publicado el 24 de mayo de 2005
Lluís Rueda | Vivimos un momento en el que cine de aventuras ha relegado su ultima función, que es entretener al público, y cada día más se percibe como un ejercicio de megalomanía infográfica y épica constreñida. Por suerte, a este lado del charco, en Europa, concretamente en Francia, parecen despuntar una serie de jóvenes realizadores que parten de un ideario autóctono y que procuran un acercamiento al cine de aventuras mucho más cercano a la tradición literaria del folletín.
Es el caso de Pitof y su excelente Vidocq (2001) o de Christopher Gans con El Pacto de los lobos (Le pacte des loups, 2001). Con Arsène Lupin (2004) nos llega una última muestra de ese gusto por los clásicos literarios de evasión, y de la mano de Jean-Paul Salomé (Belphégor, el fantasma del Louvre, 2001) recuperamos a un atractivo personaje nacido de la pluma de Maurice Leblanc.
La tradición de llevar a personajes como Arsène Lupin a la gran pantalla de hecho se remonta casi a los inicios del cinematógrafo, momento en que Louis Feuillade filmó por entregas las aventuras de Judex, Fântomas o Les vampires. Pero la moda del serial también se instaría en Hollywood donde el mismo personaje de Arsène Lupin sería encarnado por galanes de la época como por ejemplo John Barrymore.
Esta nueva versión –la última desde Les aventures d´Arsène Lupin de Jacques Becker rodada en 1956– tiene de entrada la ventaja de su condición revisionista tanto en lo literario como en lo cinematográfico. El filme de Salomé rebosa vitalidad y frescura, pero sobre todo guarda un interesante equilibrio entre lo caricaturesco y lo épico. Lupin, bribón de guante blanco, a medio camino entre mozalbete portuario y chulo palaciego, es desde el primer momento un personaje que cae simpático en parte por el acertado trabajo del joven Romain Duris.
Esta nueva versión tiene de entrada la ventaja de su condición revisionista tanto en lo literario como en lo cinematográfico. El filme de Salomé rebosa vitalidad y frescura, pero sobre todo guarda un interesante equilibrio entre lo caricaturesco y lo épico.
El filme repasa las claves que llevan a Lupin, un ladronzuelo de buen corazón, a convertirse en un dandy sofisticado y en un maestro del disfraz, y el culpable de ese refinamiento lo encontramos en el enigmático personaje de la condesa de Cagliostro (Kristin Scott Thomas). La condesa, un sofisticado paladín del mal a medio camino entre Moriarty y la condesa Bathory, es una pieza capital dentro de una compleja conspiración para derrocar la República e instaurar la monarquía en Francia.
Espías palaciegos, docellas emperifolladas y duelos sin par, pululan por un filme que, aunque pueda parecer irregular por su singular vocación adrenalítica e, incluso a veces, roce lo gratuito, siempre mantiene al espectador en un punto indeterminado entre la nostalgia y la embriaguez narrativa. Arsène Lupin es un generoso fresco de filiación pulp, un ostentoso pero entrañable retrato de ambiguedades morales puesto al servicio del entretenimiento.
El atrezzo decimonónico funciona en este Arsène Lupin con la fuerza de un ideario adulterado, exagerado e hipnótico, y Salomè se recrea en él tanto como Jean-Pierre Jeunet en su último capricho fílmico Largo domingo de noviazgo (Un long dimanche de fiançailles, 2004).
Esa exageración voluntaria conlleva que los personajes luchen con un amaneramiento de vodevil o corran haciendo aspavientos propios un vitaminado Harold Lloyd. La última finalidad es buscar una plasticidad acorde a la alucinada historia que propone el material de Maurice Leblanc. Otro ejemplo de la grandilocuencia buscada por el realizador la encontramos en la banda sonora del filme, sus marchas enfáticas recorren cada fotograma dando apenas respiro en alguna secuencia de amor o en algún momento de transición, su cometido es subrayar la inquebrantable determinación del héroe a la manera de los viejos seriales o de posteriores filmes de aventuras como Gunga Din (1939) de George Stevens.
Arsène Lupin es además de un divertimento de acabado exquisito, uno de esos filmes que no reinterpretan digitalmente las calles de la Europa de principios del siglo. La mayoría de sus escenarios son de un París real, mínimamente maquillado, que poco tiene que ver con la feérica y artificiosa ciudad de la luz imaginada por Baz Lurhman en la prescindible Moulin Rouge (2001).
En definitiva estamos ante un filme de suspense y aventuras muy acorde con la tradición de la sofisticada literatura de entretenimiento que cultivó Maurice Leblanc y que ahora parece tener continuidad en literatos como el ruso Boris Akunin y su agente del Zar, Erast Fandorín.
El filme de Jean-Paul Salomé ha recuperado un material de enorme valía que no sólo podía instaurar una nueva moda cinematográfica sino que se me antoja ideal para un medio tan huérfano de ideas como la televisión.