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publicado el 20 de mayo de 2006

Mankiewicz gótico

La obra de Joseph Leo Mankiewicz nunca ha gozado de la misma repercusión entre los admiradores del cine fantástico y de intriga que la de otros cineastas clásicos. Su contribución tangencial (aunque no trivial) al género y su estatus de cineasta refinado y distante, ha contribuido a que su producción más cercana al fantastique no sea estimada en exceso por una cinefilia poco dada a interesarse por el cine clásico más ortodoxo más allá de las propuestas más singulares. Una reciente edición en DVD nos ha permitido recuperar el elegante y sugestivo debut de Mankiewicz, “El castillo de Dragonwyck”, un notable filme gótico que no debería permanecer por más tiempo en el más injusto de los olvidos.

Juan Carlos Matilla | La filmografía de Mankiewicz guarda una absoluta coherencia temática y de estilo. Desde sus notables inicios con El castillo de Dragonwyck (Dragonwyck, 1946)
o El fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir, 1947) hasta sus últimas obras maestras, caso de las magistrales Mujeres en Venecia (The Honey Pot, 1967) y La huella (Sleuth, 1972), el cine de Mankiewicz se desarrolló dentro de los márgenes de una obra demiúrgica donde la postura distante, lúdica e irónica del director convertía sus narraciones en complejos estudios humanísticos en los que las ideas de juego y representación servían de elementos unificadores. La dramaturgia de Mankiewicz, tan diáfana en sus formas aparentes como enjundiosa en sus relaciones internas, siempre se ha basado en la noción de recreo intelectual, de artificio exquisito. Su cine rechaza la descripción realista y/o externa y prefiere la introspección íntima, el lenguaje de la pura ficción y la sugerencia visual.

La dramaturgia de Mankiewicz, tan diáfana en sus formas aparentes como enjundiosa en sus relaciones internas, siempre se ha basado en la noción de recreo intelectual, de artificio exquisito. Su cine rechaza la descripción realista y/o externa y prefiere la introspección íntima, el lenguaje de la pura ficción y la sugerencia visual.

En cuanto a las particularidades de su estilo habría que apuntar que, cuando hablamos de la puesta en escena de Mankiewicz, llegamos a la conclusión de que el autor de Mujeres en Venecia no es un gran creador de formas cinematográficas, a la manera de Alfred Hitchcock, Orson Welles, John Ford o Howard Hawks. Pero lo cierto es que su estilo (entre la transparencia expositiva y la intromisión consciente del punto de vista del director) es uno de los más característicos del Hollywood clásico. Si bien su cine no ostenta esa categoría creadora de tropos visuales no merece el desprecio que en ciertos sectores ha habido respecto a sus capacidades narrativas. Calificado de autor que descuida el lado visual de sus obras a favor de la perfección de sus diálogos (él mismo llegó a sostener que su cine era “teatro filmado”, una célebre y desmitificadora frase llena de ironía pero del todo desacertada), cualquier análisis atento de sus herramientas narrativas destruye la noción de que estamos ante un cineasta que prime lo teatral sobre lo cinematográfico.

Más que de puesta en escena, cuando nos referimos a Mankiewicz habría que hablar de “evocación” en escena, ya que sus soluciones visuales nunca son explícitas, enfáticas y elocuentes, sino alusivas al entramado expresivo que encierran los diálogos. Su cine está repleto de recursos sugestivos (leves angulaciones, elegantes travellings, elipsis provocativas, panorámicas descriptivas, esporádicos primeros planos, etc) que acompañan el devenir psicológico de los personajes y apoyan (aunque nunca subrayan) los distintos conflictos que emergen de sus tramas. Así, su cine nunca se recuerda por grandes momentos visuales autosuficientes sino por brillantes detalles que estremecen por su férrea relación con el sentido oculto de la narración. Además, el tono evocador de su puesta en escena también remite a su evidente relación con el mundo del teatro. Su cine siempre recuerda a algunos aspectos de la mise en scène teatral (composición estática de los actores en el plano, primacía de los diálogos) pero esta herencia no tiene que estar reñida con el lenguaje cinematográfico sino que, como en el caso de la obra de Manoel de Oliveira o Jacques Rivette, está supeditada a la necesidad que siente el cineasta por indagar en los modos de representación de la realidad, el verdadero leit motiv de su obra.

Más que de puesta en escena, cuando nos referimos a Mankiewicz habría que hablar de “evocación” en escena, ya que sus soluciones visuales nunca son explícitas, enfáticas y elocuentes, sino alusivas al entramado expresivo que encierran los diálogos. Su cine está repleto de recursos sugestivos que acompañan el devenir psicológico de los personajes y apoyan los distintos conflictos que emergen de sus tramas.

Tras una larga carrera como guionista y productor para la Paramount o la Metro Goldwyn Mayer (1), en 1945 Mankiewicz tuvo la oportunidad de debutar como realizador para la Metro gracias al apoyo de su maestro Ernst Lubistch quien, por razones de salud, decidió ceder la dirección de El castillo de Dragonwyck a Mankiewicz quien ya se había encargado de escribir el guión a partir de la novela de Anya Seton. Lubistch se reservó el papel de productor y vigiló la producción de su pupilo sin intervenir en sus resultados artísticos (cercanos al universo de Lubistch en cuanto a su elegancia visual pero alejados por su gravedad atmosférica).

Protagonizada por unos excelentes Vincent Price y Gene Tierney, el filme narra las desventuras de la joven Miranda (Tierney), una humilde hija de granjeros que, tras ser invitada a la lujosa mansión de Dragonwyck por un primo lejano, Nicholas (Price), descubre el mundo fastuoso y vetusto de la familia Van Rin, un reducto de las grandes familias aristocráticas europeas, incapaces de soportar el paso del tiempo y la pérdida de sus regios derechos. Tras el fallecimiento de la débil esposa de Nicholas, éste contrae matrimonio con la fascinada Miranda quien no sabe hasta qué punto puede llegar la obsesión de Nicholas por perpetuar su especie y por recuperar el esplendor perdido de su misteriosa familia.

Por tradición, los debuts de los grandes cineastas siempre suelen estudiarse desde una perspectiva, digamos, “de proyección”, basada en el rastreo de los grandes temas estilísticos que desarrollarán en su obra de madurez. Y esta tendencia (quizás algo forzada en algunos casos) se adapta a la perfección a El castillo de Dragonwyck, una obra que sorprende por la presencia, aún en estado embrionario, de algunos de los motivos más característicos del cine de Mankiewicz: los escenarios opresivos, los personajes atormentados, los tiempos suspendidos, la transparencia de estilo, la importancia definitiva de la palabra, los juegos de representación de la realidad y el distanciamiento irónico. Todo ello aparece vestido con los elegantes ropajes del thriller gótico americano, corriente que nació tras el éxito de Rebeca (Rebecca, 1940) de Alfred Hitchcock, y que posteriormente ofreció joyas como Alma rebelde (Jane Eyre, 1944) de Robert Stevenson, Luz que agoniza (Gas Light, 1944) de George Cukor o La escalera de caracol (The Spiral Staircase, 1945) de Robert Siodmack, todos ellos filmes de ominosa ambientación gótica (casas malditas, almas en pena y secretos ocultos) y protagonizados por desvalidas heroínas, que combinan elementos heredados tanto de la narración de terror como del melodrama bigger than life.

El castillo de Dragonwyck es una obra que sorprende por la presencia, aún en estado embrionario, de algunas de los motivos más característicos del cine de Mankiewicz: los escenarios opresivos, los personajes atormentados, los tiempos suspendidos, la transparencia de estilo, la importancia definitiva de la palabra, los juegos de representación de la realidad y el distanciamiento irónico.

En general, la recepción crítica de El castillo de Dragonwyck nunca ha sido entusiasta. Si bien siempre se han alabado gran parte de sus hallazgos artísticos, el juicio mayoritario siempre ha sido tímidamente reprobatorio. El ex crítico de Positif, Nguyen Trung Binh, en su ya clásica monografía sobre el autor estadounidense, despachaba el filme de la siguiente forma: “el relato avanza de forma fragmentada y dubitativa, los aspectos técnicos son impecables […] y la interpretación es desigual […]. Músicas extrañas que surgen del pasado, cuadro del antepasado maldito, pesadillas de niños, castellana frustrada, criada deforme […], veneno mortal, joven en trance, escalera prohibida y torreón misterioso: el ambiente esta ahí, pero falta el corazón. Sin embargo es apasionante la decodificación de los gérmenes temáticos del autor, tanto en las relaciones entre personajes como en las motivaciones de cada uno de ellos: voluntad decisoria de poder en el aristócrata decadente, ilusiones cegadoras en la heroína” (2). Si bien el apunte final sobre los motivos temáticos de Mankiewicz es acertadísimo (el personaje que encarna Vincent Price es claramente un anticipo de los mefistofélicos y alucinados protagonistas de sus filmes posteriores), la catalogación de mera suma de elementos góticos sin “corazón” me parece muy poco ajustada. Cierto es que los elementos más goticistas del relato están tratados con una distancia inmisericorde (son sólo apuntados pero no recreados, son sólo reflejos de las constantes del subgénero de misterio) pero este desapego narrativo está relacionado con la forma gélida y analítica con la que Mankiewicz se ha acercado siempre a los cánones genéricos, ya sean éstos procedente del melodrama (La condesa descalza), el fantastique (El fantasma y la señora Muir), el drama histórico (Cleopatra) o el thriller (La huella). Así, esta presunta falta de pasión se acaba convirtiendo en el marco perfecto donde el director explora su universo personal sin ser servil a los mandamientos genéricos.

Mucho más acertado estuvo Carlos F. Heredero en su estudio sobre el autor de Eva al desnudo cuando supo ver en su primer filme algunas de las claves de su cine posterior de la siguiente manera: “es también la primera manifestación creativa en la que ya el pasado alcanza a ejercer un peso constante y decisivo sobre el presente, dentro de una trama en la que Mankiewicz intentó relativizar la presencia de elementos terroríficos y potenciar el lado fantástico […]. El rol preponderante que se concede a los diálogos, la sabia iluminación de Arthur Miller y la hábil utilización de la elipsis, hace de Dragonwyck una obra de inequívoca paternidad” (3). Nada que objetar a esta brillante exposición salvo quizás, el haber escamoteado (o no haber insistido lo suficiente) la que para mí es la seña de identidad de Mankiewicz que más destaca en su debut: la puesta en escena basada en la sugerencia y en los detalles más ínfimos.

Cierto es que los elementos más goticistas del relato están tratados con una distancia inmisericorde (son sólo apuntados pero no recreados, son sólo reflejos de las constantes del subgénero de misterio) pero este desapego narrativo está relacionado con la forma gélida y analítica con la que Mankiewicz se ha acercado siempre a los cánones genéricos.

Como ejemplo de estas bellas soluciones visuales podemos citar los elocuentes planos ambientados en la casa familiar, donde Mankiewicz señala las distintas relaciones entre los personajes a partir de la disposición de los actores en el plano y del tipo de encuadre; los larguísimos y suntuosos travellings de la secuencia del baile (un momento definitivo en la evolución psicológica de Miranda, cuya fascinación por el ambiente lujoso que la rodea va de la mano de la desconfianza ante la hostilidad de una clase a la que no pertenece); el siniestro plano de Price detrás de la cristalera antes del asesinato de su esposa (matizado por un leve movimiento de cámara, travelling que actúa, al igual que en otros momentos del filme, como un tropo visual que acentúa el clima de inquietud del relato); el sugestivo uso de la voz en off (seguida de unos espectrales planos de la mansión deshabitada) en la secuencia de la presunta aparición del fantasma (un extraordinario segmento en el que se demuestra que un auténtico momento genuinamente fantastique se consigue mediante el uso acertado y misterioso del lenguaje visual, más allá del material narrativo que se maneje); el expresionista uso de las sombras y las sinuosas angulaciones en la secuencia del torreón y, por último, el portentoso final ante las huestes de granjeros rebeldes (un final de eco shakesperiano en el que brillan los enfáticos ángulos que muestran de forma irónica la presunta grandeza de un personaje, incapaz de darse cuenta del final de los días de su linaje familiar). Excelentes detalles visuales que muestran la temprana categoría de un cineasta que aún tenía que ofrecer algunas de las más grandes obras maestras del séptimo arte. Sirvan estas líneas para homenajear los valores de esta semioculta maravilla del cine fantástico de la edad de oro hollywoodiense.

  • (1) Como productor de la Metro, Mankiewicz contribuyó a fortalecer el prestigio de la productora gracias a filmes como Furia de Fritz Lang e Historias de Filadelfia de George Cukor.
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  • (2) Ver BINH, Nguyen Trung, Joseph L. Mankiewicz, editorial Cátedra, colección Signo e Imagen/Cineastas, Madrid, 1994, págs. 166-167.
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  • (3) Ver HEREDERO, Carlos F., J.L. Mankiewicz, Cinema Club Collection, Barcelona, 1990, pág. 101.
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