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publicado el 1 de agosto de 2006

No soy de aquí ni soy de allá

Si uno ha visto unas cuantas películas de Gore Verbinski está en condiciones de saber que pueden percibirse ciertas constantes estilísticas y argumentales que configuran un perfil autoral cada vez más definido. Aunque esto pueda llamar la atención de algunos que sólo ven en dicho director a un empleado de Jerry Bruckheimer con un poco más de talento que Michael Bay, la sólida construcción de sus personajes, la clásica sobriedad con que filma, y su tendencia a experimentar con el lenguaje de los géneros aún durante el transcurso de una misma película, hablan de un cineasta que tiene mucho para decirnos y que sabe cómo hacerlo.

Marcos Vieytes | Piratas del Caribe 2: El cofre del hombre muerto no es la mejor de sus últimas películas —El hombre del tiempo (The weather man, 2005) es una maravilla que será difícil superar— y puede que ni siquiera sea mejor que su antecesora, La maldición de la Perla Negra, pero en su hibridez e imperfección podemos encontrar más de un atractivo para el análisis. De hecho, todo el cine de Gore Verbinski está construyéndose alrededor de conceptos afines como los de indefinición, desajuste o desequilibrio. Sus películas se ocupan del proceder errático de ciertos individuos no adecuados al medio, cuyo costo social se paga demasiado caro, pero también de la errancia como una manera de vivir, una moral de la búsqueda, otra de las formas del conocimiento.

Muchos de sus personajes actúan como adolescentes disfrazados de adultos que no pueden, ni tampoco quieren, aceptar el crecimiento para continuar jugando a ser otros: gángster como en The Mexican (2001), espadachines, piratas o lo que sea. Por ello El cofre del hombre muerto escoge comenzar con una boda pospuesta que salva a las partes del sedentario rigor institucional del matrimonio para arrojarlos a una nueva aventura. En algunos casos, como en la reciente El hombre del tiempo, ese limbo existencial en el que pretenden afirmarse los personajes tiñe a toda la película de una melancolía que no alcanza a desembocar en tragedia por muy poco. Pero otras veces, como en The Mexican y en la corsaria saga que nos ocupa, toma el rumbo de la comedia. Tierna, agridulce y bamboleante como el carácter y el paso de Jack Sparrow con el que se / nos divierte Johnny Depp en la primera, o descentrada como el descenso de la rueda de molino arrancada de su sitio natural en la segunda. Justamente Johnny Depp es quien mejor ha sabido interpretar el carácter indefinido de los personajes de Verbinski. Su Jack Sparrow es una síntesis de la indefinición: sexual, moral u ontológica. Su composición corporal no nos deja saber nunca cuál es la próxima decisión que tomará, si le gustan los hombres o las mujeres, o hasta si pertenece al mundo de los vivos o al de los muertos. De esa indefinición se nutre la película y es lo que hace que, en sus mejores momentos, no sepamos bien si El cofre de la muerte es sólo una de piratas, una de terror, una romántica o una screwball comedy marítima y mercenaria: película bisagra que se balancea, consciente y constantemente, entre géneros.

El cofre del hombre muerto es una película que se propone ser, y hacernos, felices, vinculándose con el cine clásico por su explotación del género de aventuras, la comedia física y delirante, y el fantástico como punto de reunión del arte y el más noble espectáculo lúdico.


El cofre de la muerte es una película que se propone ser, y hacernos, felices, vinculándose con el cine clásico por su explotación del género de aventuras, la comedia física y delirante, y el fantástico como punto de reunión del arte y el más noble espectáculo lúdico. En esta segunda parte abundan los gags físicos, algunos de ellos deudores del universo, las persecuciones, las corridas, las caídas, los duelos a espada más atractivos por el humor equilibrista que despliegan más que por su dramatismo, y la infaltable riña en la taberna. Pero además hay que decir que no duda en confiar en la fe poética del público. Pues si hay que agradecerle algo es la naturalizada inclusión de elementos sobrenaturales dentro del contexto en el que se manejan los personajes, sin largos ni complicados discursos que lo expliquen. Y digo que lo fantástico está aquí naturalizado mucho más que en La maldición de la Perla Negra pues aunque en ambas es la vida fantasmal después de la muerte lo que se enfatiza, aquella utilizaba elementos clásicos del cine de terror como son los fantasmas, la luna llena y los esqueletos, mientras que esta prefiere aligerar el tono representando al mal mediante máscaras marinas. Lo que despierta menos miedo o asombro que alegría, emoción propia del género al que esta segunda parte se inclina decididamente.


Aquí también, como en The Mexican, hay un viaje y un objeto que da motivo al viaje. Aunque el viaje es sinónimo de aventura y El cofre del hombre muerto se adscribe al género desde su mismísimo título, el continuo desborde fantástico de este acaba por ser menos asombroso que los descubrimientos emocionales a los que accedíamos acompañando a Julia Roberts y James Gandolfini. Sin embargo, El cofre del hombre muerto la supera en lo que al valor dramático del objeto perseguido se refiere. El de la brújula que sólo marca la dirección en lo que se encuentra aquello que su dueño verdaderamente quiere está llamado a ser uno de los más fértiles recursos escenográficos del cine y uno de los más bellos Mc Guffins que yo haya podido ver, amén de un símbolo en el que puede estar cifrado el núcleo dramático de todo el cine de Verbinski. De nada sirve la brújula si uno no sabe, previamente, qué es lo que más quiere en la vida. De nada sirve andar si no se sabe a dónde. Que es el dilema que aqueja a Jack Sparrow, y el enigma no resuelto que motoriza las andanzas del protagonista típicamente verbinskeano.

Por eso alrededor de esa brújula se suceden las mejores secuencias de la película. Aquellas en las que los personajes ponen en juego sus deseos y temores, sus miserias y egoísmos, su pasado y sus mentiras. Entre Jack Sparrow y Elizabeth hay una tensión sexual innegable que la brújula nos lo revela tanto como el plano insiste en escamotearla. Entre William y Jack hay una amistad que no elude la competencia. El amor de Elizabeth y William parece estar cantado, pero la boda pospuesta del principio parece ser algo parecido a un mal presagio. Y la decisión ¿final? de Elizabeth, que me abstendré de precisar, es quizás el mejor momento de una película que se da el lujo de dilapidar tantos excitantes conflictos a favor de un mostrar un bestiario marino cuyo mayor atractivo es, también, la tormentosa condición humana de su pasado. Y el mejor ejemplo de ello es la aparición del pariente de William. No hay que olvidar que la mayoría de estos personajes están siempre debatiendo algo más que seguir adelante con su vida física. Se juegan, a cada rato, la salvación o la perdición eterna de sus almas. Pathos religioso trágico que, traducido al horizonte cultural laico en el que nos movemos, significa nada más y nada menos que la definición de la propia identidad.


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