publicado el 15 de marzo de 2006
Marcos Vieytes |
Mi relación con el mundo de la pintura, por mucho que me duela admitirlo, no es más que superficial. En cambio, mi relación emotiva con Escena de guerra sigue siendo tan intensa como para recordar con precisión las circunstancias en que lo viera por primera vez, y la perturbadora inquietud que sintiera entonces. Inquietud que no ha disminuido siquiera un ápice con el paso del tiempo. No hace más de seis años que salí del Museo Nacional de Bellas Artes con el sólo recuerdo de esa pintura. Para entonces ya había recorrido toda la planta baja, pero esa oscura y densa pincelada de formas imprecisas que semejan las alas de un ángel negro mirando los menesteres de la muerte, se unió decididamente en mi memoria a la figura oscura que aparece en las pesadillas del protagonista de La última ola. Por otra parte, la relación que encuentro entre el óleo de Goya y la película de Peter Weir no es tan arbitraria ni subjetiva como pudiera parecer a primera vista.
Entre otras cosas, ambas comparten la misma capacidad de perturbar al espectador que se encuentra con ellas sin previo aviso, y la suficiente complejidad como para requerir y soportar urgentes y continuas revisiones. Además, en una y otra hay dos dimensiones claramente marcadas, dos mundos distintos, dos niveles de realidad que no se excluyen pero que tampoco consiguen comunicarse fluidamente. El mundo de la guerra que habitan las figuras humanas, iluminado por los disparos de los fusiles, y otro que una línea y una mancha ubican en la mitad superior del cuadro. Lo primero que hice al reparar en esa mancha, que primero pasa desapercibida y luego se adueña de nuestra mirada, fue pensar en el ángel exterminador presidiendo la fiesta destructiva de los de abajo. Lo cierto es que la idea de una (id)entidad confusa que pertenece a un mundo cuyos parámetros no podemos definir con claridad debido a que ignoramos hasta su mismísima existencia —y la temerosa sensación de incertidumbre que esto conlleva— se apodera de nosotros tanto como cuando vemos las desconcertantes imágenes de La última ola, e iniciamos junto con su protagonista el viaje a ese otro lado de la realidad.
En esta tercera película de Peter Weir hay, al menos, dos grandes historias: una de iniciación y otra de encuentro. Ambas son, en más de un aspecto, singulares y, junto con la puesta en escena del director australiano en la que juegan un papel fundamental la distorsión sonora y cierto distanciado fluir de las imágenes, contribuyen a darnos una película hipnótica.
En esta tercera película de Peter Weir hay, al menos, dos grandes historias: una de iniciación y otra de encuentro. Ambas son, en más de un aspecto, singulares y, junto con la puesta en escena del director australiano en la que juegan un papel fundamental la distorsión sonora y cierto distanciado fluir de las imágenes, contribuyen a darnos una película hipnótica. Entre otras cosas, lo que hace única a la primera de ellas es que no se trata de alguien que aprende a ser plomero, pintor o dactilógrafo y, ni siquiera, del paso de niño a púber o de adolescente a hombre que afecta a todo ser humano. David (Richard Chamberlain) tiene que aprender, de buenas a primera, a ser profeta. Aceptar su condición de agente espiritual y cargar con una misión que excedería a cualquiera. La suya es la historia de un hombre que se descubre instrumento de dioses, para colmo de males, extraños. Aunque cabe preguntarse qué Dios, entendido como persona espiritual y no simplemente como metáfora de sus afanes, no le resulta extraño a un individuo que forme parte de una civilización y un siglo particularmente ateos.
Pues cuando mencionamos que la otra línea narrativa era la historia de un encuentro nos estábamos refiriendo al encuentro, en un plano particular, de David y Chris, aborígen australiano de Sidney que se ve envuelto en el asesinato de otro luego de tomar unas copas, y a quien el primero debe defender por su condición de abogado. Pero ese encuentro esconde, en un plano general, el cruce de dos culturas antagónicas: una dominante, laica y racionalista, y otra dominada, religiosa y mágica. David pertenece a la primera, pero advierte ciertas señales íntimas que lo conectan cada vez más a esa otra cultura que todavía preserva un espacio para lo sagrado dentro de sus costumbres y leyes. Esta existencia de una cultura y una ley subterráneas y paralelas a la ley dominante de la superficie es lo que descubre David, y eso le lleva a dudar sobre el derecho a juzgar la muerte en cuestión, pudiéndose tratar de un castigo ritual contra el profanador de unas leyes desconocidas por los habitantes urbanos.
Para David, la investigación habrá de transformarse en un verdadero rito de iniciación, además de un descenso a las profundidades literales de una cultura sepultada bajo el asfalto y las cloacas de Sidney, en donde encontrará sus restos todavía humeantes y hasta una máscara de su propio rostro. Como sucede con toda crisis de identidad, David entra en conflicto con su pasado —para releerlo de una manera distinta a la usual— magníficamente expresado en la secuencia en que Charlie, sacerdote aborígen, le revela detalles de su propio álbum de fotografías en los que él mismo nunca había reparado; con su profesión de abogado, en el que se le plantean nuevas y distintas formas de concebir la ley y el orden; con su mujer, desbordada por los cambios que los acontecimientos generan en su personalidad y por la intrusión en su confortable vida de unos aborígenes perturbadores tan sólo por su mera presencia física; y hasta con sus sueños, que comienzan a revelársele como la conexión con otra cultura, otra dimensión y, lo más terrible del caso, con el mismísimo futuro. En definitiva, David tendrá que enfrentarse solo al carácter premonitorio de sus sueños para ver, en ese último plano de la película, la confirmación apocalíptica de su don.
A propósito del carácter del protagonista y de la naturaleza de los hechos que cuenta La última ola, la crítica de cine Silvia Schwarzbock ha escrito que David se ve obligado a perder todo, desde su familia hasta sus creencias más firmes, para comprender lo que la humanidad ha ignorado por siglos. Es el típico héroe de Weir: el verdadero individuo, alguien que ha perdido el miedo y es capaz de una experiencia única. En él se concreta un proyecto de humanidad desperdiciado y trunco. (...) Alrededor de David, la naturaleza se desata. Las catástrofes se suceden una detrás de otra. David sueña lo que después va a ver. Sabe todo de antemano, pero tiene que descubrirlo. Weir filma los detalles como indicios, como signos que anticipan algo que ya se sabe, pero que no se puede entender. La naturaleza no es bella y en La última ola se ha roto cualquier distancia para apreciarla como sublime. Es una fuerza que todo lo arrastra, que todo lo destruye para llevárselo a la muerte. Es el verdadero misterio, y el film de Weir está consagrado a él.
La naturaleza no es bella y en La última ola se ha roto cualquier distancia para apreciarla como sublime. Es una fuerza que todo lo arrastra, que todo lo destruye para llevárselo a la muerte. Es el verdadero misterio, y el film de Weir está consagrado a él.
La inminencia del cambio que afecta a David, y al mundo todo tal como lo conocemos, se hace presente en la película por una serie de situaciones atípicas y desplazamientos visuales y sonoros que alteran gradualmente, pero desde el comienzo mismo, la percepción del espectador y su concepción de la realidad según la representa convencionalmente el cine. Apenas pasan los títulos y ya nos encontramos con una extraña e inolvidable tormenta que incluye truenos, lluvia y granizo, pero a cielo despejado y a pleno sol, que desorienta todas nuestras expectativas e infunden un horror indecible. Podemos soportar que nuestra vida este desordenada, pero ¿qué haremos si el orden físico universal se desordena? O, como temían los galos, ¿qué haremos para vivir de nuevo en paz si pensamos que el cielo puede caerse sobre nuestras cabezas de un momento a otro? Yo creo que nadie que haya visto esa secuencia podrá olvidar jamás el ruido de unos truenos que viene desde ese cielo sin nubes, y la alegría de los chicos que juegan felices bajo la lluvia sin la más mínima conciencia de la peligrosa singularidad de ese fenómeno.
De allí en más, las cosas fuera de lugar se multiplican en la película y todas ellas cargan con el signo de lo siniestro. El agua que desciende por la escalera alfombrada de una acogedora sala familiar, los monólogos expresados en una lengua extraña, las sombras de aborígenes que se desplazan por las paredes de una orbe industrializada, las lluvias que cesan repentinamente, o el colmillo que sale de la ventanilla de un automóvil no hacen más que mixturar en el cuadro dos o más elementos antitéticos que, sacados de su contexto original y dispuestos en un mismo plano como las figuras humanas y la no humana del cuadro de Goya, primero nos asustan y luego hacen zozobrar, como le pasa al protagonista, buena parte de nuestras certezas.
David empieza a dudar del entorno en el que vive, de las costumbres con que se maneja y de su propia historia mientras los espectadores nunca sabemos bien a qué atenernos realmente a la hora de clasificar la identidad genérica de la película. Pues si el destino manifiesto que le espera a la civilización en La última ola es el de la catástrofe, la película de Weir no la muestra y está en las antípodas del cine catástrofe. También es cierto que el terror se hace presente en más de una ocasión, pero de un modo larvado y ambiguo que no responde al sobresalto convencional y catártico que proporciona el género. Podríamos decir, entonces, que es una película fantástica y ello, además, nos serviría para reflexionar un poco más sobre la encrucijada cultural que propone.
Rosemary Jackson caracteriza a lo fantástico como un modo de representación narrativa que arranca al lector de la aparente comodidad y seguridad del mundo conocido y cotidiano, para meterlo en algo más extraño que le lleva a cuestionar la naturaleza misma de lo que se ve y registra como real. De manera tal que el género fantástico interpela como ningún otro al espectador, induciéndolo a aceptar la existencia de un orden otro, extraordinario, dentro del orden dado en el que vive y se maneja. Abrirse a tal posibilidad suele acarrear una serie de efectos críticos que desacomodan el paisaje objetivo y subjetivo del individuo, y esa es la experiencia en la que David y nosotros somos introducidos por la película. Weir no nos dice en La úlltima ola que el universo, la civilización o las culturas que negamos son superiores, sino que existen y que su existencia incide, o puede incidir, en nosotros. Aunque también señala que los daños que una cultura dominante le causa a la sometida entraña unos malentendidos con consecuencias que pueden ser fatales para ambas. Y el nudo de ese malentendido es la concepción de lo sagrado, definitivamente perdida y/o desplazada en Occidente por una racionalidad estéril.
Weir no nos dice en La última ola que el universo, la civilización o las culturas que negamos son superiores, sino que existen y que su existencia incide, o puede incidir, en nosotros. Aunque también señala que los daños que una cultura dominante le causa a la sometida entraña unos malentendidos con consecuencias que pueden ser fatales para ambas.
Un malentendido que nos impediría darnos cuenta de aquello que la película de Weir sugiere y la misma crítica que citáramos anteriormente expone de este modo: La última ola está construida a partir de una premisa inquietante: supongamos que existe una verdad acerca del destino del mundo, pero ha sido revelada a un pueblo intrascendente, con una cultura irrelevante y una cosmogonía primitiva. El mensaje divino, entonces, es tan tosco como su expresión simbólica. Es algo directo y bestial, digno de ser tallado en una piedra o contado en un fresco cavernario, que no necesita del esfuerzo intelectual que Occidente ha hecho en su nombre. Occidente no estuvo nunca dentro del plan divino. Pero lo más inquietante de esta tesis no sería que la probáramos verdadera sino que nosotros ni siquiera nos diéramos cuenta de la vecindad de esa verdad. Que descubriéramos, demasiado tarde como David, lo cercano que ese conocimiento y sus portadores han estado de nosotros, y lo indiferentes, incrédulos u hostiles que, por tanto tiempo, hemos sido hacia ellos.