrativa y ejemplar puesta en escena, si no en que en manos de Browning se convierte en un exquisito retrato coral de la comunidad circense.

Cleopatra, aliada con el brusco forzudo Ben, pronto será objeto de la ira de la comunidad de monstruos que conforma el circo 'Rollo Bros' y en ese punto en el que el relato se oscurece de manera tajante, se suceden de manera prodigiosa los primeros planos de los fenómenos de feria, sus rostros inquietantes, sus muecas de desaprovación, sus cuchicheos, los ojos vigías y expectantes bajo los carromatos, los códigos ancestrales...

La tragedia o, bien mirado, el ajuste de cuentas de los olvidados y diferentes hacia los escogidos, bellos y arrogantes, en el marco de una pequeña ciudad ambulante es preclaro y la manera de exponerlo del director de Muñecos infernales es prodigiosa.

Pero hablar de La parada de los monstruos sin detenernos en la secuencia de la fiesta de boda entre el enano Hans y Cleopatra es algo casi imposible. Browning sitúa la ceremonia en el mismo lugar destacado en que mostró a Cleopatra como reina del trapecio, la pista central en la que el personal de la pequeña comunidad se entrega a una bacanal de alcohol, felicidad y suerte de carnaval íntimo. Las pinheads, la hermafrodita Josephine, el principe Randian (hombre sin extremidades), Johny sin piernas y tantos otros rodean una mesa presidida por Cleopatra y Hans. Este esbozo goyesco acabará en una afronta delirante a medida que Hans es humillado por Cleopatra y su amante Ben el forzudo durante el transcurso de la fiesta. El primer episodio de envenenamiento de Hans se da en esa secuencia: bajo la mesa, Cleopatra, envenena la copa de Hans en el contexto de una batería de planos donde vemos los aspavientos joviales de los comensales, esbozos de risas y demás instantáneas propias de una fiesta en honor a Baco. En esa secuencia perdura un plano reiterativo y especialmente dramático, aquel en que la enana enamorada de Hans, Frida, soporta el peso del dolor y la pena producido por el despecho y la rabia. La composición de la secuencia no puede ser más espléndida y contundente. La parada de los monstruos es un filme en el que los espacios y las simetrías tienen una función determinante para alimentar el mecanismo del suspense. Si, por ejemplo, señalábamos que ese primer intento de envenenamiento de la pareja Cleopatra / Ben hacia Hans se da bajo el mantel de la mesa nupcial, en el desarrollo del filme, este acto de homicidio hallará su correspondencia en otro espacio singular, el bajo de madera y fusta en penumbra de un carromato en el que las alimañas deformes se tomarán la justicia por su mano. Browning elabora magistrales travellings circulares y contundentes reencuadres en espacios achicados, claustrofóbicos, en un alarde paradigmático de economía visual.

Durante el banquete de boda se da la exposición de un ritual de iniciación en el que Cleopatra es invitada a formar parte del clan, la familia de los diferentes. En dicha secuencia los presentes en el banquete beben, uno por uno, de una misma copa que el oficiante, un enano que camina sobre el mantel, hace llegar hasta la novia, pero esta, ebria y alienada, la rechaza violentamente a la vez que grita contra los presentes: “¡Monstruos! ¡Monstruos!” (“¡Freaks! ¡Freaks!”). Desde ese mismo instante, Cleopatra, es, a ojos de los presentes, persona non grata y quedará estigmatizada de por vida tanto bajo la carpa como en los aledaños del circo ambulante. La representación del ritual de boda y anexión al clan es además del auténtico detonante dramático del filme un portento de planificación que alumbra un trabajo de montaje exquisito. Curiosamente, esta escena es la última que se sucede en la pista central del circo, en concreto es la tercera a lo largo del filme. La primera de ellas nos presenta a Cleopatra en el trapecio como una suerte de ángel volador, la segunda es un segmento en que Hans, en primer plano, es humillado por unos portadores que se mofan de su situación como 'novio' de Cleopatra, curiosamente en este plano en que aparece el enano de espaldas, a pie de pista, tenemos la sensación óptica de que se trata de una persona de estatura normal, algo que no parece casual conociendo la perspicacia de un director que sobresale en por su capacidad para encriptar en sus imágenes bellas, sofisticadas y, la vez, contundentes metáforas visuales.

Pero Browning, es además de un realizador superlativo en parcelas como la planificación y la puesta en escena un exquisito creador de tableux vivants, como muestra ese bello plano en que la mujer barbuda ha dado a luz un bebé y, postrada junto a la criatura en un camastro, recibe el calor de tullidos y seres deformes, como si se tratara de una madonna grotesca ideada por Francisco de Goya.

Es un ejemplo de esa capacidad para alumbrar instantes de bella decadencia e incluso de confeccionar satíricas imposturas respecto a la religión. La parada de los monstruos, como vemos, es un vehículo eficaz a la la hora de subvertir los códigos éticos y crear soluciones de una plástica preciosista para construir la denuncia, pero esa sutilidad, elaborada desde una apología del feísmo fue la que llevaría al filme a ser denostado en su día hasta el punto en que quedaría en el olvido hasta la década de 1960 cuando se reestrenó con enorme éxito. En la linea de la exposición de la monstruosidad a la manera de la fotógrafa Diane Arbus, pero con un criterio de denuncia basado en la militancia circense y la camaradería, Browning, es un creador que invierte el orden de las cosas respetando las reglas del juego, y es por ello que en su filme hay héroes y villanos, pero como en el carnaval esos estereotipos pueden ser tan cambiantes y/o puramente coyunturales. En La parada de los monstruos, para matizar la amoralidad de los tullidos en busca de sed de venganza, Browning se saca de la manga a un héroe como Phroso 'el payaso' (Wallace Ford) al que confronta con el gigante Ben en un aguerrido forcejeo en el carromato donde se cometía el lento homicidio contra Hans. Este segmento final, clímax del filme, resulta arrollador gracias a una vibrante planificación. Tras el forcejeo de Phroso y Ben el forzudo, el carromato de Cleopatra se estrella en la cuneta del camino. El realizador elabora un travelling bajo los coches de caballo en el que vemos como los “monstruos” serpentean entre el barro armados y resueltos a cobrarse la venganza. Resulta especialmente significativo que entre la cometida asesina también se halle una de las risueñas e inocentes pinheads, aspecto que refuerza el sentido de clan siniestro y emponzoña, si cabe un tanto más, la sensación de insania de esa noche aciaga que arrancaba como una cometida de carruajes del más allá, una delegación de almas perdidas que parece inspirse en el coche siniestro de 'Las crónicas del Sochantre' de Álvaro Cunqueiro. Cleopatra logra escapar mientras los 'monstruos' acaban con su cómplice, pero en la inmensidad de la noche esos seres al los que un día humilló y vilipendió le darán caza en un episodio que queda brillantemente relegado al fuera de campo. Mediante una elipsis contundente y reveladora el filme recupera al charlatán de feria que introducía el relato de la venganza de los monstruos y allí se nos muestra como Cleopatra, completamente mutilada, se ha convertido en una suerte de gallina contrahecha que es expuesta con una crueldad pareja a los insultos envenenados que un día profirió en la pista central.

La parada de los monstruos ha alimentado/influenciado a toda suerte de remakes, parodias y series como Carnivale y algunos de estos títulos serán recogidos en este libro, pero permítanme que me sitúe en los márgenes de los estrictamente cinematográfico y considere como una de las más atinadas traslaciones del universo de La parada de los monstruos de T. Browning la obra gráfica Feria de Monstruos (Frek Show) de Bruce Jones y Bernie Wrightson, un obra espléndida que coincide en esencia, impostura e imaginería con la joya del cine criminal y circense que es La Parada de los monstruos, un filme imprescindible.


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