publicado el 12 de enero de 2017
Lluís Rueda | Como trajinado en la materia, ya hace algunos años, siempre me fijo de modo obsesivo en los detalles de los filmes ambientados en morgues y centrados en una o varias autopsias, bien como punto de arranque o como ejercicio estético-quirúrgico con morbo propio, para el espectador, se entiende. En cierto modo, tal despiece anatómico es una suerte de cábala llena de posibilidades y la fría pila de acero inoxidable es un lugar de recogimiento y hasta de liturgia plutónica. No lo olviden, el cuerpo, incluso el de un muerto... es un templo con reglas. La cinta de Ovredal nos plantea una premisa estimulante: qué de cifrado, oculto y demonológico puede esconder el cuerpo de una joven fallecida en extrañas circunstancias. ¿Puede un cadáver ser una suerte de grimorio capaz de resucitar a los muertos? En La autopsia de Jane Doe esa conjetura es posible y en su mecánica, a mi parecer un claro homenaje al cine de John Carpenter (especialmente a la siempre reivindicable El príncipe de las Tinieblas), se dan no pocas claves esotéricas en las que el mapa interno de la mortaja nos va construyendo un relato que suma lo brujeril, lo pagano y el legado tenebroso de las pretéritas brujas de Salem.
El olor a cloroformo y las sombras de Salem son el músculo de esta cinta que se aleja de los postulados folclórico-antropológicos de The Witch (Robert Eggers, 2015) para ofrecernos un tour de force de suspense, claustrofobia y, de nuevo, portales insondables que nos llevan al mundo de los muertos. El filme, impecable en su factura y en su gestión del suspense y la atmósfera malsana, podría erigirse en una suerte de reformulación acertada y certera de La máscara del demonio (La maschera del demonio, 1960), en tanto el sudario es la antesala del culto, de la liturgia antes citada, y el cuerpo de la bruja, bello y estimulante incluso muerto debe ser despiezado en un sacrificio necesario. El bisturí y la naturaleza muerta son las claves eucarísticas para abrir la puerta al otro mundo, el oficiante es un veterano forense (el maestro y la ciencia) y su hijo aprendiz (el impulso, la curiosidad), todo está gratamente medido, estudiado y sacralizado en el guión-invocación de Ian B. Goldberg y Richard Naing. Nos congratula que el cine de horror estadounidense se reformule con clasicismo, respetando su legado gótico y facturando un producto de puro horror pleno de lascivas lecturas.