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clásicos modernos

publicado el 2 de noviembre de 2007

Brasas

Marcos Vieytes |

Los espectadores occidentales estamos acostumbrados a la representación cinematográfica realista del Holocausto e incluso a la reflexión teórica sobre la misma, pero bastante menos a la de las bombas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Uno puede sospechar razones de política cultural detrás de esa ausencia, pero además de ellas hay otras también atendibles.

Una es la dificultad para poner en escena narrativamente un hecho como ese, que por su misma naturaleza sorpresiva, dificulta el abordaje convencional en términos de historia con principio, nudo y desenlace. Si el Holocausto fue un proceso extendido en el tiempo, las bombas fueron un acontecimiento repentino incapaz de ser tanto capturado como representado por quienes lo padecieron e incómodo para quienes lo provocaron. La proliferación de películas japonesas y de films de clase B americanos sobre criaturas aparecidas por algún tipo de radiación, es una evidencia de la distancia fantástica con la que productores y/o público necesitaban contar para vérselas con el tema, pero también sería interesante recorrer la filmografía del país que fue víctima de las bombas seleccionando las películas que encararon directamente la representación de esa masacre sin valerse de ningún elemento fantástico. Mientras tanto, abordemos un film en particular.

Lluvia negra es una película de Shohei Imamura que encajaría temáticamente dentro de esa clasificación. Pero el hecho mismo que representa y algunas de las decisiones formales tomadas por el cineasta responsable de El pornógrafo, La balada del Narayama o La anguila, más el inclaudicable y muchas veces desaforado vitalismo de toda su obra, hacen que el film evite tanto el chantaje sentimental 'spielberguiano' del tipo Rescatando al soldado Ryan como el más prosaico naturalismo. La historia de la chica que sobrevive a la explosión de 1945 junto a sus abuelos por no encontrarse en la ciudad, le sirve al director para exponer las dificultades de representar lo impresentable. Por eso se vale de la voz en 'off' de un personaje que recuerda los hechos mientras escribe su diario para reconstruir lo sucedido. Tres mediaciones, entonces, son necesarias para mentar aquello: la memoria, la escritura y la oralidad. Imamura pudo haber desarrollado el argumento de la película en el presente mismo de la explosión, pero hace transcurrir unos diez años entre ella y el tiempo de la ficción. Así resalta el quiebre o hiato temporal que causaron las bombas, ese presente imposible de se vivido que quedó indeleblemente marcado como herida en el cuerpo y la mente de los que sobrevivieron. Además de eso, dicha distancia evidencia las consecuencias del desastre que, como una nube radiactiva en sigilosa pero constante expansión, años, lustros y hasta décadas después seguía acosando a las víctimas.

La explosión de las bombas en la película de Imamura es un fogonazo que funde la pantalla a blanco mientras un grupo de gente va en tren al trabajo. De allí en más, la mayor parte de las secuencias serán diurnas y la luz solar tendrá, a la vez, connotaciones vitales y siniestras. Quemante como el recuerdo de los cuerpos abrazados, el deliberado blanco y negro del film vela por momentos la mirada, expuesta a la más áspera claridad. Menos por una razón piadosa que por motivos dramáticos, Imamura evita el color cuando su utilización hubiera sido lo esperable en una película de 1989, y así potencia la contradictoria carga simbólica que la luz adquiere para personajes y espectadores. Los días más radiantes tendrán siempre un signo negativo y uno recuerda las secuencias rodadas en interiores con el mismo anhelo con el que los sobrevivientes deben haber necesitado refugio, sombra y frescura para sus cuerpos. La travesía de los protagonistas por la ciudad devastada, abierta y desnuda al sol, es uno de los viajes más horrendos que ha dado el cine. O cadáveres negros y quebradizos como brasas o cuerpos irreconocibles, zombis desfigurados como los de La noche de los muertos vivos. Esa extrañeza debida a signos de la naturaleza que se cargan de sentidos alarmantes (como la luz del sol o la lluvia oscurecida del título) o recursos del cine de género aplicados a un relato realista, transforman a la película en un viaje inquietante en el que incluso pueden rastrearse las primeras huellas de esa contaminación audiovisual que en la actualidad constituye la materia prima del cine de Takashi Miike, uno de los asistentes de dirección de este film.


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