publicado el 9 de noviembre de 2018
Lluís Rueda | La parábola del rico Epulone y el pobre Lázaro del Evangelio de Lucas nos cuenta como el segundo, enfermo y
leproso, ayuda a los desfavorecidos mientras el primero se da a la buena vida. En el extraordinario filme de Alice
Rohrwacher (Las Maravillas, 2014), Lazzaro feliz, el joven Lazzaro es un obcecado y vitalista pastor de
almas que arranca su periplo en un entorno rural hostil claramente deudor del realismo mágico. El joven nos lleva
como un guía imperecedero hasta las costuras de una realidad abocada al ocaso de la gran urbe y la miseria de la
condición colectiva. El Lazzaro del hipnótico filme de la realizadora italiana es una suerte de Brigadoon que aparece
en la costra de toda condición oprimida como un espectador divino y se erige en un viento premonitorio que desafía
la lógica de la miseria en duermevela. Ese viento que susurran los habitantes de esa suerte de aldea sometida por
una marquesa sátrapa y su hijo, a modo de rico Epulone, que como tesoreros de un estigma rentable guardan esas
almas frágiles e inocentes en un terruño olvidado, aislado, y quien sabe si inventado desde tiempos remotos. En ese
agujero de melancolía cíclica y de vidas redundantes, los códigos son los de la inmediata alegría por la vida y la
desidencia de todo futuro.
Lazzaro feliz posee una arquitectura fílmica lúcida y perfecta, en la que se maneja la plástica pasoliniana, la carga
feroz del Roberto Rossellini de Milagro en Milán o el sesgo crepuscular del Fellini más intenso y reflexivo. Cine
con intención crítica que nunca se adormece en su poética interna, más bien se expande como una mirada curiosa;
tal es la inquietud de su Lázaro representado en un cuerpo de muchacho tierno, alejado del mal y perpetuado en la
conjetura de la esperanza.
Estamos ante un filme capital y único, una pieza de orfebre que agita la conciencia y riega el alma de una sensata
paz; pese al horror, pese a la hambruna o la envidia, pese al Hades en el que ese Epulone maduro (en el filme
reconocerán a su alter ego) se regala a la mezquindad y en el que Lazzaro incursiona como resucitado. Nuestro
héroe recorre el infierno burlón con la destreza del libre de culpa y de condena; con el abrazo listo, con el sí por
respuesta. Es esta una obra que debemos aclamar y a la que nos debemos como viajeros, casi como si fuéramos
parte del rebaño imperfecto que acompaña a Lazzaro en el tramo final del filme. Pero créanme, los milagros existen;
aunque en ocasiones sean fílmicos y, en general, partan de la cruda realidad. Iconos como Lazzaro son el paradigma,
una criatura tan perpetua e inmarcesible que hace estremecer.
La parábola que nos regala Alice Rohrwacher nos reconcilia con el cine italiano, casi un ausente en su peso específico
durante décadas, y en general nos evidencia que el territorio de lo fantástico siempre palpita en las entretelas de lo
ordinario. No es casual, las parábolas universales alimentan los templos y llevan la belleza allá donde más se la
necesita.
Francamente, contarles más sobre este extraordinario filme es como desnudarlo precipitadamente. Caminen con él,
respiren por él.