publicado el 21 de junio de 2018
El cine de terror tiene unas propiedades muy distinguibles y precisas respecto a otra suerte de géneros. Son relativamente fáciles de detectar, de asimilar y en algún punto de madurez como espectador de someter a diagnóstico. En ese ranking de prioridades un buen filme de estas características lo primero que debe mostrar es una administración impecable de sus tempos en lo relativo al suspense y ordenar, en consecuencia, cada secuencia como un itinerario que lleve al espectador de la manita hasta un punto crítico, de no retorno. El cine de horror contemporáneo nos ha dado muestras de ello con piezas maestras y de culto, con propuestas artesanales y filmes modestos, pero rotundos. Ejemplares todos en la mágica combinación de un guion sutil, una atmósfera adecuada, pulso narrativo y personalidad propia. Si queremos podemos hasta relativizar la dirección actoral.
Lluís Rueda | Dicho todo esto, cabe preguntarse por qué un filme tan poco original, tan meridianamente predecible y tan desastroso a la hora de combinar lo expuesto en el primer párrafo es tan celebrado, tan aplaudido por la crítica y juega desde el minuto O con el beneplácito del público. A todo esto, por supuesto, felicidades por la campaña de márqueting: merece un premio.
Hablamos de una propuesta que en esencia es la combinación torticera de tres clásicos: La semilla del diablo (Rosemary's Baby, 1968) de Roman Polanski, El final de la escalera (The Changeling, 1980) de Peter Medak y El sexto sentido (The Sixth Sense, 1999) de M. Night Shyamalan. Aprehendiendo del primero la médula, la esencia y casi toda la conclusión, y haciéndolo mal, claro; del segundo una plasticidad de lo ominoso que nunca alcanza y del tercero la capacidad de M. Night Shyamalan para mostrar la zanahoria en primer plano sin que la veas hasta el final. Claro que en el caso del realizador Ari Aster, esa zanahoria es gigantesca y te golpea constantemente en la frente.
Evidentemente los guiños constantes a otros filmes, como a La novena puerta (The Ninth Gate, 1999) de Roman Polanski en la ridícula escena del diario y la chimenea (donde la cara de bochorno del gran actor Gabriel Byrne lo dice todo), o Pesadilla en Elm Street (A Nightmare on Elm Street, 1984) de Wes Craven con una retahíla escenas a modo de pasillo sin salida bajo la premisa del sonambulismo como falso giro. Una manera discutible de colocar sustitos en las meridianas del segundo y tercer acto, intrascendentales y soporíferos, por otro lado... Demasiados referentes quizás, seguramente para tapar carencias incontestables. Con todo, la premisa del filme es sugestiva en sus primeros treinta minutos, incluso perdonando que su idea más elaborada, la de las miniaturas suplantando metafóricamente la condición familiar maldita sea un planteamiento copiado literalmente de la novela La casa de las miniaturas de Jessie Burton y la posterior serie rodada con ejemplar pulso por Guillem Morales. Pudo ser mucho más este melodrama sobre la desgracia atávica de una familia en sombras, pudo ser mucho más destilado y elegante, menos arbitrario; pudo haber condensado con rigor la esencia de su arranque, sin tanta astracanada en busca del efectismo si se hubieran, ya no aparcado, sino dosificado esos golpes de efecto a un mínimo común denominador. Como poco pedíamos que esas piadosas trampas no fueran un cúmulo veleidoso, autocomplanciente y se ciñeran al eje de la historia que Ari Aster pretendía contarnos.
Hereditary es un filme que se envenena a si mismo, un ejercicio cinematográfico de atólisis que sorprende por su acumulativo y reiterado pasotismo. Un show cataléptico que guiña el ojo a ciertas películas gloriosamente exhibicionistas de la década de 1980 pero que también necesita jugar en la liga de los Polanski, Medak, Friedkin y otros padres del melodrama oscuro de trazos esotéricos, cuando no abiertamente satánicos. Me hago cargo que eso gusta, seduce, pero la pregunta es: ¿Cómo y por qué se manejan esos referentes? ¿Para llegar a donde?
A su novel director Ari Aster el engranaje del filme poco le importa, y esa impostura sería de lo más sugestiva e interesante si no tuviera los arrestos de disfrazarlo de filme clásico, supuestamente perfecto e incluso incontestable. Pero la soberbia en cine se paga, y este artilugio disfrazado de oropeles no es más que lo que es, un película fallida que ni influirá, ni pasará a la historia, porque no hay nada más detectable que lo impostado, lo poco honesto. La perecedera inconsistencia de la que hace gala la película a la que rascas un poco en su envoltorio incomoda, debería molestar a aquellos que realmente aman el género. Hereditary no es un homenaje a un cine de horror superlativo, es la apropiación indebida de ese cine y sus texturas para intentar colocarnos un telefime sin personalidad.
Espero algo más de Ari Aster, ojalá en su próxima propuesta encuentre una voz propia y destile un tanto esa vocación de realizador hiperventilado que se mueve por el suspense con tres ideas aprendidas en una academia. Otra cosa poco perdonable es tener en el reparto a la gran Toni Collette (solo hay que recordarla en la antes citada El sexto sentido) y arrastrarla probablemente a algunos de los momentos más delirantes y bochornosos de su carrera como actriz. Lo de las sesiones de espiritismo, algo que en el filme y en pleno siglo XXI no han visto los protagonistas jamás, ni en las películas (sic), y como el realizador trata de convertirlas en acicate para su endeble argumento es de juzgado de guardia. Su final, claro, resulta tan gratuito y pretencioso como cabría esperar. Porque ya que terminas mal una mala película le metes fuego con una impostura artie y te quedas tan pancho. Bien, en todo caso jugar a ser Polanski y el más acertado M. Night Shyamalan no debe ser nada fácil.
El cine de terror está en un buen momento, casi nadie lo duda, quizá ya va siendo hora de que todos seamos un poquito más exigentes.