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el fantástico en la universal

publicado el 22 de julio de 2006

Frankenstein: un mártir del siglo XX

El imaginario popular ha asociado de una manera sistemática el nombre de Frankenstein con el monstruo, o la criatura, que encarnó por vez primera Boris Karloff a las órdenes de James Whale en ‘El Doctor Frankenstein’ (‘Frankenstein’, 1931). Teniendo en cuenta que ‘la criatura’ original no tiene nombre alguno es fácil adivinar que el imaginario colectivo, en lo que se refiere al horror, alumbra mitos a partir de una serie de ensamblajes iconográficos y los encumbra por una azarosa afinidad estética, caprichosa y selectiva.

Lluís Rueda | ‘La criatura’ de Frankenstein es la depuración, la síntesis, de una teratología directamente heredada del teatro y, a su vez, de las singulares aportaciones sobre la materia que alumbró el cine mudo. Si bien la novela de Mary Shelley es el referente literario inmediato, no debemos perder de vista que obras teatrales, como Presumption: or The Fate of Frankenstein (1829), de Richard Brinsley Peake, ya que son capitales para explicar la ‘perversión’ del material literario. La falta de reglamentación sobre la propiedad intelectual de la obra de Mary Shelley ayudó a que proliferaran muchísimas versiones del mito en forma de adaptación teatral [1]. Cinematográficamente al menos existieron tres versiones previas al filme que James Whale rodara para la Universal: Frankenstein (J. Searle Dawley, 1910), cinta de dieciséis minutos producida por Thomas Edison, Life without Soul (Joseph W. Smiley, 1915) e Il mostro di Frankenstein (Eugenio Testa, 1920). Se hace difícil concretar en qué grado todas estas obras influyeron o fueron determinantes si nos atenemos al particular ideario de James Whale o al de otros profesionales como los guionistas Garrett Fort y Robert Florey, pero lo que nadie puede dudar es que todas y cada una de ellas han contribuido a la gestación del mito, incluso indirectamente, a su popularización dentro y fuera de la gran pantalla.

‘La criatura’ es por definición quirúrgica, un collage carnal, suma de cadáveres, cuyo rostro de costuras encallecidas se ha convertido en algo que trasciende el horror intangible, terrenal o cosmogónico. La criatura de Frankenstein literaria es un producto de la soberbia: la consecuencia directa del desafío del hombre a la figura de Dios. De este acto de apostasía, a priori, se desprende que el científico-creador es el sustituto irresponsable de la sagrada figura del padre y en esta consideración moral se gesta la idea del castigo divino tomando la forma de la destrucción y el asesinato. Como vemos el discurso de la obra de Mary Shelley concede un peso muy específico al pecado y a la culpa: algo muy arraigado en la tradición judeocristiana. Esa idea evolucionará, ya en un contexto cinematográfico, hacia nuevos terrenos influenciados por la filosofía moderna. La dualidad entre creador y criatura, en su vasto periplo cinematográfico, conformará todo un digest del Superhombre nietzschiano.

Resulta difícil abstraerse del enorme poder metafórico de la figura de ‘la criatura’ a la hora de analizar el fenómeno generado por el filme de Whale, pero también se hace omnipresente, esa propiedad metafórica, al punto de concentrar terrenos comunes con el proceso de creación fílmica: en esa parcela, resulta análogo el paralelismo entre el científico y el realizador, como la obra lo es al monstruo y la sala de montaje a un prusiano laboratorio en penumbra. De como se gestó el filme de Whale, vamos a departir a lo largo de este texto, determinar la medida exacta del fenómeno Frankenstein como icono contemporáneo nos llevaría algo más que un artículo cinematográfico, en todo caso, bueno sería aplicar un olfato capaz de rastrear en ambos objetivos. En mi modesta opinión, tanto el interesantísimo filme que es El Doctor Frankenstein como el rico anecdotario que ha generado pueden esconder ciertas pistas de su gran alcance extracinematográfico.

Reinventando ‘el moderno Prometeo’


El doctor Frankenstein

El guión de El doctor Frankenstein tomó como punto de partida la pieza teatral Frankenstein (1927) de Peggy Webling, representación en la que el actor Hamilton Deane, que también había encarnado a Drácula en los escenarios ingleses, interpretaba a ‘la criatura’. Los guionistas Robert Florey y Garret Fort obviaron la novela de Mary Shelley y transformaron notablemente el contenido de la pieza teatral para gestar el guión cinematográfico: salvo alguna secuencia de relevancia, como la que protagonizan 'la criatura' y la niña, todo fue sustancialmente modificado.

Robert Florey encontró en Carl Laemmle Jr. un hueso duro de roer. Las constantes reticencias del joven productor en cuanto a la validez del primer borrador del guión les llevó a una nueva reescritura. Según las palabras del propio Florey: “Pensando en la posibilidad de una segunda parte si la película tenía éxito me opuse al final, pero Dick Schayer [2], a quién se eligió como árbitro, decidió que, por el momento lo mejor era terminar el filme con la muerte del monstruo y de su creador, seguida de una breve secuencia, escrita por Garret, en la iglesia del pueblo”.

Los guionistas Robert Florey y Garret Fort obviaron la novela de Mary Shelley y transformaron notablemente el contenido de la pieza teatral para gestar el guión cinematográfico: salvo alguna secuencia de relevancia, como la que protagonizan 'la criatura' y la niña, todo fue sustancialmente modificado

Una de las anécdotas más jugosas respecto al proceso de creación de El doctor Frankenstein, es aquella que relata una prueba de maquillaje protagonizada por Bela Lugosi, actor que Laemmle había escogido para encarnar a ‘la criatura’. El maquillador Jack Pierce se desplazó al set de rodaje de Drácula (Dracula, Tod Browning, 1931) donde se filmó la escena de la creación del monstruo. Robert Florey rodó casi veinte minutos de secuencia con los actores Edward Van Sloan y Dwight Frye encarnando respectivamente a Henry y Victor. Jack Pierce se basó en el monstruo del filme de J. Searle Dawley (1910) para dar forma a ‘la criatura’ encarnada por Lugosi: su aspecto grotesco, era el de un monstruo macrocefálico con abundante cabellera.

Por decisión expresa de Carl Laemmle Jr. Robert Florey cayó del proyecto y el británico James Whale tomó las riendas de la adaptación cinematográfica. A resultas de su destitución, Florey, pasó a encargarse de la dirección de Los crímenes de la calle Morgue (Murders in the Rue Morgue, 1931), a quien acompañaría el mismo Bela Lugosi. El actor húngaro se negó en rotundo a interpretar a un monstruo incapaz de mediar palabra, una decisión de la que se arrepentiría por el resto de sus días. Con los años Lugosi llegaría a interpretar a ‘la criatura’ en Frankenstein y el hombre-lobo (Frankenstein Mets the Wolf Man, 1943), sin duda uno de los peores filmes de la saga. La extraña interpretación de Lugosi, palpando las paredes torpemente y con los brazos en perpetua horizontalidad se convirtieron en un atributo más del Frankenstein popular tantas veces imitado. Lo que pocos saben es que ese comportamiento extraño de la criatura se justificaba en una secuencia eliminada en el montaje final que aludía a una ceguera del monstruo.

James Whale: padre y verdugo


James Whale

James Whale procedía del mundo del teatro, donde había sido director de decorados, sus comienzos en el cine fueron asociados a filmes de trasfondo bélico como Journey’s End(1930), donde trabajó por primera vez con Colin Clive (futuro Henry Frankenstein). Tras dirigir algunas escenas dialogadas para Ángeles del infierno (Hell´s Angels, 1930) un ambicioso filme bélico producido por Howard Huges, recaló en el seno de la Universal de la mano de Carl Laemmle Jr. Su primer trabajo para la productora fue El puente de Waterloo (Waterloo Bridge, 1931), adaptación de la famosa obra de E. Sherwood.

Whale entró en el proyecto de El doctor Frankenstein por deseo expreso de Laemmle cuando el guión estaba prácticamente cerrado. Tras escoger para el papel de Henry Frankenstein a Colin Clive se dispuso a buscar un sustituto de Lugosi para encarnar a ‘la criatura’: el elegido fue un poco conocido actor de 44 años de nombre Boris Karloff.

El realizador británico instauró un modelo, a partir de varios bocetos, de la apariencia del monstruo inspirándose en la particular fisonomía de Karloff. El mago del maquillaje Jack Pierce se encargó de materializar todas esas ideas. Podemos interpretar que Whale se inspiró en cierta estética de entreguerras para su concepción de ‘la criatura’, los electrodos en su cuello enlazan con una estética industrial, incluso su cráneo de tanqueta parece inspirado en un búnquer antiaéreo. De alguna manera, Karloff, contribuyó a la historia del séptimo arte como uno de los monstruos cinematográficos más futuristas y atemporales. Un icono grotesco, pero fácilmente extrapolable al sencillo hombre de a pie.

La arcaica y romántica fascinación por el ‘buen salvaje’ de Rosseau, tan del gusto dieciochesco, contrasta en el filme de Whale con la obsesión por la energía eléctrica y la cirugía médica. Si la criatura es el niño inocente que no discierne entre el bien y el mal, que ejerce una improvisada moral basada en el instinto, el filme se encarga de matizar esa idea y de revestirla de cierta perversión científico-forense


La admiración que Whale sentía por filmes como El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, 1919) de Robert Wiene o por el trabajo de realizadores ‘expresionistas’ de la talla de Paul Wegener o Paul Leni, fue determinante a la hora de idear los decorados, marcadamente irreales y siempre sujetos a una determinada intención psicológica. Quizás el ejemplo más inmediato acerca de esa intencionalidad escenográfica queda resumido en el majestuoso generador eléctrico creado por Kenneth Strickfaden para el laboratorio en el viejo torreón de vigilancia. La batería de planos que van del generador a esa especie de altar pagano donde reposa la criatura es de un efectismo fantasmagórico. La esotérica modernidad de los sistemas de polea y los primeros planos de un Henry Frankenstein desquiciado, unidos a la intensidad dramática de la banda sonora conforman una nueva y definitiva representación del mal, abiertamente fantacientífica, que en el futuro será imitada hasta la saciedad. Es evidente que esta puesta en escena, convenientemente destilada del mito de El moderno Prometeo, poco o nada tiene en común con la arrebatada prosa epistolar de Mary Shelley, para encontrar un referente cinematográfico que haga justicia (aunque tampoco sea exactamente fidedigno) a la famosa novela habremos de aguardar unas décadas: concretamente hasta 1957, año en que el gran Terence Fisher rodará para la Hammer una nueva y definitiva versión a todo color de la obra: La maldición de Frankenstein (The Curse of Frankenstein).

La arcaica y romántica fascinación por el ‘buen salvaje’ de Rosseau, tan del gusto dieciochesco, contrasta en el filme de Whale con la obsesión por la energía eléctrica y la cirugía médica. Si la criatura es el niño inocente que no discierne entre el bien y el mal, que ejerce una improvisada moral basada en el instinto, el filme se encarga de matizar esa idea y de revestirla de cierta perversión científico-forense. Whale otorga a su ‘hijo’ el cerebro de un asesino para justificar sus crímenes ante el público conservador de la época, pero lejos de justificar esos hechos siembra aún más dudas: refuerza la inocencia patológica de su cerebro asesino y apoya un discurso sobre la crueldad como generadora de violencia. Recordemos que ‘la criatura’ hasta el ataque del deforme Fritz (Dwight Fry) es un ser manso e inofensivo. La ambigüedad, intencionada o no, en el discurso de James Whale es un hecho y de ella se desprende una tesis francamente progresista.

Whale confiere a la creación de su monstruo la metodología ritual del ser cinematográfico y le concede una diégesis improbable, atemporal y marcadamente simbólica. Coinciden en el filme ciertos terrenos básicos para entender futuras prácticas (relativamente modernas) en las que el primitivismo y lo cibernético se encuentran y se funden. La criatura de Frankenstein es pues el cenobita por excelencia, la fusión desvaída entre carne y metal en su versión más esencial para la gran pantalla. Su rostro cetrino se ha sacralizado y en algunos fueros y foros mitómanos ha acabado divinificándose casi tanto como el del mismo Jesús, con el que, salvando las distancias, comparte calvario y cruz (o para el caso: aspas de molino), amén de posterior resurrección.

La creación de un mito cinematográfico, y su posterior deificación, no siempre va acompañada de una película extraordinaria, es bueno apuntar en ese sentido que El doctor Frankenstein es un buen filme, de pasmosa originalidad y gran efectividad emocional, pero dista de ser una obra maestra: etiqueta que sin duda merece su inspiradísima secuela La novia de Frankenstein (The Bride of Frankenstein, 1935) cinta para la que James Whale obtuvo una libertad creativa mucho más amplia.

El filme se vio notablemente perjudicado por los cortes de la censura (incluso de la autocensura), pero aún así ha conservado intacta toda su fuerza expresiva: se da la extraña paradoja de que su precipitado montaje otorga a la cinta una notable discontinuidad que en ocasiones deviene hipnótica

Whale priorizó en su filme el primer plano, cierta discontinuidad de raccord y la tradición ‘expresionista’ de otorgar enorme protagonismo al decorado, de incentivar su conjunto de aristas y espacios improbables. Con todo, hay una excelente planificación, meticulosa, como podemos comprobar en la secuencia inicial del cementerio, con una poderosa panorámica que nos muestra un entierro para acto seguido precipitar en los rostros angustiados de los ladrones de tumbas. Otro de los aspectos que cabe señalar es la tendencia del realizador a orbitar por el decorado con una impunidad vodevilesca resumida en forzados planos secuencia; quizás una influencia de la puesta en escena teatral a la que el primitivo cine (mudo y sonoro) le costó desprenderse. Con los años, Whale aprendería las ventajas de la sala de montaje y sería más generoso en sus tiros de cámara.

El filme se vio notablemente perjudicado por los cortes de la censura (incluso de la autocensura), pero aún así ha conservado intacta toda su fuerza expresiva: se da la extraña paradoja de que su precipitado montaje otorga a la cinta una notable discontinuidad que en ocasiones deviene hipnótica. Algo similar ocurre con la presencia de la banda sonora: el score de Franz Waxman sólo aparece en los genéricos y espúreamente para subrayar el ensamblaje de secuencias o momentos álgidos. Los silencios espaciados del filme, su desnudez primitivista, aún refuerzan más si cabe esa sensación onírica, ese prurito de elementalidad casi abstracta.

De cualquier modo, El Doctor Frankenstein, ha regalado a nuestras retinas momentos tan insustituibles como ese funesto encuentro entre la niña María y ‘la criatura’ o el del incendio del molino de viento, tantas veces homenajeado, que supone el hasta luego de ‘la criatura’ y la impunidad de Henry Frankenstein en aras de un happy end poco menos que obsceno.

‘La criatura’ se hace adulta


La novia de Frankenstein

El éxito económico de El doctor Frankenstein hizo a Carl Laemmle Jr. pensar en una segunda parte. Robert Florey, que merece, sin duda, el apelativo de “Salieri de la Universal”, se apresuró a realizar un tratamiento de guión titulado The New Adventures of Frankenstein -The Monster Lives! que tras pasar por las manos de Ardel Wray, del departamento de guiones, fue rechazado. Para entonces se habló de la posibilidad de que Florey se encargara de dirigir The Invisible Man y The Wolf Man con Boris Karloff como protagonista, proyectos que quedarían momentáneamente huérfanos tras las dudas contractuales de un resentido, con razón, Robert Florey. James Whale, tras el paréntesis de El doctor Frankenstein rodó hasta seis películas en el seno de la Universal, entre las que cabe destacar, en clave fantastique, la comedia negra El caserón de las sombras (The Old Dark House,1932) y El hombre Invisible (The Invisible Man, 1933): obra maestra inapelable de la fantaciencia cinematográfica.

Whale intervino de manera decisiva en el guión que el escritor William Hurlburt y John Balderston habían preparado para el regreso de ‘la criatura’ a la gran pantalla. La novia de Frankenstein (The Bride of Frankenstein, 1935), arrancó con una curiosa secuencia en que Mary Shelley, Lord Byron y Percey Shelley conversaban sobre el devenir del monstruo tras el incendio en el molino. Este romántico epílogo, que podría considerarse una astracanada por parte de Whale, inopinadamente, marcó la pauta de la esencia misma de la película: un trasfondo de horror comedy que se alejaba de la sutil morbidez del filme original y escondía la intención de explorar nuevos territorios expresivos. El filme se alejó de la idea original que anidaba bajo el marcial título The Return to Frankenstein y, en manos de un James Whale en estado de gracia, se aventuró a una parcela tan del gusto del realizador como la de la comedia macabra.

Whale utilizó para encarnar a ‘la novia’ a la misma actriz que interpretó a Mary Shelley en su pintoresco epílogo, una decisión que esconde tras su apariencia de divertimento una nada desdeñable profundidad metalingüística: ¿Qué peor pesadilla para la autora que verse convertida en concubina de su propia criatura, de su propio hijo literario?

En el filme, Mary Shelley, de viva voz, nos relata la prolongación de la vida de ‘la criatura’ tras el incendio del molino de viento y nos prepara para la exposición de su posterior proceso de madurez. La criatura (encarnada de nuevo por el gran Boris Karloff) inicia un proceso de aprendizaje, en el transcurso del cual, como si se tratara de un prepúber, fuma, bebe y muestra deseo carnal.


La novia de Frankenstein


Uno de los puntos álgidos del filme es la creación de ‘la novia’ (Elsa Lanchester), la arisca muñeca zombificada que Henry crea a petición del mismo monstruo. El precedente de tal idea se halla en la novela de Mary Shelley, donde la posibilidad de crear una criatura hembra se apunta pero nunca llega a materializarse. Whale utilizó para encarnar a ‘la novia’ a la misma actriz que interpretó a Mary Shelley en su pintoresco epílogo, una decisión que esconde tras su apariencia de divertimento una nada desdeñable profundidad metalingüística: ¿Qué peor pesadilla para la autora que verse convertida en concubina de su propia criatura, de su propio hijo literario? Si a ello añadimos que el origen de ‘la criatura’ original podría hallarse en un aborto sufrido por la joven Mary Godwin, el retruécano del juguetón Whale resulta maravillosamente perverso.

En la secuencia de la creación el realizador británico rodó multitud de planos, priorizó el movimiento y jugó con la angulación con profusa determinación. El departamento de electricidad y efectos especiales fabricó numerosos artilugios, interruptores, indicadores etc., que más tarde fueron seleccionados minuciosamente por el mismo Whale.
En lo puramente cinematográfico, Whale, expresó una mayor libertad creativa. Recursos tan propios como el travelling paralelo, o ligeramente curvo a la hora de mostrar una acción en plano general procuraron una mayor armonía al corpus fílmico. La fragmentación puntuada por un score con mucha más presencia (fantástica la banda sonora de Franz Waxman [3]), subrayó con excelente sincronía los recesos producidos por los diálogos, parcela en la que debemos citar el notable trabajo de John Baderston.

La representación, la mascarada de ese microcosmos frankensteniano tan inexplicable, tan marciano y tan vanguardista nos concede como espectadores la virtud de apreciar con todo lujo de detalles el poder transformador del cinematógrafo. Los elementos que dispone Whale dentro de la pantalla se trasforman en conjeturas visuales, en retazos oníricos atrapados por la magia de el espejo deformante

Pero acaso el cambio más profundo, y necesario, de La novia de Frankenstein se halla en la autoconciencia de su criatura y por extensión en al perversión de todo cuanto la rodea. Whale, al despertar el intelecto de su monstruo, al potenciar su humanización, impregnó a su historia y a sus personajes de cierto decadentismo cómico, cerebral y circense [4]. La representación, la mascarada de ese microcosmos frankensteniano tan inexplicable, tan marciano y tan vanguardista nos concede como espectadores la virtud de apreciar con todo lujo de detalles el poder transformador del cinematógrafo. Los elementos que dispone Whale dentro de la pantalla se trasforman en conjeturas visuales, en retazos oníricos atrapados por la magia de el espejo deformante. Tras las brumas y la arquitectura caligárica de El doctor Frankenstein se halla un set (físico) que podría asemejarse a una pista de circo. Esa es la impresión y, en su plasmación, la certeza que destapa La novia de Frankenstein; de tanto en tanto se desprende de las entretelas del negocio de el cine otro submundo que puede albergar endiosados niños bien como Carl Laemmle Jr. o aviesos científicos como Whale que convierten en arte ciertas miserias colectivas e individuales.

No debería cerrar este apartado sin citar a Ernest Thesiger, el inquietante y torvo doctor Pretorius. Su presencia en el filme apunta, mucho más que la de Henry Frankenstein, la figura del Mad Doctor que en el futuro será un estereotipo común en los filmes de serie B y Z de terror paracientífico. El éxito del personaje, gracias a su quebradiza moral y a su perfil de Geppetto endemoniado incluso llegó a robar protagonismo a la misma criatura. La apuesta de Whale no pudo ser más acertada, el prurito de delirio visionario que destila al personaje provocó que el espectador empatizara, si cabe más, con el propio monstruo de Frankenstein. Thesiguer [5] era una persona desagradable, esnob y con ínfulas de aristócrata, algo que Whale aprovechó para moldear el personaje de Pretorius a placer. Una vez más estamos ante la evidencia de que James Whale ejercía la cirugía cinematográfica con pareja determinación a la de sus científicos de ficción.

Decadencia y esencialismo iconográfico


Ghost of Frankenstein

La tercera película de la saga, dirigida por Rowland V. Lee, puede considerarse un filme bisagra entre la época dorada del monstruo (la etapa de Whale) y la posterior banalización de la saga. En lo positivo, La sombra de Frankenstein (Son of Frankenstein, 1939), mantiene un excelente diseño de producción, de un ‘expresionismo’ totémico, que lleva los apuntes escenográficos ideados por James Whale a cuotas más ambiciosas. Este tercer episodio supuso la última interpretación de Boris Karloff como el monstruo y la sustitución de Colin Clive, fallecido para la ficción del universo Frankenstein en un sorprendente fuera de campo extracinematográfico, por el excelente actor Basil Rathbone.

Rathbone encarnó a Wolf Frankenstein, hijo de Henry, que regresaba al condado de Frankenstein para instalarse definitivamente y, a la par, caer bajo la fiebre megalomaníaca sufrida por su propio padre. En el filme, la criatura aparece como un enfermo terminal que aguarda en estado comatoso bajo los cuidados del manipulador Igor (un siempre sobreactuado Bela Lugosi), ‘la criatura’ es un superhombre venido a menos que ha perdido la facultad del habla y se muestra mucho más involucionado que la de su predecesora en La novia de Frankenstein. El monstruo, pues, es reducido a un icono esencial, se erige en un reclamo mediático que paradójicamente es relegado a un papel secundario.


La sombra de Frankenstein

La sombra de Frankenstein es un filme desprovisto de ironía, de escaso anclaje metalingüístico, que porfía a su tono grave y a su solera goticista (la escenografía, repito, es excelente) un peso específico al que no acompaña un guión infantilizado en exceso. El filme ofrece unos excelentes primeros quince minutos, que curiosamente no coinciden con la aparición de ‘la criatura’. A mi entender, la cinta ofrece una óptica paracientífica nada desdeñable en la que se analiza -con un lenguaje poco riguroso- el origen y la composición del monstruo. Las disertaciones cientifico-forenses resultan francamente atractivas: nueva carne, rayos cósmicos y términos como Superhombre se dan la mano para trasladarnos a la esencia misma de la serie B, a la inventiva radical del guionista indocumentado, que ya me perdonarán, resulta simpáticamente bizarra. Por otro lado cabe resaltar la figura de un secundario capaz de robar protagonismo al mismo monstruo: el inspector de policía interpretado por Lionel Atwill. Su porte prusiano, de general venido a menos resulta notablemente inquietante, tanto como su brazo ortopédico, su monóculo y su uniforme pre Gestapo. Cabe apuntar que este impagable personaje sería objeto de parodia por parte del director y productor Mel Brooks en el estupendo divertimento El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, 1974).

La sombra de Frankenstein es un filme desprovisto de ironía, de escaso anclaje metalingüístico, que porfía a su tono grave y a su solera goticista un peso específico al que no acompaña un guión infantilizado en exceso.

La cinta, en resumen, amplía el universo frankensteniano con innumerables aciertos, pero su barroca concepción, plena de detalles hipnóticos se ve lastrada por la decadencia del monstruo, convertido ya en una atracción obscena. El descenso a los infiernos que suponen los siguientes filmes de la saga son si cabe más amorales: la criatura, el superhombre, se convertirá definitivamente en un disminuido psíquico atrapado en un cuerpo descomunal (algo a lo que contribuirá de manera substancial la ausencia de Boris Karloff).

La saga, con la criatura de Frankenstein como único reclamo, se completa con The Gosth of Frankenstein(1942) de Erle C. Kenton, secuela de La sombra de Frankenstein que cuenta de nuevo con Bela Lugosi en el papel de Igor y con el taciturno Lon Chaney Jr. como el monstruo. El filme, luce un trabajo de producción más elemental y recorre con mayor insistencia el territorio de la fantaciencia. Quizás su principal atractivo sea la idea del transplante de cerebro de un cuerpo contrahecho a otro inmortal (una idea que Terence Fisher [6] recuperará años más tarde), aunque lo cierto es que su nefasto guión lleno de incoherencias, cortesía de Scott Darling, se encarga de maquillar cualquier atisbo de interés. ‘La criatura’ con los rasgos de Chaney, un monstruo sosias y sin carisma, vuelve a tener una papel determinante pero escasamente atractivo. A destacar la presencia de Cederic Hardwicke (Ludwig Frankenstein) otro hijo de Henry (por lo visto el personaje no perdió el tiempo entre las dos primeras entregas de la saga) que pasaba por allí y al que le dio por untar las manos en materia gris (sic).

En las alcantarillas de la saga, ya definitivamente hibridada con la de otros monstruos en franca decadencia, aún podemos rescatar algún filme de interés como La zíngara y los monstruos (House of Frankenstein, 1944) de Erle C. Kenton, aunque la presencia de la criatura en la cinta sea escasa (apenas se designaba un episodio por monstruo). El monstruo fue interpretado por Glenn Strange, actor que repetiría en La mansión de Drácula(House of Dracula, 1945) también dirigida por Erle C. Kenton: filme geriátrico donde acabarían reposando todos estos iconos inmortales del horror hasta que los singulares (y o abominables) Abbott y Costello [7] aparecieran para tocarles las narices en posteriores títulos. Pero esa es otra historia algo más espeluznante…

Por último les debo una aclaración, casi he pasado de puntillas por un filme como Frankenstein y el hombre-lobo, y al respecto he de confesar que, para mí, resulta una obra especialmente indigesta: no tanto por su esforzado cumplimiento de los tópicos del fantaterror al uso como por la ‘alternativa’ interpretación del monstruo de Frankenstein, si es que así podemos definirla, por parte del incombustible Bela Lugosi.

  • [1] Sólo en el siglo XIX proliferaron casi un centenar de dramatizaciones en torno a la figura de Frankenstein. Entre las más populares cabe señalar Frankenstein, The Demon Of Switzerland (1823), The Monster and the Magician (1826) o Frankenstein, or The Vampire´s Victim (1849).

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  • [2] Richerd L. Schayer, jefe del departamento de guiones de la Universal, fue quien puso en marcha el proyecto de la adaptación cinematográfica de Frankenstein a través de las conversaciones con el director y guionista francés Robert Florey en 1931.

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  • [3] Waxman empleó sonoridades insólitas y se alejó de ciertos efectismos tópicos que trabajaban el subrayado mediante el sonido. En su empeño por la búsqueda del timbre atípico, el músico, quiso utilizar un primitivo instrumento electrónico como el Martenot (un precedente del teremín). Finalmente se decantó por el novacordio, instrumento que también utilizará en Frankenstein y el hombre-lobo (Frankenstein Mets the Wolf Man, 1943).

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  • [4] Whale quiso llevar tan lejos su voluntad paródica que llegó a rodar planos con otra criatura: se trataba de una réplica del monstruo de Frankenstein en miniatura, bajo cuyo maquillaje se encontraba el actor enano Billy Barty. Estos planos fueron felizmente suprimidos.

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  • [5] Thesiger se retiraba en los descansos de rodaje a un rincón del plató a hacer punto y en ocasiones iba a cenar a Amilfi Drive, a casa del propio James Whale. Su actitud siempre era altiva y de desprecio. Según declaraciones de David Lewis “[...] era un terrible esnob, pero estaba emparentado con la aristocracia y eso era lo que a Jimmy (Whale) le gustaba de él”.

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  • [6] Terence Fisher trasladó el cerebro de un hombre deforme al cuerpo de “la criatura” en su obra maestra The Revenge of Frankenstein. Según buena parte de la crítica cinematográfica es la mejor de las aportaciones de la Hammer Films a la saga frankensteniana.

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  • [7] Ver artículo ‘Abbot y Costello. Perdidos en la casa encantada.’ Jordi Costa. El Cine Fantástico de la Universal. Donostia Kultura (2000).

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    Lecturas:

    - El terror de la Universal. Especial cine de terror. Dirigido por… Nº 290. Artículo de Quim Casas.
    - James Whale. Festival Internacional de Cine de San Sebastián / Filmoteca española , por James Curtis.
    San Sebastián / Madrid, 1989.


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