publicado el 9 de noviembre de 2017
Marta Torres | El cineasta griego Yorgos Lanthimos tiene por costumbre confrontarnos con la extrañeza. Su filmografía es una relación pormenorizada y hasta matemática del desajuste; A la manera de un nuevo Michael Haneke, es el suyo un cine desconectado, bello y tan lógico que parece que no está protagonizado por seres humanos sino por alienígenas. Es el caso de su última película El sacrificio de un ciervo sagrado, su segunda incursión en el cine anglosajón después de la exitosa Langosta (2015) con quien comparte actor protagonista, Colin Farrell, y al que se ha sumado para esta película la actriz Nicole Kidman, que no deja escapar ninguna oportunidad de trabajar con directores que apuntan maneras.
El filme posee un punto de partida y hasta una estructura tradicional dentro del cine que analiza la culpa y el castigo, sea este El cabo del miedo o Funny Games. Un desconocido irrumpe en el seno de una familia más o menos feliz y acomodada, y exige un sacrificio desproporcionado para un pecado siempre lejano y fuera de foco. En el filme que nos ocupa hablamos de la familia de un cirujano reputado y de buena posición económica; un personaje construido a sabiendas sobre un cliché, pero con trazos vagos y dubitativos, como si fuera una sombra intentando animar actitudes humanas. El mismo aire fantasmal adopta la mujer, gran escena la que recrea las pulsiones necrófilas de la pareja, y los hijos. El resultado es el retrato de una familia funcional pero ligeramente autista; incapaz de luchar por su supervivencia y acomodada a su destino, por muy horroroso que este sea. Lanthimos nos pinta con líneas claras y precisas, de tiralíneas, una fábula que prescinde incluso de la moral, porque sus personajes no la tienen, sobre la supervivencia y la incomunicación. Asomarse a ella es como asomarse a un desierto, o a un abismo.