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la dvdteca del profesor legendre

publicado el 5 de marzo de 2014

México se escribe con B y con Z: Momias vs. luchadores (Primera parte)

Hasta el descubrimiento, el 9 de junio de 1865, de la primera de las llamadas “Momias de Guanajuato” en el cementerio de la capital de este estado de México, no había prácticamente constancia de la existencia de cuerpos embalsamados ni por obra de rituales de origen humano –a diferencia de la cultura inca, las culturas maya y azteca que dominaron parte de Centroamérica antes de la conquista española no contaban con ninguna tradición de ese tipo, aunque sí realizaban sacrificios humanos–, ni tampoco gracias a la combinación de fenómenos de tipo natural. El boom que supuso tan macabro descubrimiento, cuya popularidad aumentó de forma exponencial a la cantidad de momias que se iban descubriendo –más de un centenar, la más reciente exhumada en 1989– no se trasladaría al cine hasta principios de la década de 1970, si bien con la eclosión del horror clásico mexicano a finales de 1950 la figura mítica de la momia ya había protagonizado una trilogía pronto elevada a la categoría de culto, La momia azteca, La maldición de la momia azteca y La momia azteca contra el robot humano, rodada por Rafael Portillo y estrenada en 1957.

1. Apuntes sobre la edad de oro del terror mexicano

No hacía ni un año que Fernando Méndez había dado el pistoletazo de salida a la irrepetible edad de oro del terror mexicano con Ladrón de cadáveres (rodada a finales de 1956 pero no estrenada hasta mediados de septiembre de 1957), una propuesta inspirada en las producciones clásicas estadounidenses de las décadas de 1930 y 1940 pero con suficientes elementos autóctonos, como su marcada tendencia hacia el folletín y el (melo)drama y, más importante, su asumida condición de “pastiche” –en el buen sentido de la palabra–, de manifestación artístico-industrial contaminada de forma consciente por otras expresiones de la cultura popular. Entre ellas, ocupa un lugar imprescindible la lucha libre, introducida en México por el promotor Salvador Lutteroth con la fundación en 1933 de la Empresa Mexicana de Lucha Libre, y presente en la gran pantalla, aún tímidamente, desde 1952, año del estreno de las fundacionales Huracán Ramírez (dirigida por Joselito Rodríguez), y El enmascarado de plata (de René Cardona), en la que el luchador al que hace referencia el título, el mítico “Santo” –en activo profesionalmente desde mediados de la década de 1930–, rehusó participar en beneficio de otro de los grandes nombres del cuadrilátero mexicano, “El Médico Asesino” (seudónimo de Cesáreo González Manríquez). El terror mexicano tampoco puede entenderse en su complejidad sin tener en cuenta sus recurrentes hibridaciones con el western, en ocasiones con abundancia de canciones y de momentos prácticamente de comedia musical; esta mixtura de dos géneros en apariencia tan antitéticos tiene curiosamente su origen, o al menos su título precursor, en una de las primeras realizaciones de Fernando Méndez, Las calaveras del terror (1943), y más adelante daría lugar entre otros títulos a El pantano de las ánimas (Rafael Baledón, 1956), las pedestres trilogías de El látigo negro (Vicente Oroná, 1957) y El zorro escarlata (Rafael Baledón, 1958) a mayor gloria del insufrible Luis Aguilar, las reivindicables Los diablos del terror y El grito de la muerte, dirigidas por el propio Méndez en 1958, El pueblo fantasma (Alfredo B. Crevenna, 1963) y El charro de las calaveras (Alfredo Salazar, 1965). Por último, y no por ello menos importante, debe reseñarse también la rápida proliferación de comedias más o menos paródicas de éxito igual o superior al de las películas en las que se inspiraban, en un principio y de forma especial la funesta Contra los fantasmas (Abott y Costello meet Frankenstein, Charles T. Barton, 1948): así lo atestiguan por ejemplo El castillo de los monstruos (Julián Soler, 1957), con el protagonismo estelar de Clavillazo (seudónimo artístico de Antonio Espino), Se los chupó la bruja (Jaime Salvador, 1958), protagonizada por la pareja cómica Viruta [Marco Antonio Campos] y Capulina [Gaspar Henaine], o los filmes de Rogelio A. González Dos fantasmas y una muchacha (1958), con Germán Valdés “Tin-Tan” y Manuel “Loco” Valdés, El esqueleto de la señora Morales y La nave de los monstruos, de 1959, la segunda para el lucimiento de Lalo González “Piporro”. “Tin-Tan” incluso llegaría a compartir protagonismo con Lon Chaney Jr., en La casa del terror (Gilberto Martínez Solares, 1959), filme en el que el devaluado protagonista de El hombre lobo (The wolf man, George Waggner, 1941) no tiene ni una sola línea de diálogo.

El imprescindible Fernando Méndez (1908-1966) conseguiría su consagración definitiva en el género ese mismo año, 1957, con El vampiro, una producción más madura y completa pero en cierta forma también más pensada para su exportación internacional o, dicho de otra forma, más equiparable a los patrones genéricos que de forma coetánea empezaban a desarrollarse en Gran Bretaña e Italia (incluso lanzó al estrellato a su debutante protagonista, el español Germán Robles, pronto encasillado en el horror). A diferencia de estos dos países, y de la práctica totalidad de los países de habla hispana, sin embargo, México contaba con algunos antecedentes nada desdeñables que se remontan a la década de 1930, destacando en esta época, de manera especial, la figura del realizador Juan Bustillo Oro –responsable de los fundacionales melodramas góticos Dos monjes (1934) y El misterio del rostro pálido (1935), firmante junto a Antonio Helú de Nostradamus (1937) y guionista de El fantasma del convento (Fernando de Fuentes, 1934)–, si bien tampoco pueden menospreciarse, ni mucho menos, producciones como La llorona (Ramón Peón, 1933) o las propuestas de (proto)ciencia-ficción El baúl macabro (Miguel Zacarías), El superloco (Juan José Segura), de 1936, Herencia macabra (también conocida como La traicionera, José Bohr, 1939) y El signo de la muerte (Chano Urueta, 1939), que pese a contar con uno de los primeros papeles importantes de Mario Moreno “Cantinflas” no debe considerarse una comedia en sentido estricto. Son filmes, todos ellos, que sin renunciar a influencias y fórmulas foráneas de probado éxito comercial –las producciones de terror de la compañía Universal, sobretodo– resultaban perfectamente identificables y asimilables para los espectadores mexicanos, dando cuenta de una idiosincrasia probablemente sin parangón no sólo en las cinematografías centro y latinoamericanas sino también en el contexto de la cinematografía mundial. El peso y también la rápida consolidación y madurez de la industria cinematográfica mexicana poco después de la llegada del cine sonoro constituye una buena prueba de ello: la cifra de seis películas producidas en 1932 se multiplicaría casi por cuatro al año siguiente, con 21 producciones, cifra que aumentaría hasta 57 en 1938, año en el que debutarían ni más ni menos que 18 directores, y que seguiría creciendo en los años siguientes. Paralelamente a este apogeo industrial, no obstante, el terror cayó en el ostracismo durante la década de 1940, época en la que mayoría de los títulos de una u otra forma asociados al género a duras penas alcanzan la condición de (burdas) producciones de misterio e intriga, como la ridícula La herencia de la llorona (Mauricio Magdalena, 1946); sólo Juan Bustillo Oro seguía en esos años, al margen de modas, dando muestras de su versátil personalidad y de su talento en rarezas tan estimulantes como El hombre sin rostro (1950), Retorno a la juventud (1953) o la comedia fantástico-musical El colmillo de Buda (1949). Tendrían que pasar algunos años para que primero Ladrón de cadáveres y después El vampiro llevaran el horror al lugar predominante que merecía, dando pie a un sonado pero desgraciadamente demasiado efímero boom a mediados de 1950. A partir de finales de esa década verían la luz títulos tan estimables como Misterios de la magia negra (Miguel M. Delgado, 1957), El hombre y el monstruo (Rafael Baledón, 1958), Misterios de ultratumba (Fernando Méndez, 1958), La llorona (René Cardona, 1959), El espejo de la bruja (Chano Urueta), El mundo de los vampiros (Alfonso Corona Blake), Muñecos infernales (Benito Alazraki), de 1960, La casa embrujada (La maldición de la llorona, Rafael Baledón, 1961), La invasión de los vampiros (Miguel Morayta, 1962) o Las mujeres vampiro (Santo vs. las mujeres vampiro, Alfonso Corona Blake, 1962), sin olvidar el más bien pedestre pero popular serial dividido en cuatro largometrajes iniciado con La maldición de Nostradamus (Federico Curiel, 1959) o auténticas obras de culto en su desopilante mezcla de ingenuidad y desfachatez, entre las que El barón del terror y La cabeza viviente, rodadas por Chano Urueta en 1961, más la primera que la segunda, ocupan un lugar de honor.

Más que con ninguno otro título de la época, la trilogía emprendida por Rafael Portillo comparte numerosos elementos de concepción y producción con la tetralogía de Nostradamus –que se completa con Nostradamus, el genio de las tinieblas, Nostradamus y el destructor de monstruos y La sangre de Nostradamus, estrenadas entre 1961 y 1963– con la notable particularidad de renunciar al subgénero más en boga del momento, el vampirismo, a favor de una de las figuras míticas que menos fortuna haría en el horror mexicano de la edad de oro. En un sentido estricto, de hecho, la(s) momia(s) no invadirían las pantallas mexicanas hasta la (demasiado) fulgurante decadencia del género, paralela a una proliferación de héroes enmascarados de rebajas surgidos a rebufo de la figura del “Santo” (Wolf Ruvinskis, más tarde conocido como Neutrón, Blue Demon, Mil Máscaras, Tinieblas, Superzán) y a una preocupante infantilización / banalización de personajes y situaciones clásicas del género. Como ocurriría poco después en España, en no pocos casos se realizaban dobles versiones para el mercado internacional con un sensible aumento de los contenidos eróticos, con el caso paradigmático de Santo en el tesoro de Drácula (René Cardona, 1968), que sería rebautizada ni más ni menos como El vampiro y el sexo. Algunas de las producciones de esta edad de oro conocerían incluso distribución en Estados Unidos en versión doblada gracias a la labor no precisamente humanitaria del productor independiente Kenneth Gordon Murray, que adquirió más de sesenta títulos mexicanos de los géneros más diversos para su exhibición mayoritariamente en sesiones dobles, y en menor medida también por la intervención del temible realizador Jerry Warren, (ir)responsable en 1964 de un remontaje de la trilogía de Rafael Portillo con destino a la pequeña pantalla con el título, demencial, de Attack of the mayan mummy (1964). No contento con la atrocidad cometida hacia la(s) obra(s) original(es), Warren también reutilizaría diversas escenas de los tres filmes para Face of the screaming werewolf (también de 1964), combinándolas sin el menor pudor ni coherencia con fragmentos de La casa del terror.

2. La trilogía de la momia azteca

Nacido en 1916 y en activo en la industria como montador desde principios de la década de 1940, Rafael Portillo tenía poca experiencia como realizador –y ninguna en el terror– cuando acometió la realización de La momia azteca, el filme más conocido de una carrera que degeneraría rápidamente hasta desembocar en desaguisados del calibre de Terror, sexo y brujería –infecto remontaje con escenas nuevas de su anterior Cautivo del más allá (1967), rodado en 1984 pero no estrenado hasta 1989 y con un título sin la menor relación con la trama, Narco satánico– o la comedia erótica El chorizo del carnicero (1989), pero también una producción modesta pero más importante de lo que puede parecer en un primer momento. Las tres entregas de la momia azteca dan buena cuenta, en efecto, del funcionamiento de la industria del cine mexicana de aquellos años, capaz no sólo de explotar prácticamente cualquier tema en boga en otras cinematografías occidentales del momento –y en este caso no con una ni con dos, sino con tres películas rodadas y estrenadas en un mismo año a la manera de un serial por entregas–, recurriendo en el empeño a un star-system propio y plenamente consolidado por bien que hasta cierto punto esquizofrénico, representado en este caso por Ramón Gay (1917-1960) y Rosita Arenas (nacida en Venezuela en 1933), capaces de actuar tanto en un desaforado melodrama o en una comedia sofisticada que en un delirio psicotrónico-terrorífico de serie prácticamente Z. La momia azteca constituye de igual manera la primera incursión en el horror de la compañía Cinematográfica Calderón, dando perfecta cuenta del interés y del rotundo éxito que el género estaba cosechando en los cines de todo el país; el productor Guillermo Calderón, sin embargo, no se prodigaría especialmente en el terror, aunque a él se debe la única serie de luchadoras que vería la luz en la época, integrada en principio por tres títulos: Las luchadoras contra el médico asesino (1962), Las luchadoras contra la momia (1964) y Las luchadoras contra el robot asesino (1968), dirigidas por René Cardona y las dos primeras protagonizadas por Lorena Velázquez y la norteamericana Elizabeth Campbell. La película de Rafael Portillo supone, además y ni más ni menos, el bautismo cinematográfico del personaje mítico de la momia en el cine de ficción mexicano, aunque presenta más influencias de las dos primeras producciones de terror de la compañía Universal –Drácula (Dracula, Tod Browning, 1931), especialmente por lo que respecta a los poderes hipnóticos del malvado delincuente que interpreta Luis Aceves Castañeda, y El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale, 1931), por el proceso de creación del robot humano de la tercera entrega– que de La momia (The mummy, Karl Freund, 1932), con el genial Boris Karloff en la piel del resucitado sacerdote egipcio Im-Ho-Tep. El cine clásico de terror norteamericano constituye, en efecto, el referente ineludible de la edad de oro del género en México, por bien que tamizado por espíritu pulp gratamente delirante, con la aparición estelar de malos malísimos que anticipan en buena medida los supervillanos que harán furor años después en los filmes de James Bond, y la ingenua pero fascinante acumulación de situaciones inverosímiles que ningún guionista norteamericano en su sano juicio se habría atrevido a escribir. Los libretos de los tres títulos de la saga fueron escritos por el propio Guillermo Calderón junto a otra figura imprescindible del cine de género de México, Alfredo Salazar (1922-2006), hermano del actor y productor Abel Salazar (quién se casaría poco después con Rosita Arenas) y futuro guionista de títulos como El hombre y el monstruo, Muñecos infernales, El mundo de los vampiros o la comedia Frankenstein, el vampiro y compañía (Benito Alazraki, 1961), y realizador él mismo desde 1965, año de su debut tras las cámaras con El charro de las calaveras. Portillo, es cierto, carecía de la experiencia y sobretodo del talento de buena parte de los realizadores que en esa época se volcarían al género, de Fernando Méndez a Chano Urueta pasando por Rafael Baledón o Alfonso Corona Blake, y de ello se resienten en buena media los tres filmes que nos ocupan. En el primer título de la trilogía, Ramón Gay interpreta al Dr. Eduardo Almada, un científico avanzado a su tiempo que tras ser abucheado por sus colegas de profesión iniciará un experimento con el que pretende demostrar la posibilidad de los humanos de recordar vidas pasadas mediante la hipnosis, un punto de partida sospechosamente similar al de La no muerta (The undead, Roger Corman, 1957), rodada en Estados Unidos prácticamente de forma paralela. “Después de largos estudios realizados por mí en el Instituto de Hipnoterapia de la ciudad de Praga, he llegado a la conclusión de que es posible por medio del hipnotismo hacer recordar a un sujeto una existencia previa que haya tenido (…) El experimento consiste en hacer que el sujeto hipnotizado recuerde una vida pasada por medio de preguntas que le hagan revivir en su mente emociones anteriores: amor, temor, etc.” serán sus palabras en un congreso, motivo de rápida burla e incluso humillación por parte del resto de psicólogos y psiquiatras allí convocados. Obsesionado en validar su descabelladas teorías y pese al peligro que el experimento supone para la vida de la persona hipnotizada, Almada accederá finalmente a trabajar con su prometida; al ser hipnotizada, Flora (Rosita Arenas) recordará una vida que vivió cuatrocientos años atrás: era Xochitl, una sacerdotisa azteca que fue condenada a muerte por mantener relaciones con Popoca (Ángel Di Stefani). La momia de este guerrero custodia la cámara funeraria de la sacerdotisa, y más concretamente el pectoral y el brazalete de oro con el que fue enterrada, en cuyos jeroglíficos se especificaría la ubicación del mítico tesoro de los aztecas. El descubrimiento de la tumba de Xochitl constituye el eje central de la función, estructurada de forma un tanto cansina alrededor del enfrentamiento entre Almada y el siniestro Dr. Krupp, un científico (bastante) loco reconvertido en delincuente con delirios de grandeza y bautizado por los medios de comunicación más sensacionalistas como “El Murciélago”. La momia de Popoca, así las cosas, resucita poco antes del fin del metraje, aunque su esperada aparición constituye, de largo, la mejor secuencia del conjunto, un prodigio de puesta en escena y de utilización del sonido que por desgracia no tendría continuidad en los dos siguientes filmes de la serie: cuando el Dr. Almada y sus dos acompañantes penetran en la pirámide en la que se encuentra la tumba, la música que hasta entonces acompañaba las imágenes desaparece; tras percatarse de la misteriosa desaparición de la momia de Popoca, los personajes permanecen quietos y en absoluto silencio, oyendo cada vez más cerca el inquietante ruido que hacen las vendas de un cuerpo embalsamado arrastrándose por el suelo. Haciendo gala de un grato sentido del suspense, Portillo alterna planos cercanos de los tres hombres con planos que muestran las sombras amenazantes y la oscuridad impenetrable que reina en la tumba hasta que vemos aparecer, a contraluz, la silueta de una figura que se acerca lenta pero inexorablemente hacia ellos. La molesta presencia en la trama del (irritante) hijo de Almada, interpretado por Jaime González Quiñones, por lo demás, acerca el conjunto en determinados momentos a la órbita del cine infantil –otra característica indisociable, quizá, del cine de género del país centroamericano–, confiriéndole un tono amable que, con algunos matices, aparecerá aumentado en La maldición de la momia azteca y La momia azteca contra el robot humano.

Esta progresiva infantilización de caracteres y situaciones resulta evidente en la segunda entrega de la trilogía, que sigue al pie de la letra el desarrollo del título precedente y gira nuevamente alrededor del enfrentamiento entre el afable Dr. Almada y el malvado Dr. Krupp, obsesionado con un tesón digno de mejor causa en descubrir la ubicación del tesoro de los aztecas a partir de las indicaciones del pectoral y el brazalete de oro con los que fue enterrada la sacerdotisa Xochit; pese a ser conocido por los personajes y por el público, sigue manteniendo el alias de “El Murciélago” para cometer sus fechorías con la ayuda de un grupo de (pseudo)gángsters entre los que destaca Tierno (Arturo Martínez): con el rostro medio desfigurado por el ataque de la momia, a cada intervención se levanta con exagerado nerviosismo el cuello de su gabardina para ocultar sus heridas. Igual que en el filme precedente, pero sin su capacidad de sorpresa, la momia del guerrero Popoca que interpreta un Ángel Di Stefani irreconocible bajo un maquillaje más desopilante que terrorífico aparece relegada al rol de simple comparsa: el conjunto, de hecho, parece destinado casi de manera exclusiva al público infantil con el papel ahora prácticamente protagonista del hijo del Dr. Almada y del ayudante del médico, el miedoso Pinacate (Crox Alvarado), que resultará ser al final un justiciero vestido con una máscara y una larga capa en caracterización similar a la del “Santo, el enmascarado de plata”. El popular luchador, como ya hemos señalado, no había intervenido en El enmascarado de plata y su debut oficial en la gran pantalla tendría lugar algunos meses más tarde con dos coproducciones entre México y Cuba, Santo vs. los hombres infernales y Santo vs. el cerebro del mal, dirigidas por Joselito Rodríguez en 1958, aunque en un sentido estricto el primer luchador enmascarado de éxito en el país latinoamericano fue “La sombra vengadora” interpretado por Fernando Osés en La sombra vengadora y La sombra vengadora vs. La mano negra, rodados por Rafael Baledón en 1954 pero no estrenados hasta dos años más tarde. Figura también imprescindible del cine mexicano de la época, aunque nacido en España, Osés (1922-1999) fue un polifacético personaje que desde finales de la década de 1950 compaginaría sus labores como actor con las de argumentista y guionista.

El título que cierra la trilogía, como en buena media se desprende de su demencial título, es el peor de los tres. La momia azteca contra el robot humano tiene poco más de una hora de metraje, de la cuál algo más de treinta minutos, prácticamente la mitad, es material reciclado de La momia azteca y La maldición de la momia azteca, hasta el punto que no resulta necesario haber visto las dos primeras entregas para conocer a sus protagonistas y saber de qué va la trama. La torpe excusa para esta operación de reciclaje, de “cortar y pegar”, reside en el (interminable) flashback en el que el Dr. Almada (Gay) relata los fabulosos acontecimientos en los que se ha visto envuelto en los dos títulos precedentes a dos científicos amigos suyos con el objetivo que lo ayuden a derrotar al enloquecido villano Dr. Krupp, obsesionado en conseguir el brazalete y el pectoral de oro del tesoro de los aztecas que custodia la momia del título, escondida –más bien hibernada– desde el final de la segunda parte en el mausoleo abandonado de un cementerio. Incapaz hasta entonces de hacerle frente, Krupp ha construido para tal fin un robot aparentemente invencible a partir de un material altamente radioactivo pero que, como queda claro en su primera aparición, no es más que un actor embutido en un desternillante disfraz que parece fabricado con cartón, un cubo de fregar, un poco de purpurina y unas lucecitas más propias de un árbol de navidad que de una película de ciencia ficción, y que para rematar el desaguisado se mueve de forma patosa teledirigido por un rudimentario mando a distancia. El robot humano, primer prototipo de un ejército con los que está convencido de someter “al mundo a la mayor tiranía jamás imaginada por el hombre”, es el indiscutible protagonista de una descacharrante pero sorprendentemente corta lucha final de la que saldrá igual de mal parado que su creador. Restituidos el brazalete y el pectoral, la momia ya podrá descansar en paz para toda la eternidad.

...continuará


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