publicado el 23 de junio de 2017
Con Personal Shopper, Olivier Assayas vuelve a jugar a los híbridos, a poner el acento en la imposible tensión de los opuestos. Empezando por su mismo título, un constructo que nos remite a la frivolidad de la moda pero que enmascara una historia sobre pérdidas y fantasmas. Aunque, bien pensado, qué hay más vacío, más etéreo y fantasmal que el mundo de las celebridades. Sobre este vacío, Personal Shopper elabora un drama existencial que toma elementos del cuento tenebroso de fantasmas, del thriller erótico y de las películas de suspense. Protagonizado por Kristen Stewart en la piel de una joven detenida en el tiempo, la película acompaña a la protagonista en la espera, en apariencia estéril, de una señal de su hermano gemelo muerto, que se tenía por médium. Durante este tiempo, la joven paga sus facturas gracias a su trabajo de asistenta de moda para una celebridad parisina. La última película de Assayas es una historia insólita que podría pasar por surrealista e incluso almodovariana si no fuera por una puesta en escena sofisticada y hasta gélida y una actriz protagonista alienada y muy, muy consciente de la seriedad de su papel. En este aspecto la falta de empatía de la protagonista juega a favor de la película.
Todas las historias de fantasmas son, en realidad, historias de vacíos, llamadas mudas a ese agujero que pone la muerte en nuestras vidas. Al igual que los fantasmas que intuye a su alrededor, Maureen Cartwright (Kristen Stewart) vive la existencia de otros, se prueba sus vestidos y se mira en espejos ajenos. Apenas habla con nadie: se comunica con su jefa a través de mensajes y se aísla de todos gracias a su Smartphone, del que siempre va prendida. En este contexto, son especialmente fascinantes las intrahistorias que lee o visualiza a través del móvil, que funciona en la película como una puerta de escape formal para la inclusión en el filme de pequeñas digresiones, cuentos o apuntes. Es el caso de la historia real de la pintora Hilma af Klint, que algunos críticos consideran precursora del arte abstracto, y que ella explicaba como una forma de representar el mundo de los espíritus. Otra de las historias hace referencia a las sesiones de espiritismo de Victor Hugo en Jersey, que fueron transcritas y publicadas en forma de libro. Ambos relatos establecen un puente entre el arte y el mundo espiritual, y quizá nos den alguna pista de lo que Assayas pretende con la película.
Ensoñaciones, reflejos, vidas vacías, carcasas como vestidos que luego se devuelven, la moda es un no-lugar, un limbo en el que esperar el tránsito de la vida al olvido. Así vive nuestra protagonista, alienada por su apego a un hermano muerto, por un lado, y conectada al mundo solamente a través del fino cable de la tecnología. Fuera de ella no hay demasiadas maneras de encontrarse: es el caso del novio de la protagonista al que solo ve por chat o su misteriosa jefa a quien apenas vemos fuera de contextos comunicativos tecnológicos o mediados: la escritura, el teléfono o Internet. La vida cifrada siempre.
En este limbo particular sitúa el director un thriller de resonancias eróticas con personaje misterioso y una muerte en extrañas circunstancias que sirve, básicamente, para plantearnos una duda: ¿existe algo más allá o está todo en la mente de nuestra protagonista? Retomando la historia de Hilma af Klint y Victor Hugo, quizá Assayas solamente haya querido allanar el camino entre el arte y el misterio.