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publicado el 29 de septiembre de 2017

La casa de los tumultos

Darren Aronofsky es un realizador que incide una y vez y otra, película a película, en la impostura gratuita, que te arroja su arrogancia en secuencias autocomplacientes y entreteje su discurso fílmico conformando un rosal naíf cuyas espinas se hincan en las sienes del espectador. Por todo ello, lejos de ser odioso, a muchos nos parece adorable, necesario y tan cercano como un enemigo al que admiras y al que deseas un sufrimiento fructífero.

Lluis Rueda | Este párrafo que no es una crítica cinematográfica, sí puede utilizarse como un libro de instrucciones, acaso un préstamo dubitativo para moverse uno como depredador por todas sus películas y salir reforzado en lo moral y en lo artístico. Desde la delicada deconstrucción de un ocaso personal de El luchador (The Wrestler, 2008) melodrama afásico y raudo como un viejo tema de hard rock, al cuento al revés de Cisne negro (Black Swan, 2010), que más que la historia de un cisne va sobre el feo mundo que le atrapa, película de traviesas punzantes para esófagos delicados... La historia de una ninfa dual que muere y renace; o qué decir de la odisea pantagruélica de Noé (Noah, 2014), personaje que acaba convertido en un psicópata necesario para comprender cierto pasaje crudo de la Biblia... Son ejemplos todos ellos de cine para equilibristas emocionales, de una manera de entender el séptimo arte entre esnob e incendiaria.

El director de Réquiem por un sueño y de la cristalina Pi, historia reciente del cine molesto, es quizá, más allá de figuras más apreciadas como Michel Haneke o cualquier otro maestro de la dureza sin edulcorantes, un activista del punto de vista personal irrenunciable; aunque también hay quien le acusa de mojigato, y es que procura adjetivos dispares y sistemáticamente volatiliza consensos. La fórmula Aronofsky es un juego de perspectiva moral y casi física, sus películas respiran y se modulan en detalles determinantes, su cine puede calificarse de material que reacciona bajo la lluvia de un modo y sobre las llamas de una fogata de otro, depende de como llevemos el pecho de aseteado o de soliviantado antes de la sesión. Y todas estas consideraciones van a cuento por esta cinta compleja que es Madre!, una película difícil de justificar por su incoherente desmesura pero fácil de amar por lo que sustenta en un hilo de tenso delirio, in crescendo, del poderoso cine de Buñuel o de Polanski. Cuanto me recuerda Madre! a El quimérico inquilino (Le locataire, 1976) e incluso a Repulsión (Repulsion, 1965).

Madre! plantea la relación de una pareja, un poeta interpretado por Javier Bardem y una inocente joven con el rostro níveo de Jeniffer Lawrence que viven recluidos en una casa en el confín del mundo, si me permiten el guiño a William Hope Hodgson, o de la conciencia. Una casa que respira, envejece, palpita, influye como un ardor en las acciones de los que la transitan y ejerce de acicate gótico, gozosamente gótico. Pero pronto un agente contaminante aparece en forma de vista inesperada, en este caso en la apariencia entre diabólica o faústica de otra pareja madura conformada por Ed Harris y una más que inquietante Michelle Pfeiffer (felizmente recuperada para un papel a la medida de su talento). Hasta ese punto la película se desarrolla como un thriller impactante, con elementos absurdos y con algún personaje central como elemento irritante (Bardem en un papel endiosado y soberbio que puede fundir los plomos de sus detractores), incluso se desliza una crítica más o menos calibrada hacia la figura masculina (algo común en el cine de Aronofsky). Pero la casa, ese laboratorio arquetípico pronto se erige en el escenario de un auténtico Apocalípsis a partir de un suceso trágico y violento que tiene que ver con la presencia de esos visitantes. Tras el inesperado estallido de violencia (poco podemos revelar) esa suerte de Virgen (en su sentido más iconográfico) que encarna Jennifer Lawrence queda embarazada, pero su confianza hacia el poeta también deviene diezmada a partir de los acontecimientos funestos. La violación de su universo o lugar de confort son el elemento contaminante, el virus imparable, la metáfora abrumadora de este alquímico brebaje fílmico que recuerda un tanto al relato La caída de la Casa Usher de Poe.

A partir de ahí, el filme es un tour de force en el que la joven madre encarna la vida, la esperanza, pero todo se descompone en un grand guignol terrorífico, desmesurado e hipérbolico. La gestación de vida entre las brumas de la decadencia moral y existencial en que se convierte la casa, cada vez más poblada de seres que se enquistan como súcubos alrededor de la figura enloquecida del poeta, boicotean el relato hasta cuotas sísmicas. Aronofsky, llegados a este punto, dinamita su película y se saca de la manga un ensayo sobre la locura, el fanatismo, la muerte, la redención y el sacrificio. Con un pulso similar al mostrado en la recomendable La fuente de la vida (The Fountain, 2006), asistimos no ya a una psicótica muestra de los pasajes más abisales de la Biblia, desde el pecado original a Sodoma y Gomorra o el martirio del Monte Calvario, sino también a una díscola muestra de la mecánica de la fe extrapolable a cualquier religión, filosofía vital o entronación de la mística y sus abanderados inmortales. Asistimos a una asunción de la vanidad, a la coronación de un Rey (el poeta dador de vida a través de la palabra) y a su conversión en Dios; a su caída en desgracia y a la fragilidad de un pueblo que, lejos de ser el elegido, se destruye en su autocomplaciente egoísmo. Ahí es nada, todo lo apuntado está latente en un ensayo de la vida y la locura que, en el fondo, no es sino una “Caja de Pandora” que Aronofsky abre con magia y elegancia, y tras la tormenta y los ciclos de la humanidad condensados en un dantesco escenario, vuelve a cerrar con poética ejemplar. En ese sentido, y esto es percepción particular, la mecánica y algunos detalles del filme pueden remitir a un insaciable festín felliniano, a El Decamerón (1971) de Pier Paolo Pasollini e incluso a un filme cargado de sarcasmo y profundidad como El unicornio (Black Moon, 1975) de Louis Malle, con este último comparte además texturas muy precisas. Durante los créditos, se instala la desazón del espectador y una suerte de incomodidad existencial, cabe recapitular y preguntarse porqué esta gran película que hemos visto va a resultar odiosa para tanta gente. Cabe entonces celebrar la impostura febril que destila y reivindicarla.


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