publicado el 16 de mayo de 2006
En la mayoría de estudios sobre la producción terrorífica de la Universal de las décadas de 1930 y 1940, películas como El poder invisible (The invisible ray, 1936) quedan relegadas en un injusto segundo o tercer lugar, cuando no aparecen simplemente en una nota a pie de página. La película de Lambert Hillyer, más allá de su difícil ubicación genérica y de su (involuntario) delirio argumental, demuestra que la compañía norteamericana intentó abrir nuevos caminos dentro del cine de terror dejando de lado a sus criaturas más representativas y populares –Drácula, el Dr. Frankenstein, la momia, el hombre-lobo–, pero recurriendo a los dos actores por autonomasia del género, Boris Karloff y Bela Lugosi.
Pau Roig | Tres películas en una
Bien puede considerarse a primera vista, igual que con El Dr. Frankenstein (Frankenstein, 1931) y El hombre invisible (The invisible man, 1933), dirigidas por James Whale, que El poder invisible es un filme de ciencia-ficción antes de que este término fuera aplicado genéricamente al cine, especialmente a partir de la década de 1950. La película de Lambert Hillyer presenta, como los dos títulos anteriormente citados, numerosos elementos pseudo-científicos que, si bien tienen un peso notable en el desarrollo de la acción, no constituyen ni mucho menos el eje central del guión escrito por John Cotton a partir de una historia de Howard Higgin y Douglas Hodges. De hecho, no resulta nada descabellado afirmar que conviven en la producción hasta tres películas distintas, conjuntadas de manera irregular: en una ambientación y hasta cierto punto también una estructura propia del cine de terror tienen cabida también elementos del cine de aventuras (una expedición a África ocupa prácticamente un tercio del metraje) y toda una subtrama que remite directamente al drama romántico e incluso al melodrama (la historia de amor, en un princio imposible, entre la mujer del científico interpretado por Karloff y el joven explorador). El poder invisible tiene, así, en la dispersión argumental y narrativa su principal defecto, pero un tanto paradójicamente también algunas de sus muchas virtudes.
Por el bien de la humanidad
El punto de partida, el detonante de la acción, es poco menos que surrealista: el Doctor Rukh (Karloff) ha ideado una especie de telescopio que permite reproducir vibraciones del pasado a partir de un rayo cogido de la nebulosa de Andrómeda, a millones de kilómetros de la Tierra, utilizando lo que él denomina velocidad de magnificación eléctrica: este complicado proceso permite ver acontecimientos que pasaron hace millones de años, como por ejemplo descubrir la ubicación de un meteorito que se estrelló en una remota zona de África hecho de un material mucho más poderoso que el Radio, el Radium X : “Aún vibra cada sonido desde el inicio de la eternidad, grabado en algún lugar del espacio”, explica Rukh a un eminente grupo de científicos que se han trasladado hasta su mansión para poder contemplar su descubrimiento. Entre ellos destaca el Doctor Benet (Bela Lugosi), quien decide inmediatamente organizar una expedición a África en busca del meteorito. Pero las cosas no salen como estaban previstas y el Doctor Rukh acaba abandonando el grupo para encontrar, él solo, el Radium X, con resultados devastadores: pese a tomar las pertinentes precauciones a la hora de manipular un material tan poderoso, el personaje interpretado por Karloff acaba contagiándose. Al apagar la luz de su tienda de campaña, su cuerpo resplandece, es prácticamente fosforescente, y sólo con tocar a su perro éste muere inmediatamente. Rukh recorre al Doctor Benet para que le ayude sin decir nada a nadie: Benet consigue un antídoto fabricado a partir de radio pero cuyos efectos son sólo parciales, Rukh deberá inyectárselo regularmente el resto de su vida o de lo contrario puede volverse loco.
A partir de este punto, la tama toma un cariz más previsible y tópico, pero sin abandonar por ello el tono extraño, incluso fatalista, que domina todo el relato. El contacto con el Radium X va enloqueciendo progresivamente a Karloff, hasta el punto de hacerle perder de vista el mundo real. Benet, por su lado, consigue recolectar el poder benefactor del nuevo material y lo emplea con gran éxito para curar a pacientes hasta entonces incurables (el rayo destructor del título, así, en realidad no es tal ya que, bien aplicado, éste hace que personas ciegas puedan volver a ver como si nada hubiera pasado). Recluido en su castillo e incapaz de hacer feliz a su mujer y de enfrentarse a su madre, Rukh se ve dominado cada vez más por un deseo de venganza que le impulsará finalmente hasta el asesinato: después de simular su sucidio, irá eliminando uno por uno a todos los integrantes de la expedición en África, incluida su desdichada esposa.
La ética de la ciencia
Quizá el hecho más sorprendente de la trama es que ésta en ningún momento se articula a partir del (previsible) enfrentamiento entre Lugosi y Karloff, pero tampoco a partir de la (todavía más previsible) lucha entre el Bien y el Mal. Rukh y Benet son en principio dos científicos unidos por el bien de la humanidad y el progreso de la medicina: ninguno de los dos quiere utilizar el poder destructor del Radium X, pero el contacto con éste, sin embargo, convertirá al personaje interpretado per Karloff primero en una víctima de los celos y la sed de poder y después en un asesino despiadado que puede provocar la muerte de cualquier persona con el simple hecho de tocarla con su mano. Para Benet la ciencia es un trabajo en equipo constante y en evolución, mientras que para Rukh, al fin y al cabo una especie de alquimista que vive encerrado en su castillo aislado del mundo y de la sociedad que lo rodean, es un trabajo indivisual y hasta cierto punto privado e intransferible. Así, a diferencia de El doctor Frankenstein y El hombre invisible, la visión de la ciencia que ofrece El poder invisible es hasta cierto punto positiva: los nuevos descubrimientos y la nueva tecnología no son malos en sí mismos, todo depende de su utilización y de la actitud con la que nos enfrentamos a ellos. La ética, así, deviene en muchos momentos casi el eje central de una trama cuyos paralelismos con la investigación sobre la energía atómica –que empezaba a desarrollarse en esos años y que pronto tendría una influencia nefasta en la historia de la humanidad– son más que evidentes.
También resulta curioso constatar, aún más en el contexto de las producciones terroríficas de la Universal de la década de 1940–reducidas en su mayor parte a secuelas de filmes de éxito de los años treinta realizadas con presupuestos de serie B, cuando no de serie Z–, la densidad narrativa y argumental del filme, con muchos personajes e ideas de una inusitada truculencia y profundidad psicológica, asi como brillantes detalles de puesta en escena. Algunos ejemplos: la relación del doctor Rukh con su anciana madre, ciega a causa de una enfermedad, adquiere unas connotaciones progresivamente enfermizas que la sitúan más allá de una relación normal entre madre e hijo, hecho subrayado por la tenebrosa ambientación de la mansión gótica perdida en la niebla donde viven. Cuando Rukh le cura la ceguera mediante la utilización del Radium X, las primeras palabras de su madre al volver a ver el rostro de su hijo después de tanto tiempo son en buena medida premonitorias: “Puedo ver, pero no me gusta lo que veo”. Al final, será precisamente la madre de Rukh la que acabará provocando la muerte del enloquecido científico incapaz, incluso en su locura, de enfrentarse a ella o de hacerle el más mínimo daño: Rukh salta por la ventana de la mansión del doctor Benet pero ni siquiera llega a estrellarse en el suelo, ya que su cuerpo literalmente se evapora a los ojos de los espectadores. La asociación que este mismo personaje hace entre las seis estatuas de la iglesia que se encuentra delente de la pensión donde se hospeda con los seis miembros de la expedición a África tiene unas connotaciones casi apocalípticas: por cada miembro de la expedición asesinado, Rukh desintegra uno de los estatuas con el rayo invisible derivado del Radium X ante el terror de la población.
Una puesta en escena brillante
Lambert Hillyer, un artesano eficiente que quizá no tuvo la suerte necesaria en las filas de la Universal y pronto fue relegado a un segundo o tercer plano (1), filma el conjunto de manera simple pero muy efectiva, aprovechando a la perfección los mejores momentos del guión original: es el caso de la escena en la cual la esposa del doctor Rukh va a visitarlo en el campamento africano que éste comanda en solitario; incapaz de hacerle frente (poco antes de morir será incapaz de asesinarla, como pretendía inicialmente en venganza por haberlo abandonado), Rukh permanece oculto dentro de la tienda de campaña para que ella no vea que está infectado: ella permanece en el exterior y mantienen una conversación que ejemplifica, sin necesidad de subrayados ni más explicaciones, la diferencia abismal que los separa pese a estar unidos en matrimonio. La visita del doctor Rukh al doctor Benet es otro de los mejores momentos del filme: Rukh observa impasible como Benet cura la ceguera de una niña pequeña, y conocemos, por el diálogo, que Rukh ha sido galardonado con el Premio Nobel. Otro detalle interesante: el doctor Benet descubre la identidad del asesino de los miembros de la expedición al realizar un curioso experimento sobre el cadáver de Sir Francis Stevens: al proyectar luz ultravioleta sobre los ojos de la víctima estos revelan, con una nitidez terrorífica, la imagen de Rukh abalanzándose hacia ellos.
Mención aparte merece también el acabado técnico y formal de la película, con unos modestos pero impecables efectos especiales (la iluminación fosforescente de la piel del personaje interpretado por Karloff se consiguió pintando los fotogramas) y una excelente banda sonora de Franz Waxman (1906–1967), compositor decisivo para la historia de la música del cine de terror en Hollywood. Después de componer el score de La novia de Frankenstein (The bride of Frankenstein, James Whale, 1935), Waxman había firmado un contrato con la Universal para escribir las bandas sonoras de dos filmes más, al mismo tiempo que se convertía en el jefe musical del estudio, aunque sólo fimaría la partitura de El poder invisible, una banda sonora “mucho más convencional que le permitió juguetear con la percusión (para reflejar el ambiente africano del film) e introducir también la cita culta de la Rapsodia para piano nº 14 de Lizst” (2). Ese mismo año Waxman abandonaría el cargo y marcharía a la Metro-Goldwyn-Mayer.