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el fantástico en la universal

publicado el 28 de julio de 2006

Los hijos de Drácula

Pese a protagonizar una de las producciones terroríficas de mayor éxito de la Universal de los años treinta, 'Drácula' ('Dracula', Tod Browning, 1931), el actor de origen húngaro Bela Lugosi no volvería a interpretar al conde vampiro hasta pasados más de quince años y en la parodia 'Contra los fantasmas' ('Abbott and Costello meet Frankenstein', Charles T. Barton, 1948), concebida a mayor gloria de los cómicos Bud Abbott y Lou Costello. Sin ninguna de sus estrellas e inmersa en una importante crisis comercial, la productora de Carl Laemmle Jr. exploraría tímidamente el vampirismo en dos secuelas que destacan por las diferencias temáticas y de estilo que se establecen entre ellas, 'La hija de Drácula' ('Dracula’s daughter', Lambert Hillyer, 1936) y 'Son of Dracula' (Robert Siodmak, 1943).

Pau Roig | Universal: fin de una etapa

Igual que en el caso de El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931), que tendría una lujosa continuación rodada por el mismo director, James Whale, y prácticamente el mismo equipo técnico y artístico –La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, 1935)–, la Universal anunció a bombo y platillo hacia finales de 1935 el rodaje de la secuela oficial de su primer gran éxito terrorífico, Drácula, igualmente dirigida por Whale y con el protagonismo estelar de Bela Lugosi, Boris Karloff y Colin Clive. Pero la verdad es que ese mismo año Whale estaba embarcado en el rodaje de un ambicioso musical, Magnolia (Showboat, 1936), remake de un filme homónimo realizado en 1929 que supondría, pese a las esperanzas en él depositadas, la despedida de las filas de la compañía Universal de sus dos principales responsables hasta entonces, Carl Laemmle (1867–1939) y su hijo Carl Laemmle Jr. (1908–1979).

Para poder financiar su costoso rodaje Laemmle había pedido en noviembre de 1935 un crédito de 750.000 dólares a un grupo de inversores unidos bajo el nombre de Standard Capital y encabezado por el productor Charles Rogers y el financiero británico J. Cheever Cowdin. Los numerosos problemas y retrasos durante el rodaje y el fracaso en taquilla del filme de Whale impedirían el pago de la deuda: el 14 de marzo de 1936 Laemmle y Laemmle Jr. se verían obligados a abandonar la productora, que quedaba en manos del ya citado Charles Rogers (que se convertía en jefe del estudio) y de Robert H. Cochrane (presidente); poco después, Whale también abandonaba el estudio para iniciar una corta y escasamente relevante etapa como director en la Metro-Goldwyn-Mayer.

La hija de Drácula, el último de los filmes de terror de la Universal auspiciados por los Laemmle, ya prácticamente estaba listo para ser estrenado (fue rodado entre 4 de febrero y el 10 de marzo de 1936, y se estrenaría en los Estados Unidos el 11 de mayo de ese mismo año), aunque no sin imprevistos y cambios de última hora, ya que buena parte del equipo técnico y artístico previsto inicialmente –ya sin Whale, Lugosi, Karloff ni Clive–, es decir, el director Edward Sutherland, el guionista R. C. Sheriff y los actores César Romero y Jane Wyatt, fueron sustituidos por Lambert Hillyer, Garrett Fort, Otto Kruger y Marguerite Churchill, respectivamente. En un sentido estricto, de hecho, las producciones de terror de la Universal no se reanudarían hasta casi tres años más tarde con La sombra de Frankenstein (Son of Frankenstein, Rowland V. Lee, 1939).

Drácula, el monstruo que desaparece

Pese a ocupar un puesto de honor en la historiografía y en el recuerdo de los aficionados, Drácula fue el monstruo del cine de terror clásico que gozó de menos fortuna como personaje: sus apariciones en la gran pantalla son mucho menores en número y relevancia que la de otros monstruos quizá menos significativos, como el hombre-lobo, la momia o el hombre invisible. Por diversos motivos: el principal, sin duda, fue el hecho de que el film de Browning fue rápidamente superado (quizá demasiado rápidamente) en recaudación y popularidad por El doctor Frankenstein, cuyo director, James Whale, gozaba, además, del favor y apoyo incondicional de los Laemmle, a quiénes la figura del vampiro refinado y seductor no parecía interesar demasiado. Tod Browning, en cambio, abandonaría la Universal justo después del rodaje de Drácula para regresar a las filas de la Metro-Goldwyn-Mayer, donde poco después realizaría un (falso) filme de vampiros muy superior, La marca del vampiro (Mark of the vampire, 1935).

Pese a ocupar un puesto de honor en la historiografía y en el recuerdo de los aficionados, Drácula fue el monstruo del cine de terror clásico que gozó de menos fortuna como personaje: sus apariciones en la gran pantalla son mucho menores en número y relevancia que la de otros monstruos quizá menos significativos, como el hombre-lobo, la momia o el hombre invisible.

La adaptación de la novela de Mary Shelley, además, tuvo muchos menos problemas con la censura que la adaptación oficial de la novela de Bram Stoker. Al personaje creado por el escritor irlandés sólo se le dedicaría una película en solitario, ya citada (dos contando la versión latinoamericana filmada por George Melford paralelamente a la versión oficial de Browning), y sus posteriores apariciones en los delirantes cócteles de monstruos de la década de los cuarenta –concretamente en La zíngara y los monstruos (House of Frankenstein, 1944) y en La mansión de Drácula (House of Dracula, 1945), dirigidas por Erle C. Kenton– resultarían poco menos que ridículas. Bela Lugosi, el actor que se había convertido en estrella gracias a su estilizada y amanerada caracterización del conde vampiro, primero en los escenarios y después en la gran pantalla, sólo volvería a interpretar otra vez más al personaje que marcaría su vida y su carrera posterior, y sería en una parodia terrorífica realizada a mayor gloria de la (dudosa) comicidad de la pareja formada por Bud Abbott y Lou Costello, Contra los fantasmas (Abbott and Costello meet Frankenstein, Charles T. Barton, 1948). Al contrario que, por ejemplo, en el caso de Frankenstein, las continuaciones oficiales de Drácula prescindirían totalmente del personaje del conde, centrándose en las andanzas de sus dos (del todo improbables) hijos, la condesa Marya Zaleska (Gloria Holden) en La hija de Drácula y el conde Anthony Alucard (Lon Chaney Jr.). en Son of Dracula.

La hija de Drácula: la maldición del vampiro

Largamente anunciada y con numeroso cambios en el equipo técnico y artístico, la primera continuación oficial de Drácula fue la última película de terror auspiciada por los hasta entonces máximos dirigentes de la compañía Universal, Carl Laemmle y su hijo Junior, y rodada con un presupuesto sensiblemente inferior al de su predecesora. Pese a que algunas fuentes mantienen que se trata una libre adaptación de un relato de Bram Stoker "El huésped de Drácula" ("Dracula’s guest"), anterior a la novela pero no publicado hasta 1914, lo cierto es que el libreto, escrito por uno de los guionistas del filme de Browning, Garrett Fort (1900–1945), a partir de una historia de John L. Balderston y Oliver Jeffries (seudónimo del afamado productor David O. Selznick), propone una historia completamente nueva y original con la única salvedad del papel, más bien anecdótico y en todo caso descafeinado, del profesor Von (sic) Helsing, nuevamente interpretado por Edward Van Sloan (1881–1964), y de un desenlace con viaje relámpago de vuelta a Transilvania incluido que recupera en parte el desenlace del original literario. (Aquí acaban las relaciones de La hija de Drácula tanto con la novela de Stoker como con su adaptación cinematográfica de la Universal).

El filme, de manera curiosa, empieza justamente cuando terminaba la película de Browning: Von Helsing es detenido por la policía en el enorme sótano de la abadía de Carfax, acusado de los asesinatos de Renfield y del Conde Drácula: evidentemente, Scotland Yard no se cree sus fantásticas explicaciones y, ante la posibilidad de que sea condenado a la horca pide ayuda a un antiguo alumno suyo, el eminente psiquiatra Jeffrey Garth (Otto Kruger, 1885–1974

Paralelamente, la hija del Conde, la condesa Marya Zaleska (una muy convincente Gloria Holden, 1908–1991), roba el cadáver de Drácula y lo quema intentando exorcizar, sin éxito, el mal que anida en él y que también corre por sus venas y que le impulsa, cada noche, a alimentarse de sangre humana.

Aunque resulta bastante más imaginativo de lo que sería de preveer, el argumento por desgracia en ningún momento especula con la posibilidad de que Drácula pueda seguir vivo o resucitar de forma milagrosa. Al contrario: el primer personaje de la historia del cine de terror clásico norteamericano ni siquiera es interpretado por un actor de carne y hueso y su recreación a partir de un desastroso muñeco de cera

Aunque resulta bastante más imaginativo de lo que sería de preveer, el argumento por desgracia en ningún momento especula con la posibilidad de que Drácula pueda seguir vivo o resucitar de forma milagrosa. Al contrario: el primer personaje de la historia del cine de terror clásico norteamericano ni siquiera es interpretado por un actor de carne y hueso y su recreación a partir de un desastroso muñeco de cera (visto levemente en dos planos cortos que se podrían haber eliminado tranquilamente del montaje final) se acerca peligrosamente al ridículo. La desafortunada caracterización de los dos policías en un principio encargados de la investigación, cercana a la caricatura, igualmente hacen preveer lo peor, pero una vez superados los cinco minutos iniciales la película empieza a levantar tímidamente el vuelo. La imprevista y muy sugerente aparición de Marya Zaleska en el depósito de cadáveres donde reposa el cuerpo de su padre, vestida con una larga túnica negra que sólo deja ver dos penetrantes ojos negros, o la de la cremación del ataúd del vampiro, cuando finalmente la condesa deja ver su rostro, se cuentan entre los mejores momentos de una modesta producción de serie B que en sólo en algunos momentos aprovecha sus muchas posibilidades.

Más que en ninguna otra producción vampírica de la Universal, La hija de Drácula oscila entre el terror y el melodrama, aunque el frágil equilibrio entre ambos géneros es roto, en ocasiones de manera más chapucera que otras, por concesiones humorísticas que intentan absurdamente emparentar el filme con determinado tipo de comedias sofisticadas en voga esos años (las producciones de Ernest Lubitsch, por ejemplo, aunque parezca imposible). Así, la trágica existencia y el dolor espiritual de la condesa Marya Zaleska, incapaz de renunciar a su condición vampírica aunque intenta hacerle frente por todos los medios a su alcance, incluso recurriendo a la psicología, tiene su imposible contraposición en la almibarada e inocua relación de amor (en principio no reconocida) que el deslucido héroe de turno, Jeffrey Garth, mantiene con su muy espabilada secretaria Janet Blake (Marguerite Churchill, 1910–2000), en escenas tan bochornosas como la de la pajarita o la de la llamada telefónica de Janet a la mansión de la condesa, donde Jeffrey ha sido invitado a cenar.

“Y a Adonai y a Azrael, al cuidado de los señores de las llamas y los abismos más profundos, relego este cuerpo a consumirse eternamente en este fuego purificador; que todos los funestos espíritus que amenazan las almas de la gente queden desterrados cuando se les espolvoree con esta sal. Recibid el exorcismo, oh Drácula, y que vuestro cuerpo, largamente vivo, quede destruido para la eternidad en nombre de vuestro oscuro e impuro señor. En nombre de lo más sagrado y mediante esta cruz, que el espíritu maligno desaparezca hasta el fin de los tiempos”, clama la hija del vampiro hacia el cielo delante del ataúd en llamas de Drácula mientras gira el rostro en presencia de una gran cruz que sostiene con una mano, pero la maldición del vampiro no se detendrá con la muerte de su origen y principal causa, como de hecho queda claro ya en la escena siguiente, rodada con Hillyer con ejemplar elegancia y concisión: Marya toca el piano en presencia de su criado, Sandor (el también director Irving Pichel) [1], y sus notas, en principio dulces y armoniosas, devienen pronto tétricas y oscuras. “¿Qué ves en mis ojos?” pregunta Marya finalmente, y Sandor responde “La muerte”.

Especialmente recordado, por sus evidentes connotaciones lésbicas, es el ataque de Marya a Lili, una pobre chica que Sandor ha recogido de la calle para que pose para una pintura: la frialdad de la mirada de la condesa, sus gestos mecánicos y su total falta de pasión contribuyen a dotar el filme de un clima enfermizo, quizá no inquietante pero decididamente extraño e irreal.

Los ataques de la condesa son escrupulosamente elididos –de hecho, Marya ni siquiera tiene que “salir a cazar”, ya que Sandor le consigue a la mayoría de víctimas–, aunque Hillyer no duda en mostrar su monstruosa condición con un prodigioso travelling de alejamiento: la condesa vuelve a casa, Sandor recoge su abrigo y ella se tumba en lo que parece una cama; entonces la cámara se aleja hasta un plano general de la habitación y muestra su ataúd. De la misma manera, hacia el final del metraje, Hillyer filma el despertar de la vampira de manera casi idéntica a la utilizada por Browning en Drácula: inserta un plano de la tapa del ataúd levantándose lentamente dejando paso a una mano; seguidamente, introduce una panorámica hacia un lado de la habitación para, finalmente, volver a centrarse en el ataúd y mostrar a la condesa de pie a su lado bajo la atenta mirada de Sandor.

Especialmente recordado, por sus evidentes connotaciones lésbicas, es el ataque de Marya a Lili (Nan Grey), una pobre chica que Sandor ha recogido de la calle para que pose para una pintura: la frialdad de la mirada de la condesa, sus gestos mecánicos y su total falta de pasión incluso cuando pronuncia frases como “¿No te importa quitarte la blusa, verdad?”, contribuyen a dotar el filme de un clima enfermizo, quizá no inquietante pero decididamente extraño e irreal. En el extremo opuesto, tanto las investigaciones de la policía para esclarecer los misteriosos asesinatos con la ayuda de Garth como las cortísimas o insulsas apariciones de Von Helsing intentando convencer al mundo de la existencia de los vampiros con frases como “La fuerza del vampiro radica en el hecho de que es increíble”, entorpecen más que enriquecen la acción, diluyendo su indudable aliento trágico. Presuntamente enamorada del Dr. Garth (aspecto que no queda nada claro: el personaje parece totalmente incapaz de amar) y ante la negativa de éste a ayudarla, Zaleska secuestrará a Janet, llevándosela a su castillo de Transilvania, donde finalmente morirá con el corazón partido por una flecha de madera disparada por su ayudante, a quién había prometido la vida eterna.

Son of Dracula: el amor eterno

Única incursión en el terreno del terror sobrenatural del director norteamericano de origen alemán Robert Siodmak (1900–1973), Son of Dracula oscila, como La hija de Drácula, entre el terror y el melodrama, aunque renuncia de manera inteligente tanto a las concesiones humorísticas del filme de Hillyer como también a muchos de los elementos característicos del cine de vampiros propuesto hasta entonces por la Universal. La trama se desarrolla íntegramente en una zona pantanosa de Louisiana, en el sur de los Estados Unidos, donde se traslada el Conde Alucard (Lon Chaney Jr., 1906–1973) para contraer matrimonio con una de las propietarias de una extensa plantación que ha conocido meses atrás en Estambul, Katherine Caldwell (una enigmática Louise Allbritton, 1920–1979), convirtiéndola así en su esposa para toda la eternidad. Enamorada desde que era una niña de Frank Taylor (Robert Paige, 1910–1987), el verdadero objetivo de Katherine es en realidad muy diferente: una vez convertida en vampira (de hecho es el propio Frank quién acaba con su vida al intentar disparar al conde: las balas pasan a través de su cuerpo), pretende destruir a Alucard y casarse con Frank para así compartir la eternidad juntos.

Con un desarrollo un tanto mecánico y desangelado pero decididamente sorprendente, uno de los elementos más interesantes de Son of Dracula reside en la presentación, por primera vez en la gran pantalla, de un personaje que acepta voluntariamente su conversión al vampirismo. Las referencias al personaje creado por Bram Stoker, así, nunca van más allá de la utilización de su nombre (ni siquiera los espectadores más despistados pasarán por alto el verdadero significado del anagrama Alucard, descubierto antes del cuarto de hora de metraje), y el vampiro, como de alguna manera pasaba ya con el profesor Von Helsing, y en menor medida también con la condesa Marya Zaleska en La hija de Drácula, ejerce un rol secundario, decisivo para el imprevisible giro de los acontecimientos pero sin mucha más trascendencia. El Drácula interpretado por primera y última vez en las filas Universal por el hijo de Lon Chaney no tiene ningún poder de atracción, ninguna fascinación: como escribe acertadamente David Pirie “Chaney estaba demasiado gordo, tenía cara de pan y su forma de actuar sólo resultaba aprovechable en casos como los de la momia, el hombre-lobo y el monstruo de Frankenstein” [2].

Las exageradas limitaciones expresivas y los pesados movimientos del actor son un lastre considerable en sus contadas apariciones en escena aunque, en el otro extremo, el excelente trabajo del técnico de efectos especiales y fotográficos John P. Fulton (1902–1966), que no sale acreditado [3], y del director de fotografía George Robinson (1890–1958) contribuye poderosamente a elevar el potencial sobrenatural y terrorífico de los mejores momentos del filme: la escena en la cuál Alucard / Drácula sale de su ataúd en medio de las ciénagas del pantano y avanza volando hacia Katherine, que lo espera en la orilla, filmada en un atmosférico travelling, es sencillamente excepcional, y las recurrentes transformaciones del vampiro en murciélago y en una especie de niebla fosforescente resultan mucho más contundentes y satisfactorias que en las anteriores producciones vampíricas de la compañía.

El personaje de Katherine Caldwell focaliza buena parte del interés de la función: aficionada y conocedora de las ciencias ocultas, su atrevido comportamiento y su decidido paso de la luz hacia la oscuridad parece mucho más un acto de egoísmo que no de amor, ya que obliga a su prometido a morir para volver a vivir, aunque su emancipación / rebelión podría verse incluso desde una perspectiva mucho más conservadora, incluso masclista (la mujer libre y orgullosa que finalmente es castigada por su osadía). Precisamente el amor verdadero se interpondrá en su camino al final, cuando Frank, después de acabar con Drácula (quema su tumba para que no pueda ocultarse en ella y el desgraciado vampiro muere abrasado por los rayos del sol), decide poner fin a su no-vida de la misma manera, quemando su ataúd, pero con el cuerpo de Katherine plácidamente dormido en su interior.

La fuerza melodramática y romántica de la (imposible) historia de amor entre Katherine y Frank, así como la compleja psicología de ambos personajes, marca sin duda el punto álgido de la película, aunque el dibujo y la caracterización de los personajes secundarios –como ocurre con Alucard– no le va a la zaga.

La fuerza melodramática y romántica de la (imposible) historia de amor entre Katherine y Frank, así como la compleja psicología de ambos personajes, marca sin duda el punto álgido de la película, aunque el dibujo y la caracterización de los personajes secundarios –como ocurre con Alucard– no le va a la zaga. Las investigaciones del médico de la família, el Dr. Brewster (Frank Craven, 1875–1945) y del doctor universitario originario de Rumanía a quién este acaba recurriendo para hacer frente al vampiro, el Profesor Lazlo (J. Edward Bromberg, 1903–1951), carecen de verdadero interés y de auténtica tensión porque no tienen ningún otro objetivo que el de subrayar, la mayoría de las veces sin necesidad, el desarrollo de los acontecimientos.

Los dos hombres de ciencia, igual que la hermana de Katherine, Claire (Evelyn Ankers, 1918–1985) y que las autoridades de la pequeña localidad dónde se desarrolla la trama, no intervienen directamente en la acción en ningún momento y acaban convirtiéndose en simples testimonios de la tragedia, aunque también es verdad que protagonizan algunos de los momentos mejores de la producción. Por ejemplo, la muy inquietante expresión de Katherine cuando el doctor Brewster la visita en la mansión Caldwell después que Frank le haya confesado su asesinato (Alucard ya la ha convertido en vampira), o también la materialización de Alucard en casa del médico mientras mantiene una conversación con el profesor Laszlo sobre las diferentes formas que puede adoptar un vampiro, introduciéndose en forma de neblina por debajo de la puerta del despacho.

Pese a su reconocido poco interés por el género, Siodmak ilustra algunos momentos de la acción con incontestables destellos de talento, en ocasiones incluso con una fina ironía, como el plano que muestra a Alucard llevando en brazos a Katherine entrando en la mansión Caldwell una vez casados.

Pese a su reconocido poco interés por el género, Siodmak ilustra algunos momentos de la acción con incontestables destellos de talento, en ocasiones incluso con una fina ironía, como el plano que muestra a Alucard llevando en brazos a Katherine entrando en la mansión Caldwell una vez casados o, un poco antes, el plano que muestra el inicio de una fuerte tormenta cuando ambos personajes entran en la casa del juez de paz para casarse y cierran la puerta. De la misma manera, el Dr. Brewster salva a un niño que ha sido atacado por Alucard de una muerte segura pintando con yodo dos cruces en las dos pequeñas heridas que tiene en el cuello...

El guión original de Curt Siodmak (1902–2000), hermano de Robert, a quién consiguió un contrato de siete años en la Universal, fue reescrito a petición del propior realizador por Eric Taylor (1897–1952), responsable de los libretos de numerosos filmes de terror de la Universal –Black Friday (Arthur Lubin, 1940), The ghost of Frankenstein (Erle C. Kenton, 1942), El fantasma de la ópera (Phantom of the opera, Arthur Lubin, 1943)–. En él se cuenta lo mejor y también lo peor de un filme de atmósfera trágica más que tétrica aunque de indudable aliento gótico, como certifican la más bien decadente visión de un sur de los Estados Unidos que parece anclado en el pasado, repleto de ciénagas en las que no falta ni la bruja gitana de turno, Zimba (Adeline DeWalt Reynolds), quién antes de morir a manos de Alucard proclama una frase claramente premonitoria: El ángel de la muerte se cierne sobre una mansión. Te veo casada con un cadáver y viviendo en una tumba”.

  • [1]. Aunque es mucho más recordado por la primera que por la segunda, Irving Pichel (1891–1954) alternó su carrera de actor con una modesta filmografía como director, generalmente siempre dentro los márgenes de la serie B, apartado en el que destacan de manera especial El malvado Zaroff (The most dangerous game, codirigida por Ernest B. Schoedsack, 1932) –su primera película–y Con destino a la luna (Destination moon, 1950). Su papel de Sandor en La hija de Drácula es sin duda alguna uno de los trabajos más completos de su dilatada filmografía.

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  • [2]. El vampiro en el cine, Madrid: Centropress, 1977, p. 58.

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  • [3]. Tampoco aparece acreditado en ninguno de los dos filmes el mago del maquillaje de la Universal, Jack P. Pierce (1889–1968), responsable, entre otros, del ya mítico diseño de la criatura de Frankenstein.

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