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publicado el 13 de noviembre de 2014

A la trascendencia por el plano detalle



Orígenes es la consagración comercial y mainstream de un director que viene a ser la encarnación de la ciencia ficción hecha en Sundance, Mike Cahill. Se trata de un realizador estadounidense que se dió a conocer en el mercado de los festivales hace dos años con Otra tierra, una suerte de drama indie de ciencia ficción de muy bajo presupuesto sobre la identidad y las segundas oportunidades. Ahora, con más medios y más dinero, nos presenta Orígenes, película que quiere contraponer la ciencia con la espiritualidad de forma algo torpona y literal y que, en mi opinión, se queda en terrenos más transitados de los que Cahill exploró en su primera película.

Marta Torres | El filme està estructurado en dos mitades que pretenden ser opuestas y complementarias, la primera es una historia de amor a tres bandas, y la segunda es el supuesto relato de una epifanía espiritual. Ambas partes están ligadas por un detalle que es a la vez simbólico y estético: la coloración y las pautas únicas del iris humano. Sin embargo, este mismo elemento se trata de forma antagónica en el filme según usemos el enfoque humano o el trascendente. Cuando, al principio de la película, nuestro joven científico fotografía a una misteriosa joven embozada a la que encuentra en un local nocturno y se enamora de sus ojos, está invocando la devoción erótica por el fetiche típico del drama amoroso. Este elemento está mediatizado, además, por su representación fotográfica hiperrealista e incluso por su exhibición fuera de contexto: el enorme cartel donde el protagonista vuelve a descubrir esos ojos es la representación misma de la idea del ser amado como objeto, ojos sin rostro que evocan a seres que son mero receptáculo de los deseos ajenos. Su hermosa poseedora es una joven modelo llamada Sofi (Astrid Bergès-Frisbey), de temperamento infantil y aficionada a la espiritualidad new age y ambos, el científico y la modelo, mantienen un romance tan tórrido como evanescente, sujeto apenas por algo tan inmaterial como la belleza de unos ojos misteriosos y el aliento visual de un anuncio de productos ecológicos.

En justa oposición -el filme parece sustentarse en el equilibrio de los contrarios- este amor contrasta con la relación más terrestre que mantiene x con su compañera de laboratorio, una joven estudiante interpretada por la actriz fetiche del director, Brit Marling, que ya actuó en Otra tierra. De este otro hilo narrativo surge la investigación científica que nos llevará a la parte, digamos, más trascendente de la historia y que tiene que ver con el estudio de la evolución del ojo como método para justificar la evolución y negar, por tanto, la necesidad de la existencia de Dios. Si el filme funciona bien como historia de amor, naufraga en su empeño por mostrarnos lo incomprensible. Decíamos que el detalle simbólico que articula la narración del filme es el iris humano y en su búsqueda de la trascendencia el director ha hecho algo similar al fotógrafo protagonista del conocido filme de Antonioni, Blowup (1966) al agrandar y profundizar aún más en el iris, como si buscara el alma en las profundidades que arroja un plano detalle. Sin embargo, a esta idea en principio sugerente le encorseta una narrativa en exceso clásica y una lógica demasiado burda y infantil, en consonancia con las ideas new age de la modelo protagonista. El misterio se le escapa precisamente porque quiere explicarlo.


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