publicado el 20 de mayo de 2006
Lluís Rueda | La ópera prima de David Slade, Hard Candy (2005), funciona como un artefacto preciso y bien engrasado que atrapa al espectador desde la primera secuencia negándole un ápice de relax hasta bien entrados los títulos de crédito finales. Slade crea un cuento gótico en el que una caperucita contemporánea decide replantearse su relación con el lobo, ¡y de qué manera! La adolescente que se acerca voluntariamente al fotógrafo de jóvenes modelos (Patrick Wilson), interpretada por una magnífica Ellen Page, no es un personaje tan manipulado como se nos hace creer en un principio, por ello, este filme nos crea un conflicto moral que, analizado en profundidad, podría llegar a abochornarnos. La mecánica del guión, obra de orfebrería repleta de guiños cinéfilos y diálogos brillantes, está sujeta a una intencionalidad visceral que persigue, en última instancia, arrinconar nuestra moral. El máximo logro de Slade es colocar un espejo ante nosotros, construir una película modesta, barata, rodada en pocos días, capaz de sacudir nuestras conciencias y de hacer trizas nuestros nervios.
En Hard Candy impera el plano corto y una fotografía gélida, cierto ritmo sincopado y un montaje claramente deudor del mundo de la publicidad (incluso se coquetea abiertamente con las nuevas tendencias de anuncios de coches o dulces), pero en este contexto, tal elección es lícita y pertinente. El mundo que refleja el primer tramo de Hard Candy obedece a los deseos de los adolescentes, cada elemento sugerido después del glacial plano de la pantalla del chat es una migaja de pan para que encaremos un redil que podría llevarnos a la boca del lobo.
En Hard Candy impera el plano corto y una fotografía gélida, cierto ritmo sincopado y un montaje claramente deudor del mundo de la publicidad (incluso se coquetea abiertamente con las nuevas tendencias de anuncios de coches o dulces), pero en este contexto, tal elección es lícita y pertinente.
A partir de ese instante, el realizador nos hace tirarnos de bruces por un precipicio de sensaciones anómalas, de insania lacerante y tortura psicológica ‘ad hoc’. Hard Candy es una cinta tan inteligente como despiadada que enlaza con una tradición del horror que se sustenta en el suspense de la misma manera que otros filmes lo hacen en lo grotesco o hiperbólico. Dentro de esta tradición podríamos encontrar obras como El fotógrafo del pánico de Michael Powell.
No den demasiadas vueltas a la catadura moral de lo mostrado, las preguntas y las respuestas sobre el sentido de esta cinta se hallan en el interior del espectador, nunca en un dogma predeterminado por el autor. Un ‘happy end’ no puede limpiar nuestras conciencias, dejemos pues que nos asalten las dudas, ¿acaso no puede o debe el cine provocar?, ¿o desestabilizar?
Hard Candy causó sensación en Sundace y fue galardonada con el premio a la mejor película de la última edición del Festival de Cine de Sitges.